El fascinante encuentro de David Attenborough con los nativos de los dientes de murci¨¦lago en la nariz
¡®Ideas¡¯ adelanta un extracto del nuevo libro del divulgador cient¨ªfico ingl¨¦s que, en 1971, se adentr¨® en las profundidades de la selva de Nueva Guinea. All¨ª se top¨® con unos misteriosos hombres que viv¨ªan en completa paz con la naturaleza
Hasta el inicio del siglo XX, los viajeros europeos que se aventuraban a salir de su propio continente para visitar los rincones m¨¢s lejanos e inexplorados de la Tierra ten¨ªan que desplazarse a pie. Si las regiones por las que pasaban les eran totalmente desconocidas, contrataban porteadores para transportar todo cuanto pudieran necesitar a fin de bastarse a s¨ª mismos lejos de la civilizaci¨®n ¡ªcomida, tiendas y dem¨¢s pertrechos¡ª. Sin embargo, iniciado el siglo XX, el desarrollo del motor de combusti¨®n interna acab¨® con esa pr¨¢ctica. Los exploradores empezaron a utilizar Land Rover, jeeps, avionetas y hasta helic¨®pteros. Solo conoc¨ªa un sitio en el que los grandes descubrimientos de los viajeros todav¨ªa se segu¨ªan haciendo invariablemente a pie: Nueva Guinea.
Una larga y escarpada cordillera cubierta de selvas tropicales recorre el interior de esta isla de 1.600 kil¨®metros de largo situada al norte de Australia. En la d¨¦cada de 1970 todav¨ªa hab¨ªa unas cuantas bolsas geogr¨¢ficas en las que jam¨¢s hab¨ªan penetrado personas venidas de fuera, de modo que avanzar a pie en compa?¨ªa de una gran hilera de porteadores segu¨ªa siendo el ¨²nico medio de adentrarse en ellas. Pens¨¦ que si rodaba las andanzas de una de esas expediciones obtendr¨ªa una pel¨ªcula fascinante. En esa ¨¦poca, la mitad oriental de Nueva Guinea se hallaba bajo administraci¨®n australiana. Me puse en contacto con unos amigos de la televisi¨®n de ese pa¨ªs y me dijeron que una compa?¨ªa minera acababa de solicitar los permisos necesarios para ir a una de las zonas desconocidas a fin de realizar prospecciones y tratar de encontrar yacimientos minerales (¡)
Todas las ma?anas, poco despu¨¦s del amanecer, inici¨¢bamos la marcha, abri¨¦ndonos camino a machetazos por la selva m¨¢s densa que jam¨¢s haya encontrado, ascendiendo penosamente fuertes pendientes enfangadas hasta coronar una sierra para zigzaguear despu¨¦s entre la empapada vegetaci¨®n de la ladera opuesta hasta alcanzar un riachuelo serpenteante, vadearlo, y volver a empezar el ejercicio, una y otra vez, interminablemente. Nos deten¨ªamos todas las tardes a eso de las cuatro, plant¨¢bamos el campamento y tend¨ªamos unas lonas de gran tama?o para protegernos m¨ªnimamente de los torrenciales aguaceros que se abat¨ªan puntualmente sobre la selva al dar las cinco. Despu¨¦s de tres semanas y media de tan arduos avances, uno de los porteadores observ¨® unas huellas de pisadas humanas entre la vegetaci¨®n, al borde mismo del pedazo de terreno que hab¨ªamos desbrozado. Alguien se hab¨ªa acercado a nuestro campamento la noche anterior, y nos hab¨ªa estado observando. Seguimos el rastro de nuestro visitante. Noche tras noche, despu¨¦s de colocar las tiendas, distribu¨ªamos obsequios alrededor de nuestro punto de acampada: bolas de sal, cuchillos y paquetitos llenos de abalorios de cristal. Pon¨ªamos de guardia a uno de los porteadores: este se sentaba en el toc¨®n de un ¨¢rbol y lanzaba llamamientos cada cinco minutos, indicando a los habitantes de la selva que ven¨ªamos en son de paz y que les tra¨ªamos presentes. No obstante, era muy poco probable que la gente que est¨¢bamos siguiendo, fuese quien fuese, entendiera una palabra de lo que les dec¨ªa, ya que en Nueva Guinea se hablan m¨¢s de mil lenguas, y para quienes se entienden en una de ellas las dem¨¢s resultan ininteligibles. Hasta los peque?os grupos ten¨ªan su propia lengua diferenciada. Repetimos las llamadas noche tras noche. Y todas las ma?anas, sin excepci¨®n, los regalos que dej¨¢bamos aparec¨ªan intactos (¡) Transcurridas cuatro semanas desde el inicio de la expedici¨®n, empezamos a aproximarnos a una zona que ya hab¨ªa sido cartografiada. Todo parec¨ªa indicar que la aventura y la pel¨ªcula no iban a poder culminarse de manera satisfactoria. Entonces, una ma?ana, me incorpor¨¦ tras haber pasado la noche bajo la lona y vi a un grupito de hombres de peque?a estatura, de pie, a un par de metros del punto en el que me encontraba. Ninguno de ellos sobrepasaba el metro y medio. Estaban desnudos, salvo por un ancho cintur¨®n de corteza en el que hab¨ªan remetido un pu?ado de hojas, tanto delante como detr¨¢s. Varios se hab¨ªan perforado las aletas de la nariz e introducido en los agujeros unas peque?as piezas blancas ¡ªm¨¢s tarde descubr¨ª que eran dientes de murci¨¦lago¡ª (¡) Los hombres de la selva nos miraban fijamente, con los ojos muy abiertos, como si nunca se hubieran cruzado con ning¨²n tipo que tuviera nuestro mismo aspecto. Estoy seguro de que yo los observaba con una expresi¨®n id¨¦ntica: tampoco hab¨ªa visto en la vida a nadie parecido.
