Aislados pero no tanto. Nuestras casas no son calabozos
Un tercio de la humanidad vive en estos d¨ªas confinado, pero conectado en la lucha contra el coronavirus. Esta es la gran paradoja: la unidad de los pueblos se est¨¢ expresando mediante la separaci¨®n
Sobrecogedor es uno de esos adjetivos vac¨ªos y gastados por el uso que solo recuperan su fuerza escalofriante cuando se aplican a lugares muy escogidos, como la Garita de Herbeira. Levantada sobre los acantilados m¨¢s altos de Europa, en la sierra de la A Capelada, al norte de A Coru?a, es la ruina de lo que fue un puesto de vigilancia erigido en 1805 para observar si la flota de Nelson se acercaba a la Pen¨ªnsula. Es una casa de piedra de no m¨¢s de 20 metros cuadrados a una buena caminata del sitio habitado m¨¢s pr¨®ximo y expuesta a los vientos m¨¢s furiosos del Atl¨¢ntico. Ignoro cu¨¢ntos vig¨ªas la habitaban ni cada cu¨¢nto los relevaban, pero un par de noches de invierno (o de verano, que all¨ª nunca lo es del todo) deber¨ªan de bastar para doblar al m¨¢s firme, incluso si era un hombret¨®n esc¨¦ptico que no cre¨ªa en meigas, algo improbable, teniendo a la vuelta del acantilado al mism¨ªsimo San Andr¨¦s de Teixido.
He pensado mucho en los vig¨ªas de Herbeira, mucho m¨¢s que en cualquier otro prisionero o en cualquier otro personaje de una guerra. Encerrados en nuestras casas, nos sentimos soldados que se concentran mucho en la l¨ªnea del horizonte para avistar a tiempo un velamen enemigo. Si los vig¨ªas de Herbeira meditaban un poco sobre su puerca suerte, sin duda se consolaban sabi¨¦ndose imprescindibles en la lucha: sin ellos, los ingleses arrasar¨ªan la costa a placer. Tambi¨¦n nosotros, intoxicados de met¨¢foras b¨¦licas, nos consolamos pensando que somos ¨²tiles en el encierro: si sali¨¦ramos a la calle, el coronavirus arrasar¨ªa todo a placer.
La analog¨ªa no se puede forzar m¨¢s. Nosotros no somos soldados y es muy dif¨ªcil condimentar con ¨¦pica de sacrificio el hecho m¨¢s banal e ¨ªntimo de todos: quedarse en casa. Por m¨¢s que nos arenguemos desde los balcones, por m¨¢s que resistamos y por m¨¢s que aplaudamos, no hay forma de sortear la paradoja: nunca antes la solidaridad y la unidad de un pueblo se hab¨ªan expresado mediante la separaci¨®n y el encierro.
Hasta los vecinos de las ciudades sitiadas pueden hacer masa en la plaza y exaltarse en esa anulaci¨®n gozosa del individuo que Elias Canetti describi¨® en Masa y poder. Los sentimientos de uni¨®n necesitan expresiones de uni¨®n: ?c¨®mo sentirse parte de una sociedad de la que nos hemos excluido? ?C¨®mo subvertir una inercia de siglos en el pensamiento occidental que asimila lo eremita y lo hogare?o con el ego¨ªsmo y la frivolidad? ?C¨®mo puede convertirse la actitud m¨¢s antisocial y cobarde en la m¨¢s desprendida y heroica?
Se ha repetido mucho estos d¨ªas la cita celeb¨¦rrima de Blaise Pascal: ¡°Toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber quedarse quieto en una habitaci¨®n¡±. Lo que se escribi¨® como boutade es hoy un grito de guerra parecido al ¡°No pasar¨¢n¡±, pero hace falta mucho m¨¢s que una descontextualizaci¨®n para hacer del pijama un uniforme revolucionario.
