¡°Robin Williams se ha tomado unas copas y va a darte una paliza¡±: aquel ¡®Popeye¡¯ que el mundo olvid¨®

A Robert Altman (1925-2006) le mortificaba que se dijese que su Popeye, estrenado en 1980, hab¨ªa sido uno de los grandes fracasos del nuevo Hollywood, una de aquellas pel¨ªculas termita (es decir, corrosivas, contraculturales y rebeldes, seg¨²n la expresi¨®n acu?ada por el cr¨ªtico Manny Farber) que se devoraron a s¨ª mismas en el intento de convertirse en elefantes, como ocurri¨® con New York, New York, (Martin Scorsese, 1977) Corazonada (Francis Ford Coppola, 1982) o La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980)

El cineasta de Kansas insisti¨® en lo obvio hasta el ¨²ltimo d¨ªa: aquella cinta denostada, aborrecida incluso por sus protagonistas y por el pu?ado de altos directivos de Paramount y Walt Disney Productions que la hicieron posible, acab¨® recaudando una cantidad cercana a los 60 millones de d¨®lares. Bastante menos que El imperio contraataca y Kramer contra Kramer, pero m¨¢s, en cualquier caso, que compa?eras de promoci¨®n como El resplandor, Brubaker, Viernes 13, Flash Gordon, American Gigolo o Toro salvaje.

Nashville, la comedia dram¨¢tica sobre la escena country estadounidense a la que Altman debe una parte sustancial de su prestigio, obtuvo en su momento (1975) unos comparativamente escu¨¢lidos 10 millones de d¨®lares, y a cl¨¢sicos inmarcesibles de su filmograf¨ªa como Los vividores, Tres mujeres, El largo adi¨®s o Ladrones como nosotros les fue bastante peor.

?D¨®nde est¨¢ el fracaso? Tampoco resulta del todo cierto que la cr¨ªtica se cebase con ella en su d¨ªa. A Roger Ebert, sin ir m¨¢s lejos, le pareci¨® una muy digna traducci¨®n a imagen real del aire an¨¢rquico y festivo de los cartoon de Max Fleischer en que se inspiraba, y tambi¨¦n analistas del prestigio de Gene Siskel, Richard Combs y Gary Arnold la trataron con respeto o, al menos, indulgencia c¨®mplice.

El peso de las expectativas

Pese a todo, Popeye ocupa uno de los cap¨ªtulos centrales de esa desopilante cr¨®nica de la infamia cinematogr¨¢fica que es Fiasco: A History of Hollywood¡¯s Iconic Flops (Fiasco: una historia de los fracasos m¨¢s ic¨®nicos de Hollywood), de James Robert Parish. En opini¨®n de Parish, cumple con todos los requisitos para que se le adjudique la condici¨®n de fracaso ic¨®nico, a la altura de Cleopatra, Cotton Club o Waterworld: presupuesto desmesurado, rodaje ca¨®tico y resultados muy por debajo de las expectativas tanto en lo art¨ªstico como en lo comercial. Se esperaba de ella que fuese un Superman, un taquillazo de los que elevan el list¨®n de la opulencia, y qued¨® en tierra de nadie, como un negocio rentable, pero de reputaci¨®n equ¨ªvoca.

Ahora que Variety acaba de confirmar que se est¨¢ gestando una nueva adaptaci¨®n de las aventuras del marino tuerto devorador de espinacas, con Dwayne Jonhson en el papel principal y uno de los guionistas de Los Soprano enrolado en la operaci¨®n, vale la pena recordar la extra?a aventura en que se embarc¨® Altman, de la mano del c¨¦lebre productor Robert Evans, en la recta final de la d¨¦cada de 1970.

De aquella ordal¨ªa creativa ha quedado un residuo s¨®lido que a¨²n hoy puede visitarse. Se trata del Sweethaven de Anchor Bay, en la costa noroccidental de la isla de Malta, muy cerca de la pintoresca villa de Mellieha. En la bah¨ªa del ancla maltesa se practica el esn¨®rquel y se pescan pulpos, sardinas, besugos, salmonetes y peces espada. Un destartalado muelle de hormig¨®n a pies de un formidable acantilado da acceso a una cueva subterr¨¢nea y a los restos del naufragio de una peque?a embarcaci¨®n, apenas una chalupa sepultada bajo las aguas color turquesa. Todo eso tiene su encanto, pero la mayor¨ªa de los que se acercan a este rinc¨®n del Mediterr¨¢neo lo hacen atra¨ªdos por Sweethaven, el poblado de Popeye, hoy transformado en parque tem¨¢tico a mayor gloria del m¨¢s desconcertante y at¨ªpico de los blockbusters.