Para mi sorpresa, comprob¨¦ que no resultaba dif¨ªcil comunicarse con ellos. Intent¨¦ indicarles por gestos que and¨¢bamos escasos de comida. Ellos se apuntaron con los dedos a la boca, asintieron con la cabeza y desataron los cabos de sus morrales para ense?arnos que hab¨ªan recolectado unas ra¨ªces ¡ªprobablemente tub¨¦rculos de malanga¡ª. Yo se?al¨¦ los bloques de sal que hab¨ªamos tra¨ªdo. Se utilizan como moneda en toda Nueva Guinea. Volvieron a mover afirmativamente la cabeza: acab¨¢bamos de iniciar una relaci¨®n comercial. Despu¨¦s Laurie [Bragge, el funcionario l¨ªder de la expedici¨®n] les pregunt¨® qu¨¦ nombre daban a los r¨ªos m¨¢s pr¨®ximos (¡) ?Cu¨¢ntos conoc¨ªan? Se pusieron a contarlos, primero toc¨¢ndose los dedos, uno a uno, y despu¨¦s d¨¢ndose golpecitos en distintos sitios: en el antebrazo y el codo, para continuar luego por el brazo y acabar a un lado del cuello. En realidad, Laurie no ten¨ªa ning¨²n inter¨¦s particular en los nombres de los r¨ªos ni en su n¨²mero. Lo que quer¨ªa saber eran los gestos que empleaban para contar e indicar las cifras. Conoc¨ªa los ademanes de c¨¢lculo de otros grupos de la regi¨®n, y compar¨¢ndolos con los que usaban aquellos hombres bajitos quiz¨¢ alcanzara a averiguar qu¨¦ contactos de trueque pod¨ªan haber establecido. Pasados unos diez minutos aproximadamente, los hombres empezaron a agitar los brazos y a mover r¨¢pidamente los ojos en las ¨®rbitas para hacernos saber que se dispon¨ªan a irse. Les devolvimos el saludo e intentamos invitarlos a volver a la ma?ana siguiente con m¨¢s comida. Despu¨¦s se marcharon.
Los hombrecillos reaparecieron con el nuevo d¨ªa (¡) Les preguntamos si les parec¨ªa bien que fu¨¦ramos a ver su poblado y que nos presentaran incluso a sus mujeres e hijos. Tras una cierta confusi¨®n ¡ªque tal vez fuera reticencia¡ª, asintieron y nos llevaron a lo profundo de la selva. Los segu¨ªamos a unos cuantos metros. La marcha resultaba muy dif¨ªcil. La vegetaci¨®n era extremadamente densa. Tras rodear el tronco de un ¨¢rbol gigantesco les perdimos de vista; al otro lado no se ve¨ªa ni rastro de ellos. Se hab¨ªan esfumado. Los llamamos, pero no obtuvimos respuesta. ?Acab¨¢bamos de caer en una emboscada? No ten¨ªamos ni idea. Tras llamar durante varios minutos, dimos media vuelta y regresamos al campamento. Acababa de entrever el modo de vida que un d¨ªa fue com¨²n a todos los seres humanos. Peque?os grupos capaces de encontrar todo cuanto precisaban en el mundo natural que los rodeaba. Los recursos de los que depend¨ªan se renovaban solos. Generaban muy pocos residuos, por no decir ninguno. Llevaban una existencia sostenible, en equilibrio con su entorno, con pr¨¢cticas que pod¨ªan continuar indefinidamente, sin l¨ªmite de tiempo.
David Attenborough es divulgador cient¨ªfico y presentador de la BBC. Ha publicado, entre otros libros, ¡®Aventuras de un joven naturalista¡¯ (Ediciones del Viento). Este extracto pertenece a ¡®Una vida en nuestro planeta. Mi testimonio y una visi¨®n para el futuro¡¯ (Cr¨ªtica), que se publica este 19 de mayo.
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