Cuando Pascal escribi¨® su ocurrencia, a mediados del siglo XVII, Europa viv¨ªa una de las ¨¦pocas m¨¢s violentas, miserables e inh¨®spitas de su historia. Las calles eran pasto de enfermedades y asaltadores, y los campos lo eran casi siempre de batalla. Las casas donde los europeos deb¨ªan eludir la desdicha apuntada por el fil¨®sofo no parec¨ªan mucho mejores. El piso m¨¢s humilde de la Europa del siglo XXI ofrece mil lujos m¨¢s que un hogar acomodado de aquel tiempo. Quedarse en casa, incluso para los privilegiados, era un incordio, poco higi¨¦nico y mortalmente aburrido.
En el mundo de Pascal, un enclaustrado se parec¨ªa m¨¢s a un vig¨ªa de Herbeira que a una pareja de esas que prefieren ver una serie de sof¨¢ y mantita a salir a cenar.
Tal vez nos hemos precipitado en prevenirnos contra los horrores del aislamiento. Hasta The Lancet corri¨® a publicar, en fecha tan temprana como el 26 de febrero, un art¨ªculo titulado ¡°El impacto psicol¨®gico de la cuarentena y c¨®mo reducirlo: resumen de las evidencias¡±, donde se condensan con rigor y urgencia muchos de los saberes de un campo de estudio muy frecuentado en la psicolog¨ªa, la psiquiatr¨ªa y la neurolog¨ªa.
El problema de este acervo cient¨ªfico es que solo nos sirve tangencialmente para entender esta cuarentena, porque, o bien se refiere a casos de estudio muy particulares sobre vidas aisladas por culpa de una profesi¨®n (el recurrente farero, el pastor, los cient¨ªficos que pasan temporadas en una base ant¨¢rtica, el marinero mercante, etc¨¦tera), o analiza situaciones extraordinarias, como secuestros, o se basa en experimentos sociol¨®gicos y psicol¨®gicos dise?ados en universidades.
No somos prisioneros y cuanto antes superemos esa analog¨ªa, antes ganaremos la fuerza mental necesaria
Se han amontonado pruebas que confirman que un aislamiento prolongado y radical sin est¨ªmulos tiene efectos neurol¨®gicos que alteran la configuraci¨®n del cerebro, a veces de forma irreversible. Pero, por m¨¢s que algunas casas sean infernales, y por mucho que haya quien viva situaciones dom¨¦sticas desesperadas o padezca esa soledad no elegida que tanto afecta a los ancianos, el aislamiento que afronta el mundo desarrollado no supone una privaci¨®n sensorial ni una tortura carcelaria. Si le explic¨¢ramos a los vig¨ªas de Herbeira qu¨¦ es el wifi, responder¨ªan que enclaustrarse con semejante ventaja es hacer trampa.
No somos guerreros ni prisioneros, y cuanto antes empecemos a superar esas analog¨ªas, antes adquiriremos la fortaleza mental que esta situaci¨®n requiere.
En sinton¨ªa con muchos autores contempor¨¢neos (desde Bill Bryson a Witold Rybczynski, pasando por Mona Chollet), las formas de habitar una casa son un eje importante de mi literatura. En La Espa?a vac¨ªa, donde tambi¨¦n hablo del aislamiento de aldeas remotas y casi deshabitadas, reflexion¨¦ sobre c¨®mo la vida hogare?a va rompiendo los l¨ªmites tradicionales del dentro y el afuera y de lo p¨²blico y lo privado. El hecho de que la ¨²ltima crisis econ¨®mica fuese en buena medida hipotecaria puso lo dom¨¦stico en el centro del debate pol¨ªtico, inaugurando l¨ªneas de pensamiento que parecen m¨¢s ¨²tiles y f¨¦rtiles que cualquier met¨¢fora guerrera o penitenciaria.
He diseminado estas obsesiones por varios trabajos en los ¨²ltimos a?os. Entre ellos, una conferencia que titul¨¦ Estar en casa, una forma de activismo pol¨ªtico: el pijama y el sof¨¢ como armas posmodernas. Aunque su humorismo est¨¢ hoy fuera de lugar ¡ªy aunque la vindicaci¨®n de lo hogare?o solo tiene sentido cuando el enclaustramiento es voluntario¡ª hay un ruido de fondo en todo ese discurso que a¨²n suena aprovechable.
