Pulmon¨ªas letales, cubiertos a 10.000 d¨®lares y Sinatra en el escenario: luces y sombras de las investiduras m¨¢s recordadas de EE.UU
El 20 de enero, Joe Biden ser¨¢ investido presidente y su equipo de seguridad vela por preservar la integridad de su toma de posesi¨®n ante el posible boicot de los partidarios extremistas de Trump. Repasamos las an¨¦cdotas que este ritual democr¨¢tico ha dejado para la posteridad
?La m¨¢s f¨²nebre y calamitosa investidura presidencial de la historia de Estados Unidos? Esta es f¨¢cil. Sin duda, la de William Henry Harrison, el 4 de marzo de 1841. Meses antes, Harrison, nacido en Virginia y antiguo h¨¦roe de guerra, l¨ªder del hoy extinto partido Whig, hab¨ªa derrotado de manera holgada al dem¨®crata Martin Van Buren. El d¨ªa de su toma de posesi¨®n, una g¨¦lida ventisca se desat¨® sobre la ciudad de Washington. Sus asesores le recomendaron que, dadas las circunstancias, cancelase la mayor¨ªa de actividades previstas y se conformase con una ceremonia de perfil bajo.
Harrison, terco como una mula, plet¨®rico de energ¨ªa y salud pese a sus 68 a?os, hizo o¨ªdos sordos a las recomendaciones de sus agoreros de guardia. Las bajas temperaturas no iban a privarle de su momento de gloria. Se puso sus guantes de piel de castor y su mejor bufanda y recorri¨® las calles de la capital federal en un carricoche descubierto. Al llegar a la colina del Capitolio, se subi¨® al estrado al are libre y pronunci¨® el discurso de investidura m¨¢s largo de que se tiene constancia: dos horas de duraci¨®n y un total 8.455 palabras dedicadas a glosar el perfecto estado de salud de la Uni¨®n y sus ¨®ptimas perspectivas de futuro. Y eso que su buen amigo, el legislador y acad¨¦mico Daniel Webster, recomend¨® al presidente que suprimiese del borrador p¨¢ginas enteras apelando a su sentido com¨²n: ¡°Will, hace mucho fr¨ªo, y esa gente ha venido aqu¨ª a verte y a darte la bienvenida a Washington, no a escucharte¡±.
El caso es que, como tantos otros pol¨ªticos enamorados del sonido de su propia voz, Harrison se dej¨® llevar por la incontinencia oratoria y someti¨® a la muchedumbre aterida de fr¨ªo a una perorata digna de Fidel Castro. A continuaci¨®n, sigui¨® recorriendo la ciudad durante horas dispuesto a darse un intempestivo ba?o de multitudes. Entrada la noche, acudi¨® en compa?¨ªa de la viuda de su hijo a tres de los bailes que se daban en su honor. Volvi¨® a casa de madrugada, euf¨®rico pero exhausto, tiritando de fr¨ªo.
El organismo del veterano pol¨ªtico no resisti¨® semejante prueba. Muy pocos d¨ªas despu¨¦s, Harrison contrajo lo que parec¨ªa ser un simple catarro. Aquello deriv¨® en una violenta pulmon¨ªa (algunos historiadores consideran que pudo tratarse tal vez de una fiebre tifoidea) que le llev¨® a la tumba el 4 de abril de ese a?o, 31 d¨ªas despu¨¦s de ser investido. A¨²n hoy, Harrison es considerado por los expertos uno de los peores presidentes de la historia de su naci¨®n, juicio un tanto cruel si tenemos en cuenta que apenas pudo ejercer su cargo. Muri¨® con las botas puestas y, en cierto sentido, ni siquiera sobrevivi¨® a su toma de posesi¨®n.
Una historia de violencia
El mi¨¦rcoles 20 de enero, salvo sorpresa o cat¨¢strofe, Joe Biden ser¨¢ investido presidente de los Estados Unidos. La jornada se prev¨¦ fr¨ªa, pero no parece que las bajas temperaturas vayan a ser el principal obst¨¢culo para que su toma de posesi¨®n transcurra sin sobresaltos. A Biden y su equipo les preocupa m¨¢s bien la amenaza que podr¨ªan suponer los partidarios m¨¢s extremistas del a¨²n presidente, Donald Trump. Por ello han incrementado las medidas de seguridad y cancelado el previsto viaje en tren a Washington DC desde Wilmington, la ciudad del estado de Delaware en que reside el presidente electo. Toda precauci¨®n es poca cuando se trata de preservar la integridad de un ritual democr¨¢tico con algo m¨¢s de dos siglos de antig¨¹edad y que ha dejado todo tipo de an¨¦cdotas para el recuerdo.