Las tribulaciones de un adicto a la verdura

Altman y su equipo de producci¨®n acudieron al lugar en primavera de 1979 para construir una reproducci¨®n exacta del poblado pesquero en que se desarrollaban las aventuras del c¨¦lebre marino. Los lugare?os m¨¢s veteranos recuerdan a¨²n al director de Hollywood recorriendo, cigarro en ristre, las escarpadas laderas mientras el Sweethaven de ficci¨®n empezaba a fraguarse en su cerebro.

Una cuadrilla de 165 trabajadores dedic¨® cuatro meses y varios millones de d¨®lares a erigir un conjunto de 19 edificios de madera con vistosas fachadas y tejado n¨®rdico a dos aguas. Con le?os y plafones importados de los Pa¨ªses Bajos y decenas de miles de tejas reci¨¦n tra¨ªdas de Canad¨¢, m¨¢s ocho toneladas de clavos y alrededor de 8.000 litros de pintura, acabaron creando un entorno fiel tanto a las tiras c¨®micas de Elzie Segar (creador de Popeye) como a los cartoon de Fleischer. Ah¨ª estaban la caba?a de Popeye, el hogar en que la sufrida Olivia criaba al hu¨¦rfano Cocoliso, el chamizo del dentista, la cueva del peluquero o el antro al que el villano de la funci¨®n, Brutus, acud¨ªa a alcoholizarse tras sus extenuantes jornadas en alta mar.

Para Altman, esa recreaci¨®n escrupulosa del h¨¢bitat de Popeye constitu¨ªa el coraz¨®n de la pel¨ªcula. Tanto ¨¦l como su guionista principal, Jules Feiffer, hab¨ªan crecido con la tira c¨®mica del The New York Evening Journal y con los cortometrajes de animaci¨®n. Coincid¨ªan en que Popeye, con su misantrop¨ªa amoral, su dieta vegana y su lenguaje vagamente articulado, era un h¨¦roe con el que no resultaba f¨¢cil empatizar. Pero les fascinaba el ecosistema humano en que estaba inmerso. Esa fauna delirante de hu¨¦rfanos desnutridos, brujas del mar, solteronas imp¨¢vidas, abuelas hura?as que fumaban en pipa, marinos pendencieros y s¨¢dicos, devoradores de hamburguesas, oseznos de peluche con propiedades m¨¢gicas y gallinas con superpoderes. Todos conviviendo en desconcertante promiscuidad en un delicioso enclave portuario rescatado de la Gran Depresi¨®n.

Materializar ese espacio quim¨¦rico, suspendido en el tiempo, e insuflarle nueva vida era la principal ambici¨®n de Altman y Feiffer. De ah¨ª su satisfacci¨®n cuando se instalaron, ya en enero de 1980, en el Sweethaven acabado de construir para comprobar que se trataba, en opini¨®n de Altman, del mejor set de rodaje al aire libre que hab¨ªa visto en sus 25 a?os de carrera en Hollywood.

El comediante en su laberinto

Para Robin Williams, en cambio, aquello era ¡°un penal de San Quint¨ªn atiborrado de Valium¡±, y muy pronto se convertir¨ªa en ¡°el campo de concentraci¨®n de Altman¡±. Williams acababa de cumplir 28 a?os y carec¨ªa de experiencia previa en el cine. Se hab¨ªa dado a conocer en clubs de comedia del ¨¢rea de San Francisco como el Holy City Zoo y hab¨ªa debutado en televisi¨®n como uno de los secundarios del show de Richard Pryor en la NBC. Su consagraci¨®n como improvisador notable con un peculiar don para la comedia f¨ªsica llegar¨ªa con el papel del alien¨ªgena Mork en la serie Mork & Mindy, spin off del ¨¦xito de la ABC Happy Days.