La hiperconectividad de la casa contempor¨¢nea ha dinamitado su condici¨®n cl¨¢sica de santuario de lo ¨ªntimo. Son legi¨®n los autores que claman contra esta invasi¨®n, porque renunciar a la intimidad supone renunciar a la libertad misma. Lo privado es una conquista ciudadana que hemos malvendido a cambio de frusler¨ªas tecnol¨®gicas, pero no hace falta caer en la ingenuidad del gur¨² digital ni despreciar los peligros totalitarios del espionaje cibern¨¦tico para valorar una ventaja innegable: la casa se ha convertido en un espacio p¨²blico y privado al mismo tiempo.
En El fin del ¡®Homo sovieticus¡¯, Svetlana Alexi¨¦vich escribe sobre la importancia de las cocinas como escenario de discusi¨®n pol¨ªtica: el domus como foro. Se debat¨ªa en las cocinas porque era el ¨²nico lugar libre en un r¨¦gimen que secuestraba todo el espacio p¨²blico. Aunque los europeos de 2020 no somos s¨²bditos de un sistema totalitario que nos obliga a cuchichear lo que no nos atrevemos a decir en alta voz, hace tiempo que descubrimos que una cocina puede ser tambi¨¦n una plaza p¨²blica sin dejar de ser una cocina. El mismo lugar donde hacen Chup-chup las lentejas es a la vez la tribuna desde la que lanzamos un alegato capaz de conmover a miles de personas que cuidan sus propias lentejas en sendas cocinas.
Este cambio se puede leer tambi¨¦n como una regresi¨®n pol¨ªtica. Si la separaci¨®n tajante y sagrada de las esferas p¨²blica y privada fue una conquista de la democracia liberal, su confusi¨®n anuncia una involuci¨®n hacia formas de organizaci¨®n social anteriores a la revoluci¨®n industrial: las casas como microfeudos o granjas autosuficientes donde sucede todo. Uno de los reproches que hac¨ªa Karl Marx a los campesinos en El 18 de brumario de Luis Napole¨®n Bonaparte era que, al vivir encerrados en sus propias tierras, no ten¨ªan ninguna preocupaci¨®n que desbordase sus l¨ªmites. Es decir, que no se puede construir una comunidad pol¨ªtica (Marx lo llamaba conciencia de clase) con quienes creen que el mundo termina en la cerca de su propiedad.
La respuesta a este miedo, como con Pascal, es que no somos campesinos franceses del siglo XIX. No solo somos capaces de crear comunidades pol¨ªticas desde nuestras casas, sino que ya vivimos en comunidades pol¨ªticas fuertes cuyos lazos no se rompen por una cuarentena.
Nadie puede comparar la reclusi¨®n del millonario con jard¨ªn con la de la familia numerosa en un piso de 50 metros
Nos imaginamos mediante analog¨ªas. Cuando no comprendemos la situaci¨®n que nos ha tocado vivir, recurrimos a modelos e im¨¢genes del pasado y de la literatura, pero la realidad siempre es mucho m¨¢s compleja. No somos guerreros ni prisioneros, por lo que no nos sirven los consejos que militares o reclusos puedan darnos. Tampoco granjeros autosuficientes, por lo que las ¨¦glogas pastoriles no nos aportan nada. Sufriremos los efectos psicol¨®gicos y neurol¨®gicos del aislamiento porque somos seres colaborativos y nos resentimos cuando nos privan del calor y la fuerza de la tribu, pero ser¨¢n tenues, nada comparables a los que padece un secuestrado en un agujero o un farero en el fin del mundo. Cada cual sufrir¨¢ una angustia distinta, seg¨²n sea su condici¨®n: nadie puede comparar la reclusi¨®n del millonario en su casa con jard¨ªn con la de la familia de seis miembros en un piso de 50 metros cuadrados sin vistas, pero en ning¨²n caso somos vig¨ªas de Herbeira.
Hace a?os que la casa es objeto de una reflexi¨®n nueva y rica que la convierte en un espacio donde cabe el mundo entero, que se cuela por mil rendijas y cables y moldea los aspectos m¨¢s ¨ªntimos de la vida dom¨¦stica. Estamos dentro sin dejar de estar fuera, y los dem¨¢s nos acompa?an, aunque no podamos tocarlos ni gritar con ellos en una plaza.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.