Panth¨¨re rose: las magdalenas del Ritz de Par¨ªs son un viaje a los bollitos m¨¢s queridos de la infancia espa?ola
La recreaci¨®n que el hotel ofrece del bollo m¨¢s famoso de la literatura est¨¢ desde luego muy bien pero, ?tanto como para eclipsar los recuerdos de un obrador ponferradino que hornea desde hace tres generaciones?
La semana pasada me enter¨¦ de que las magdalenas de las que hablaba Proust no se parecen en nada a lo que yo me hab¨ªa imaginado. En la pasteler¨ªa del Ritz de Par¨ªs se hornean todos los d¨ªas cientos de r¨¦plicas del dulce del que hablaba el autor de En busca del tiempo perdido y cientos de turistas hacen cola para probarlas. Yo fui una de las personas que sucumbi¨® al reclamo del comptoir repostero que han abierto en la parte trasera del hotel m¨¢s famoso del mundo. Es un lugar tan edulcorado como el producto que venden: con las paredes, los techos y los muebles ¨ªntregramente pintados de rosa (pastel, ?qu¨¦ tonalidad, si no?), desprende un olor suavemente dulce que no llega a empalagar sino que invita a comerse hasta las cajas, redondeadas. All¨ª fue donde descubr¨ª que la magdalena francesa no es como la espa?ola: se cocina con much¨ªsima m¨¢s mantequilla, su aroma a vainilla es inconfundible pero sobre todo su morfolog¨ªa es diferente: esta tiene forma de concha.
Las magdalenas de mi ni?ez las hac¨ªan en el barrio ponferradino de Flores del Sil, en el obrador de un panadero llamado Abel quien con su manga pastelera rizaba un mo?itos de masa dentro de moldes tableados ¡ªcomo una de esas faldas cursis de uniforme de colegio¡ª que sacaba del horno convertidos en tetillas de bizcocho. Las met¨ªa en bolsas de medio kilo. Recuerdo esperar con un taza de cacao con leche humeante entre las manos y las piernas colgando al borde de la silla a que mi abuela abriese la panera y sacase, del mismo lugar donde escond¨ªa las hogazas gigantes que rebanaba con destreza, los pastelitos marrones cuyo pez¨®n mojaba en la leche y mord¨ªa cerrando los ojos. Abel aprendi¨® el oficio de su padre, que a su vez lo hab¨ªa aprendido del suyo y todos ellos juntos suman tres vidas enteras de madrugones imposibles para abastecer de pan gente humilde que no exig¨ªa m¨¢s que una miga esponjosa.
El pastelero del Ritz se llama Fran?ois Perret y es una aut¨¦ntica estrella en Francia, donde la reposter¨ªa es el octavo arte. Y hablamos del pa¨ªs que invent¨® la Nouvelle Vague y del hotel donde se fund¨® la hosteler¨ªa moderna. Perret aprendi¨® en grandes templos parisinos: el Meurice, el George V, el hotel Lancaster o el Shangri-La Paris. En 2015 se incorpor¨® al Ritz Paris para firmar el men¨² de dulces de todo el hotel pero en particular el t¨¦ franc¨¦s que ofrecen en el Sal¨®n Proust, donde todos los pasteles est¨¢n inspirados en sabores de su propia infancia: el cigarrillo ruso, el osito de malvavisco o la barqueta de avellanas a ¨¦l le hacen viajar hacia un lugar concreto de su pasado en el que fue feliz comiendo a dos carrillos. De paso, viajan los dem¨¢s. Y sin embargo en su comptoir parece haber viajado en realidad a la infancia de los espa?oles: su producto estrella el pasado San Valent¨ªn era una magdalena cubierta de un chocolate rosa a juego con todo el local. Al morderla, un breve crujido anticipaba una litosfera de bizcocho borracho, un n¨²cleo externo de crema y uno interno de mermelada de frambuesa. Al estallar en la boca era una versi¨®n inauditamente refinada de ese pastelito llamado Pantera Rosa que a tantas generaciones transporta al patio de un colegio. Como si Par¨ªs de pronto estuviese en Flores del Sil.
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