A Robert Altman le fascin¨® la capacidad de Williams para inyectar la dosis exacta de extravagancia, delirio y ternura a un personaje ni siquiera humano y quiso convertirlo en su Popeye, oponi¨¦ndose al criterio de Robert Evans, que quer¨ªa asignar el papel a un int¨¦rprete de la nueva generaci¨®n ya consagrado, alguien como Dustin Hoffman. Altman le asegur¨® que Hoffman era demasiado popular para resultar cre¨ªble en la piel de Popeye. Williams era la opci¨®n id¨®nea. Adem¨¢s, aquello iba a poder venderse como el lanzamiento de la carrera cinematogr¨¢fica de una incipiente estrella de la televisi¨®n.

Evans dio su brazo a torcer, satisfecho, por lo dem¨¢s, con un reparto en el que abundaban nombres de cierto peso, como Shelley Duvall, Paul L. Smith, Ray Walston o Paul Dooley. Altman, adem¨¢s, ten¨ªa claro que la pel¨ªcula iba a ser una comedia musical rutilante y loca, con notable protagonismo de las voces de Jack Mercer y John Wallace, y que el peso de la funci¨®n recaer¨ªa sobre todo en los espl¨¦ndidos escenarios, el original guion y la puesta en escena. Eso era lo sustancial. El protagonista resultaba secundario. O tal vez no.

Duelo de titanes

Con lo que no contaba es con el exceso de celo de Williams, tan ilusionado con la oportunidad que se le presentaba que dedic¨® los cuatro meses previos al rodaje a empaparse de Popeye. El joven actor lleg¨® a Malta cargado de ideas relacionadas con la composici¨®n del personaje que resultaron incompatibles con las de Altman. En especial, quer¨ªa improvisar, dejarse poseer por el frenes¨ª dionis¨ªaco del devorador de verduras y ver hasta d¨®nde le llevaba.

Esa idea rom¨¢ntica del trance actoral contrastaba con la del director, que quer¨ªa una interpretaci¨®n mucho m¨¢s pautada, fiel en esencia al Popeye de los cortometrajes de Fleischer. Altman exigi¨® a Williams que se dejase guiar por aquellas viejas pel¨ªculas y, ante la duda, se ci?ese al guion previsto. El inesperado pulso con su int¨¦rprete principal acab¨® extenuando al cineasta.

El tercer d¨ªa de rodaje, perdi¨® los nervios en una escena inocua que William insist¨ªa en interpretar a su manera, entrando en trance, dej¨¢ndose imbuir por el esp¨ªritu de Popeye, y amenaz¨® con parar el rodaje y mandar al impertinente actor ¡°de vuelta a San Francisco con una patada en el culo¡±. A esas alturas, Williams empezaba ya a quejarse de las mal calibradas pr¨®tesis en sus b¨ªceps que acabar¨ªan cre¨¢ndole problemas circulatorios. M¨¢s a¨²n, acababa de descubrir que Altman, un tipo bastante razonable en circunstancias normales, pod¨ªa convertirse en un d¨¦spota proclive a la crueldad mental cuando le llevaban la contraria.

El incidente que da una idea m¨¢s precisa del clima irrespirable que lastr¨® el rodaje tuvo como protagonista involuntario a Jules Feiffer, al que Altman hab¨ªa pedido que se quedase unos d¨ªas en Malta por si resultaba necesario introducir en el guion alg¨²n que otro ajuste sobre la marcha. Una noche, Feiffer recibi¨® una llamada intempestiva de uno de los asistentes de producci¨®n: ¡°Jules, ser¨¢ mejor que te vayas. Robin se ha tomado un par de copas y acaba de decirme que va camino de tu camerino para pegarte una paliza. Est¨¢ convencido de que te has acostado con Valerie, su esposa¡±.

El somnoliento Feiffer no daba cr¨¦dito a lo que estaba oyendo. Apenas hab¨ªa intercambiado un par de frases con la tal Valerie, y la idea de que Robin, un tipo extra?o, pero cordial y m¨¢s bien melifluo, pretendiese pegarle una paliza le resultaba m¨¢s bien rid¨ªcula. As¨ª que se incorpor¨®, sali¨® en pijama y bat¨ªn a las calles de Sweethaven y fue al encuentro del suspicaz actor, que avanzaba hacia ¨¦l con extra?a parsimonia: ¡°?Qu¨¦ demonios te pasa, Robin?¡±, le dijo en tono conciliador. Y el actor, de manera inesperada, le abraz¨® con toda la tensi¨®n acumulada de varias semanas de infernal rodaje: ¡°All¨ª, de pie, a altas horas de la madrugada, nos juramos amor eterno¡±, recordaba Feiffer en Robin, la biograf¨ªa del actor escrita por Dave Itzkoff, ¡°y yo me di cuenta de lo frustrante que aquella experiencia estaba resultando para ¨¦l. La oportunidad de su vida, convertida en un infierno emocional que estaba intentando gestionar lo mejor que pod¨ªa¡±.