Abraham Lincoln, sin ir m¨¢s lejos, se encontr¨® en 1861 con un escenario parecido al que afronta ahora Biden. Tras unas elecciones extraordinariamente re?idas, marcadas por la promesa de Lincoln de abolir la esclavitud, su investidura, el 4 de marzo de ese a?o, estuvo a punto de sufrir el violento boicot de los Plug Uglies, una banda de delincuentes nativistas que simpatizaba con los propietarios de esclavos del Sur y pensaba asaltar el tren presidencial a su paso por la estaci¨®n de Baltimore. Alertados justo a tiempo por la milicia del estado de Maryland, los encargados de custodiar a Lincoln eligieron una ruta alternativa que les permiti¨® llegar a su destino sin incidentes. Ya en la capital, escoltado por la Guardia Nacional y protegido por francotiradores en los tejados circundantes, el presidente pronunci¨® un discurso conciliador (¡°No somos enemigos, sino amigos. No tenemos por qu¨¦ ser enemigos¡±) que no sirvi¨® de nada: cinco semanas despu¨¦s estallaba la Guerra de Secesi¨®n estadounidense, el peor conflicto armado que ha sufrido el pa¨ªs en su territorio.
16 a?os y cuatro ciclos electorales m¨¢s tarde, en 1877, otro presidente republicano, Rutheford B. Hayes, inici¨® su mandato con otra jornada incierta y convulsa. En aquella ocasi¨®n, el recuento electoral no finaliz¨® hasta dos d¨ªas antes de la investidura. El resultado de las elecciones, celebradas cuatro meses antes, hab¨ªa sido impugnado por el candidato perdedor, el dem¨®crata Samuel Tilden. Los estados de Florida, Luisiana, Carolina del Sur y Oreg¨®n se hab¨ªan decidido por unos pocos miles de votos y el segundo recuento exigido por los dem¨®cratas se eterniz¨® hasta el punto de crear una crisis institucional sin precedentes.
Hayes lleg¨® a Washington ese 4 de marzo reci¨¦n confirmado en su cargo, pero confrontado a rumores inquietantes, como la supuesta marcha sobre la capital de un ej¨¦rcito rebelde de mil veteranos de la Confederaci¨®n a los que lideraba un general sedicioso. Al final, un formidable despliegue militar y la caballerosa actitud de Tilden, que se uni¨® al cortejo presidencial e incluso pronunci¨® unas palabras reconociendo su derrota, consiguieron que la investidura se llevase a cabo sin apenas violencia, pero la mayor¨ªa de actos festivos previstos acabaron siendo cancelados para evitar incidentes.
Un juramento, un desfile y un discurso
El primer presidente estadounidense, George Washington, no pod¨ªa prever nada de esto cuando fue investido en el Federal Hall de Nueva York el 4 de marzo de 1789. Su toma de posesi¨®n fue un acto sencillo y en gran medida improvisado pero que, de alguna manera, marc¨® la pauta de las 66 investiduras que vendr¨ªan a continuaci¨®n: un corto paseo a pie en compa?¨ªa de sus colaboradores y partidarios al lugar en que se iba a desarrollar la ceremonia, un juramento y un breve discurso lleno de obviedades y buenos deseos.
Por supuesto, la ceremonia se ha ido transformando e incorporando innovaciones en los 232 a?os transcurridos desde el nacimiento de la rep¨²blica estadounidense. En 1841, John Tyler, sucesor del difunto Harrison, fue el primer vicepresidente en acceder al cargo con la legislatura ya en marcha. Lo hizo en una ceremonia discreta y privada, ya que las cuatro semanas de luto oficial decretadas tras la muerte de Harrison hicieron que no se considerase apropiado programar ning¨²n tipo de celebraci¨®n ni acto protocolario de cara al p¨²blico. En 1845, James Polk inaugur¨® la costumbre de concentrar a la multitud en el p¨®rtico Este del Capitolio y, a continuaci¨®n, tambi¨¦n de manera novedosa, pronunci¨® un discurso en absoluto banal abordando sin tapujos la gran pol¨¦mica del momento: las ventajas e inconvenientes de que la Rep¨²blica de Texas se incorporase a la Uni¨®n. La prensa opositora no se tom¨® del todo bien este alarde de originalidad sin precedentes: le critic¨® por haber aprovechado un momento solemne y de concordia nacional para plantear una cuesti¨®n controvertida.
