La violencia disciplinaria de los desahucios
Marina L¨®pez, de 94 a?os, prefer¨ªa que la ¡°mataran all¨ª mismo¡± a que la desahuciaran. Hay quien prefiere suicidarse. La agresividad de los desahucios sirve como medida ejemplarizante para aquellos que osen desafiar al juego inmobiliario que vertebra la econom¨ªa
Cuando los agentes de la Polic¨ªa Nacional estaban expulsando a Marina L¨®pez, ella gritaba que mejor la mataran all¨ª dentro. Fuera de aquel piso de Lavapi¨¦s, en el que hab¨ªa pasado 35 de sus 94 a?os, no le apetec¨ªa vivir. No es raro: al menos desde tiempos neol¨ªticos los homo sapiens tenemos la extra?a man¨ªa de habitar un hogar. Doce mil a?os despu¨¦s, en plena civilizaci¨®n, la cosa se est¨¢ poniendo cada vez m¨¢s dif¨ªcil.
Marina, adem¨¢s de arquitecta y longeva, est¨¢ enferma y es dependiente, pero, a pesar de esa vulnerabilidad palmaria, toda la fuerza del Estado se hizo visible sin remilgos para sacarla a la fuerza de su hogar. Los agentes no permitieron que nadie acompa?ara a Marina en ese trance, ni familiares, ni amigos, ni activistas, ni los trabajadores del Samur Social, as¨ª que nadie sabe muy bien qu¨¦ pas¨® all¨ª dentro. Solo que los polic¨ªas y la comisi¨®n judicial se pusieron ¡°muy agresivos¡±, seg¨²n pudo escuchar su sobrino, que le relat¨® el caso al periodista de este peri¨®dico Juan Jos¨¦ Mart¨ªnez: dice que no quer¨ªan testigos del maltrato. La sacaron en volandas, ante los gritos de ¡°verg¨¹enza¡± que brotaban de los balcones de la calle del Doctor Fourquet, famosa por sus galer¨ªas de arte. El d¨ªa de publicaci¨®n de esta columna se espera otro desahucio en el barrio, el de Zohra, en la calle Zurita.
El gran despliegue de furgones cortando la calle, esa especie de estado de excepci¨®n moment¨¢neo, el aparatoso dispositivo para expulsar a una mujer tan d¨¦bil y pobre que no hab¨ªa podido pagar los ¨²ltimos 12.000 euros de alquiler, generaron gran indignaci¨®n entre el vecindario, al que ¨²ltimamente, entre turismo masivo, desahucios, basura y droga dura, solo se le dan motivos para indignarse (por eso ha surgido un potente movimiento vecinal de protesta que se une a otros por todo el pa¨ªs).
Presenciar tal exhibici¨®n de fuerza institucional contra una ciudadana desvalida es como presenciar una enfermedad autoinmune en la que el cuerpo, confundido, se ataca a s¨ª mismo. Pero suele observarse en los desahucios. Cada poco vemos c¨®mo se expulsa a nonagenarios, a familias con ni?os peque?os, muchas veces entre golpes y empujones, y c¨®mo algunos, antes que perderlo todo, prefieren matarse saltando por la ventana.
Ha bajado el n¨²mero de desahucios en Espa?a gracias a algunas medidas gubernamentales, la Ley de Vivienda, un Real Decreto y una moratoria hipotecaria que impiden muchos de ellos, los que afectan a los pisos de grandes tenedores (como bancos y fondos) y a la ciudadan¨ªa m¨¢s pobre, pero probablemente las cifras se descontrolen cuando algunas de esas medidas dejen de tener efecto, como una presa que se rompe despu¨¦s de a?os conteniendo el r¨ªo. Las cifras, sin embargo, siguen siendo obscenas: 26.659 ¡°lanzamientos¡± (en terminolog¨ªa jur¨ªdica) en 2023, seg¨²n el Consejo General del Poder Judicial. M¨¢s de 70 al d¨ªa.