Te va a caer la del pulpo

Los relatos de Altman, Feiffer y Williams coinciden en un punto crucial: las siete semanas que pasaron en Malta fueron una aut¨¦ntica pesadilla. Altman comprob¨® muy pronto que gastarse cerca de la mitad de los recursos disponibles en una recreaci¨®n minuciosa de Sweethaven no hab¨ªa sido la m¨¢s inteligente de las decisiones. Sencillamente, le falt¨® tiempo y dinero para rodar la pel¨ªcula que hab¨ªa planeado. Ten¨ªa entre manos un decorado magn¨ªfico, un universo de ficci¨®n prometedor y una serie de escenas disfuncionales, varios grados por debajo del punto de cocci¨®n ¨®ptimo.

Las lluvias torrenciales del final del invierno en el archipi¨¦lago forzaron una recta final de alta exigencia, con el cineasta encerrado en su caravana, tratando de darle algo de coherencia retrospectiva al material filmado prescindiendo del pu?ado de escenas que ya no iba a poder filmar. Una de ellas, la del combate entre Popeye y el pulpo gigante, que iba a ser el asombroso colof¨®n de una pel¨ªcula pensada para encandilar las retinas de los espectadores, fue resuelta con una falta de pericia, de mimo y de criterio que hoy resulta asombrosa.

A aquellas alturas, los encargados de los efectos especiales acaban de cobrar su ¨²ltimo sueldo y estaban ya de vuelta en Hollywood. Eso se tradujo en un par de planos pat¨¦ticos de la Olivia de Shelley Duvall metida en una piscina pidiendo auxilio ante el acoso inm¨®vil de un vergonzante pulpo de escayola, en lo que Robin Williams describ¨ªa como ¡°una escena digna del peor Ed Wood¡±. Tras perpetrar semejante desafuero, Altman estaba de un humor de perros, y lo pag¨® tanto con el equipo de producci¨®n como con Duvall y con un Williams que, a esas alturas, se hab¨ªa convertido ya en su saco de boxeo preferido. Incluso un Robert Evans atiborrado de coca¨ªna percibi¨® claramente que el rodaje se estaba cerrando en falso, que la pel¨ªcula no ten¨ªa un desenlace digno de tal nombre.

Pero Altman, harto de contrariedades y disputas, cada vez m¨¢s decidido a subirse en el primer avi¨®n que le llevase de vuelta a casa, le asegur¨® que aquellos ¨²ltimos flecos podr¨ªan resolverse con un par de d¨ªas adicionales de rodaje, ya en Hollywood y con algo m¨¢s de calma. Nunca se hizo. Tras el periplo malt¨¦s, Altman intent¨® rescatar la pel¨ªcula en la mesa de montaje para acabar concluyendo que una cierta dosis de incoherencia narrativa (e incluso de excentricidad chapucera) contribuir¨ªa tal vez a su car¨¢cter de blockbuster de autor con esp¨ªritu de vanguardia.

Visto hoy, el Popeye de Altman viene a ser, junto a La puerta del cielo, la m¨¢s clara ilustraci¨®n de la deriva decadente del nuevo Hollywood. Las pel¨ªculas termita se atiborraron de anabolizantes y quisieron competir con taquillazos del calibre de Superman y Star Wars sin por ello renunciar a la ambici¨®n art¨ªstica, la grandilocuencia y la desmesura.

Altman dar¨ªa en el clavo a?os despu¨¦s, al asumir que su pel¨ªcula hab¨ªa gustado sobre todo ¡°a ni?os y ancianos¡±, tal vez su p¨²blico natural, pero no al perfil demogr¨¢fico del que acabar¨ªa dependiendo la supervivencia del cine en los a?os ochenta: los adolescentes. Pese a todo, los 60 millones de d¨®lares recaudados sirvieron para que su director se reafirmase en una convicci¨®n que le acompa?ar¨ªa hasta el final de su carrera: el ¨¦xito es tan trivial que los buenos cineastas pueden crear un taquillazo sin ni siquiera pretenderlo.

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