En a?os posteriores, los citados Lincoln y Hayes tuvieron que atrincherarse, tensionando por vez primeras las investiduras que, hasta entonces, hab¨ªan sido jornadas festivas. En 1896, Grover Cleveland invit¨® a su predecesor, Benjamin Harrison (nieto del Harrison fallecido en 1841), a compartir con ¨¦l su carruaje mientras paseaba por las calles de Washington, escenificando as¨ª la necesaria cortes¨ªa institucional en el traspaso de poderes. La imagen de dos hombres de mediana edad luciendo sombreros de copa y departiendo amigablemente mientras les jaleaba una multitud con banderas se convirti¨® en s¨ªmbolo de la reconciliaci¨®n entre las dos Am¨¦ricas tras los a?os de inestabilidad que siguieron a la guerra civil.
La gran fiesta de la democracia
En 1901, un pol¨ªtico muy popular, Theodore Roosevelt, fue investido presidente por la v¨ªa r¨¢pida, sin alardes ni ceremonia, tras el asesinato de su predecesor, William McKinley. Cuatro a?os m¨¢s tarde, tras ser reelegido, Roosevelt se desquitar¨ªa de ese estreno un tanto ins¨ªpido con una ceremonia fastuosa y un despliegue abrumador de militares con uniforme de gala. La librer¨ªa del Congreso conserva alrededor de dos minutos de filmaci¨®n de ese desfile en el que participaron, seg¨²n contaba a la prensa el propio presidente, ¡°cowboys, indios (empezando por el jefe apache Ger¨®nimo), representantes de los sindicatos mineros, buscadores de oro, reclutas y estudiantes¡±.
En contraste, la toma de posesi¨®n de William Howard Taft, en 1909, volvi¨® a ser un evento rutinario y de perfil bajo. Una tempestad de nieve vaci¨® las calles de Washington y el poco carism¨¢tico Taft se vio obligado a pronunciar su discurso bajo techo, algo que ocurr¨ªa por primera vez en tres cuartos de siglo. Tal vez se ahorr¨® as¨ª inoportunos catarros como el sufrido en su d¨ªa por el desventurado Harrison. En la siguiente investidura, en marzo de 1913, accedi¨® al poder un intelectual sobrio y circunspecto, Woodrow Wilson. Hijo de un pastor presbiteriano, Wilson fue el primero en cancelar el baile inaugural, que se ven¨ªa celebrando de manera ininterrumpida desde 1853, porque le parec¨ªa incompatible con el rigor y la solemnidad de un acto como el traspaso oficial de poderes en una sociedad democr¨¢tica.
El discurso de investidura m¨¢s breve lo pronunci¨® otro fundamentalista de la sobriedad, el republicano Calvin Coolidge, sucesor en 1923 del fallecido Warren Harding, que sufri¨® un infarto en su segundo a?o de mandato. Coolidge era hombre de pocas palabras, apodado por la prensa ¡°Cal el silencioso¡± por sus discursos telegr¨¢ficos y llenos de pausas inc¨®modos. En cierta ocasi¨®n, durante una cena de gala, una dama de la alta sociedad neoyorquina que se estaba esforzando por darle conversaci¨®n acab¨® dici¨¦ndole: ¡°Pero cu¨¦nteme algo, se?or presidente, porque acabo de apostar con mi marido que voy a ser capaz de sacarle a usted al menos cuatro palabras¡±. La respuesta de Coolidge fue: ¡°Ha perdido, se?ora¡±.
De los idus de marzo al ritual de enero
Tras la Gran Depresi¨®n, Franklin D. Roosevelt introdujo la crucial vig¨¦sima enmienda, un cambio en la constituci¨®n que trasladaba la ceremonia de investidura del 4 de marzo (aniversario del acceso al poder de George Washington) al 20 de enero. Roosevelt argument¨® que se trataba de acelerar en la medida de lo posible el relevo, evitando la par¨¢lisis legislativa que se produjo entre noviembre de 1932 y marzo de 1933, cuando el presidente interino, Herbert Hoover, se neg¨® a colaborar con la administraci¨®n que iba a sucederle retrasando as¨ª las primeras medidas del ambicioso plan de reactivaci¨®n econ¨®mica que meses despu¨¦s ser¨ªa bautizado como New Deal. Este a?o, el analista pol¨ªtico Ian Millhiser ha publicado en la revista Vox un art¨ªculo en que se argumenta que la reforma de Roosevelt se qued¨® corta y que el relevo presidencial deber¨ªa realizarse mucho antes, en torno al 20 de noviembre, unas tres semanas despu¨¦s de las elecciones: ¡°?Qu¨¦ consejo de administraci¨®n permitir¨ªa al director de una gran empresa permanecer en su cargo casi tres meses despu¨¦s de ser cesado?¡±, se preguntaba Millhiser.