Sin embargo, la preocupaci¨®n social ha disminuido: si los desahucios generaron rabia y solidaridad al comienzo de la crisis de 2008, la insistente propaganda apor¨®foba en magazines televisivos y anuncios de alarmas le han dado la vuelta a la tortilla al problema de la vivienda: las antiguas v¨ªctimas sin hogar son ahora los ¡°okupas¡± delincuenciales, dispuestos a hacerse fuertes en tu sof¨¢ si bajas a por tabaco. Son los propietarios los que ahora parecen vivir bajo un r¨¦gimen de terror que, por cierto, no les impide seguir subiendo los alquileres: ¡°Es el mercado, est¨²pido¡±.
La violencia en los desahucios es excesiva, denuncian las asociaciones de vivienda, y tambi¨¦n denuncian que esa violencia tiene una funci¨®n disciplinaria: muchas personas se marchan d¨®cilmente de sus hogares y no acuden las asociaciones porque no quieren pasar por la tortura estigmatizante que han visto por la tele o que tan bien reflej¨® la serie Antidisturbios. As¨ª, adem¨¢s de los desahucios contantes y sonantes se dan los desahucios invisibles: por ejemplo, los de aquellos inquilinos que se marchan sin decir ni mu ante una subida del doble del alquiler. Para ser invisibles, he visto muchos a m¨ª alrededor.
La polic¨ªa ha tomado en otras ocasiones el barrio de Lavapi¨¦s como un ej¨¦rcito de ocupaci¨®n para ejecutar un desahucio. Al portal del n¨²mero 11 de la calle Argumosa, de bella forja de metal, todav¨ªa le falta la parte central y los grupos de turistas pasan por delante, mirando los bares y el arte urbano, como si tal cosa. Ning¨²n gu¨ªa advierte que ese no es el dise?o de la puerta, sino que, una vez, alguien la rompi¨® a hostias, como evidencia un ligero an¨¢lisis de algunos bordes, que est¨¢n rotos. Ah¨ª se ha quedado, como un secreto monumento a la infamia.
El instrumento de tal violencia fue el ariete policial, en 2019, aquella ma?ana en que los furgones cortaron la calle desde las seis de la ma?ana, llen¨¢ndolo todo de luz azul ondulante, y se dispusieron a expulsar a Pepi, Rosi, Juani y Mayra, y sus familias. Las Naciones Unidas hab¨ªa desaconsejado aquel desahucio en varias ocasiones, pero no sirvi¨® de nada, porque las Naciones Unidas parecen ser meras notarias de las causas justas. Dentro del portal hab¨ªa decenas de activistas que sufrieron una lluvia de golpes y esquirlas de cristal.
Es muy raro imaginar este pa¨ªs fantasmal de casas sin gente, de gente sin casas, de alquileres imposibles y de desahucios visibles e invisibles, fundado, sin cimientos, sobre las arenas movedizas de la precariedad y el miedo. Porque, m¨¢s all¨¢ de su bandera y su selecci¨®n de f¨²tbol, un pa¨ªs es su gente, y esa gente vive en casas, pero muchos son expulsados de esas casas, o no consiguen acceder a una para emanciparse, o una donde albergar una familia, o gastan un porcentaje indecente de su salario en alquilarla.
Una parte cada vez mayor de lo que paga el jefe va directamente al casero, y el dinero se queda flotando ah¨ª arriba, entre las nubes de la clase propietaria, de unas manos a otras, y la gente que no posee nada cada vez tiene menos para alimentarse, para abordar gastos imprevistos, para pasar tiempo con sus hijos, para tomarse algo o para comprar la ficci¨®n de una vida mejor en este pa¨ªs de campeones.
Suscr¨ªbete aqu¨ª a nuestra newsletter sobre Madrid, que se publica cada martes y viernes.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.