La rocambolesca historia del estafador que vendi¨® la Torre Eiffel (dos veces)
El Conde Victor Lustig ¨Cun hombre austroh¨²ngaro que en realidad ten¨ªa poco de conde¨C lleg¨® a Par¨ªs en 1925 dispuesto a ejecutar el timo definitivo
En 1925, un tipo muy elegante se reuni¨® con varios empresarios parisienses y les propuso venderles la Torre Eiffel. Pese a lo descabellado de la transacci¨®n, lo hizo. Y lo volvi¨® a hacer otra vez.
Ah, Par¨ªs. La ciudad de los croissants, los soufl¨¦s, las creperies y todos esos t¨®picos que se nos vienen a la cabeza cuando pensamos en la Ciudad de la Luz. Y el mayor de ellos, que adem¨¢s es un icono: la Torre Eiffel. Un s¨ªmbolo de Par¨ªs, de Francia y, si me apuran, de Europa. Siete mil trescientas toneladas de hierro forjado erigidas en unos imponentes trescientos metros de altura que dominan toda la ciudad.
Es normal, pues, que lo primero que haga cualquier visitante cuando llega a la capital gala sea dirigir sus ojos hacia la Torre Eiffel, que es lo que hizo en 1925 el Conde Victor Lustig cuando desembarc¨® en la Gare d¡¯Austerlitz: mirar a la Torre. Mirarla con deseo. ?Por qu¨¦ la miraba con deseo? ?Se sent¨ªa obnubilado por su belleza? Qu¨¦ va, lo que estaba mirando era, sobre todo, las siete mil trescientas toneladas de hierro, porque el Conde Lustig ¨Cque ten¨ªa poco de conde¨C hab¨ªa llegado a Par¨ªs para ejecutar la estafa m¨¢s grande de la historia.
Lustig, un tipo encantador, fluido en cinco idiomas, de buena ch¨¢chara y a¨²n mejor talento para escuchar, hab¨ªa nacido en una peque?a ciudad del Imperio Austroh¨²ngaro y, desde muy joven, supo que sus dones eran ideales para desarrollar una brillante carrera diplom¨¢tica. Lo que pasa es que las posibilidades pecuniarias de dedicarse a la diplomacia no le terminaban de convencer, as¨ª que decidi¨® poner en pr¨¢ctica esas capacidades de encantador de serpientes para convertirse en el estafador m¨¢s brillante del planeta.
En sus a?os mozos hab¨ªa sido jugador y mujeriego, lo que le vali¨® una fenomenal cicatriz en la cara, algo de lo cual presumir¨ªa aduciendo que se trataba del ¡°fruto de un duelo de honor entre nobles¡±. Tambi¨¦n fue en ese momento cuando comenz¨® a ponerse el t¨ªtulo nobiliario falso delante de su apellido, por si colaba.
El caso es que, para 1925, el conde-que-no-era-conde ya hab¨ªa llevado a puerto algunos timos relacionados con la falsificaci¨®n de billetes, pero como suced¨ªa con lo de ser diplom¨¢tico, esos enga?os de poca monta no le parec¨ªan suficiente; si quer¨ªa ser el mayor estafador del mundo, ten¨ªa que poner en pr¨¢ctica la mayor estafa del mundo. As¨ª que, cuando lleg¨® a Par¨ªs, ya ven¨ªa preparado para ejecutar el timo definitivo: vender la Torre Eiffel. Que ustedes pensar¨¢n: ¡°?Pero c¨®mo demonios se va a vender un monumento de trescientos metros y siete mil trescientas toneladas?¡±. Pues de la misma manera en la que cualquier persona se comer¨ªa un elefante. Por trocitos peque?os.
Lustig iba a vender el monumento por partes y como chatarra porque, en 1925, la Torre Eiffel no era exactamente el s¨ªmbolo intocable que es ahora; m¨¢s bien era un car¨ªsimo grano en el culo para la ciudad.