Al innovador Roosevelt se le atribuye tambi¨¦n la tradici¨®n de acudir a misa en alguna de las iglesias de Washington poco antes de iniciar la ruta que lleva al cortejo presidencial a la colina del Capitolio. Lo hizo en 1941 y es costumbre desde entonces, una de las principales concesiones espirituales en una ceremonia de esp¨ªritu laico.
Cuatro a?os m¨¢s tarde, en 1945, FDR insisti¨® en que la toma de posesi¨®n, desfile al p¨®rtico Este incluido, se liquidase en apenas 15 minutos. El pa¨ªs estaba a¨²n inmerso en la Segunda Guerra Mundial y no era momento de celebraciones. Roosevelt fallecer¨ªa tres meses despu¨¦s, el 12 de abril del 45, dando paso a Harry Truman en una de las nueve investiduras sobrevenidas (y, por tanto, no festivas) que se han dado en la historia.
Cenas de gala, orquestas sinf¨®nicas y poemas
La irrupci¨®n del m¨¢s rotundo glamur aristocr¨¢tico se produjo en 1961, con la investidura de John Fitzgerald Kennedy, 24 horas de celebraci¨®n por tierra mar y aire que dejaron el list¨®n muy alto de cara a investiduras posteriores. Frank Sinatra fue el anfitri¨®n de la cena de gala previa, la noche del 19 de enero, un evento en que se llegaron a pagar 10.000 d¨®lares por cubierto para alcanzar una recaudaci¨®n total cercana a los dos millones de d¨®lares (unos 15 millones de euros al cambio actual). Al d¨ªa siguiente, frente a un p¨®rtico abarrotado, Marian Anderson cant¨® el himno estadounidense y un tema de Leonard Bernstein. El poeta Robert Frost, a sus 86 a?os, recit¨® de memoria su poema The Girl Outright en lugar de la oda que acababa de dedicar al nuevo presidente y que a ¨²ltima hora decidi¨® no leerle.
Dos a?os y medio m¨¢s tarde, el 22 de noviembre de 1963, se produjo el reverso amargo de esa jornada de esperanza y exaltaci¨®n democr¨¢tica: Lyndon B. Johnson jur¨® su cargo a bordo del Air Force One en presencia de Jacqueline Kennedy pocas horas despu¨¦s de que el marido de esta, JFK, fuese asesinado en Dallas. Tras ese violento anti-cl¨ªmax que dio carpetazo a la ¨²ltima gran edad de la inocencia en la pol¨ªtica norteamericana, se han sucedido ceremonias con tan poco lustre como la segunda investidura de Johnson o las dos de Richard Nixon, el c¨¦lebre apret¨®n de manos sobre el estrado con que Gerald Ford dio paso a Jimmy Carter en 1976 o el despliegue de fuegos artificiales con que Ronald Reagan consigui¨® darle algo de relieve, en 1985, a la en¨¦sima ceremonia boicoteada por una ola de fr¨ªo.
Bill Clinton congreg¨® a una aut¨¦ntica multitud y pronunci¨® un discurso en¨¦rgico y memorable en 1993 (¡°Am¨¦rica no tiene ning¨²n defecto que no puedan curar sus inmensas virtudes¡±). Los Clinton y los Bush escenificaron en 2001 una reconciliaci¨®n mod¨¦lica tras unas elecciones, las de noviembre de 2000, que Al Gore perdi¨® en beneficio de George W. Bush en los tribunales, el a?o de la pol¨¦mica paralizaci¨®n del segundo recuento en el estado de Florida. Y Obama atrajo en 2009 a una concurrencia sin precedentes, entre 1,5 y 2 millones de personas por las calles de Washington. La suya fue una semana inaugural de una intensidad desconocida, que incluy¨® hasta diez fiestas oficiales, el paseo a pie fuera de protocolo de la pareja presidencial por la Avenida de Pensilvania, las actuaciones de Aretha Franklin y la orquesta de John Williams o el poema recitado por Elizabeth Alexander.
Ocho a?os m¨¢s tarde, el 20 de enero de 2017, en la ¨²ltima (e infame) an¨¦cdota que han dado de s¨ª las investiduras estadounidenses, Donald Trump asegur¨® contra toda evidencia haber batido con su propia ceremonia el r¨¦cord de asistentes de la de Obama. El portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, defendi¨® al d¨ªa siguiente la tesis presidencial citando supuestas cifras del departamento de tr¨¢fico de Washington DC que la instituci¨®n mencionada se apresur¨® a desmentir. La consejera presidencial, Kellyanne Conway, quiso precisar que Spicer se hab¨ªa basado en ¡°datos alternativos¡±. Como suele decirse, aquellas lluvias trajeron estos lodos.
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