Tras la Gran Guerra, y si bien el pa¨ªs ya estaba en avanzado proceso de recuperaci¨®n econ¨®mica, la Torre se hab¨ªa convertido en un problema. El mantenimiento de los roblones y las juntas, su limpieza constante, sus pintados y repintados (recordemos que antes de tomar su aspecto definitivo, fue roja, amarilla y naranja), el engrasado de los ascensores... todo eso era car¨ªsimo. Lo era hasta tal punto que por la sociedad parisiense circulaba el rumor de que antes o despu¨¦s iban a desmontar la Torre. Cuando ese rumor lleg¨® a los o¨ªdos de Lustig, al tipo le empezaron a dar vueltas los ojos en sus ¨®rbitas con el s¨ªmbolo del d¨®lar. Esta era su oportunidad. Fue a Par¨ªs, encarg¨® a un falsificador de su confianza que le fabricase membretes y medallas de la R¨¦publique Fran?aise y alquil¨® un sal¨®n en el lujoso Hotel de Crillon. All¨ª convoc¨® a seis empresarios de la chatarra, se present¨® como Subdirector del Servicio Nacional de Correos y Tel¨¦grafos y les solt¨® un discurso cont¨¢ndoles lo fea que era la Torre, que no pegaba con el g¨®tico de Notre Dame ni con el neocl¨¢sico del Arco de Triunfo y, tras la ch¨¢chara, les dijo que, si bien el asunto era alto secreto y no deb¨ªan cont¨¢rselo a nadie, el gobierno estaba decidido a desmontarla y venderla como chatarra. Y solt¨® el anzuelo: ese suculento contrato ser¨ªa para el empresario que pujase m¨¢s alto por las siete mil trescientas toneladas de hierro.
Es cierto que hace cien a?os la gente era m¨¢s ingenua, pero no era idiota, as¨ª que la mayor¨ªa de los chatarreros pensaron, con raz¨®n, que el tipo elegante con la cicatriz en la cara les estaba intentando timar. Sin embargo hubo uno que pic¨®: Andr¨¦ Poisson (lo cual a?ade m¨¢s gracia a la historia porque ¡°poisson¡± significa ¡°pescado¡±).
Como Lustig sab¨ªa que el timo perfecto es aquel en el que el timado se cree el hombre m¨¢s inteligente de la habitaci¨®n, enseguida detect¨® que Poisson iba de listo. De muy listo. El empresario desliz¨® que har¨ªa lo que fuese necesario para conseguir el contrato y, como un francotirador, Lustig supo que ese era el momento exacto en el que apretar el gatillo: ¡°Si est¨¢ realmente dispuesto a hacer lo que sea necesario, quiz¨¢ usted y yo podamos llegar a un acuerdo... personal¡±. Poisson entendi¨® enseguida de que iba el tema y le pag¨® 70.000 francos en calidad de soborno para asegurarse el contrato. Lustig acept¨®, se estrecharon las manos y hasta la pr¨®xima. Hasta la pr¨®xima que, por supuesto, no lleg¨® nunca porque el estafador se pir¨® con el dinero sabiendo que el pardillo nunca abrir¨ªa la boca pues eso le descubrir¨ªa como sobornador.
Pero la cosa no se qued¨® as¨ª porque Lustig era un hombre verdaderamente insatisfecho y, en vista de que la estafa m¨¢s grande de la historia hab¨ªa funcionado una vez, decidi¨® que har¨ªa que funcionase una segunda vez. Dicho y hecho, un a?o m¨¢s tarde volvi¨® a Par¨ªs y volvi¨® a convocar a un grupo de empresarios de la chatarra (unos diferentes a los primeros, claro est¨¢) con la intenci¨®n de volverles a contar la misma milonga. Esta vez la cosa fue m¨¢s fluida. Demasiado fluida. Tan fluida, de hecho, que en realidad era una trampa de la polic¨ªa.
Unas pocas horas antes de la pantomima, un sopl¨®n inform¨® a Lustig de lo que le esperaba en el hotel, as¨ª que nuestro entra?able estafador dijo pies para que os quiero, pill¨® un transatl¨¢ntico y se larg¨® a los Estados Unidos.
Tanto durante la traves¨ªa como ya en el continente americano, Victor Lustig continu¨® una lucrativa carrera como estafador a lo largo de una vida que, sin duda, dar¨ªa para pel¨ªcula dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Leonardo DiCaprio. Pero esa es otra historia que quiz¨¢ deba ser contada en otra ocasi¨®n.
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