Lo que la tribu ju/¡¯hoansi nos puede ense?ar del trabajo
La automatizaci¨®n y la pandemia han impactado en el mundo laboral. Es tiempo de repensar nuestra cultura del trabajo, sostiene el antrop¨®logo James Suzman
Durante tres d¨¦cadas me he dedicado a documentar la vida de los ju/¡¯hoansi, un pueblo que habita en el noroeste del Kalahari, y sus contactos, muchas veces traum¨¢ticos, con la modernidad. Forman quiz¨¢ la m¨¢s conocida del pu?ado de sociedades que siguieron viviendo de la caza y la recolecci¨®n hasta bien entrado el siglo XX. Y, para ellos, hay muy pocos aspectos de la econom¨ªa mundial y su expansi¨®n implacable que tengan sentido.
?Por qu¨¦ ¡ªme preguntaban¡ª los funcionarios p¨²blicos que pasaban el d¨ªa bebiendo caf¨¦ y charlando en despachos con aire acondicionado cobraban mucho m¨¢s que los j¨®venes a los que enviaban a cavar zanjas? ?Por qu¨¦, cuando la gente cobraba al final de la jornada, volv¨ªa a trabajar al d¨ªa siguiente, en lugar de disfrutar de lo obtenido con su esfuerzo? ?Y por qu¨¦ trabajaba tanto la gente para adquirir m¨¢s riqueza de la que pod¨ªan disfrutar? No era extra?o que los ju/¡¯hoansi me hicieran estas preguntas. Cuando empec¨¦ a estudiarlos, ya era de dominio p¨²blico que eran los mejores ejemplos modernos de c¨®mo debieron de vivir todos nuestros antepasados cazadores y recolectores. Sin embargo, a medida que fui conoci¨¦ndolos, me convenc¨ª de que comprender su estrategia econ¨®mica no solo permit¨ªa conocer mejor el pasado, sino que tambi¨¦n nos dar¨ªa pistas sobre c¨®mo organizarnos en un mundo industrializado y cada vez m¨¢s automatizado.
Pocas veces han sido estas lecciones tan urgentes como ahora. El a?o que llevamos confinados ha provocado una oleada de inter¨¦s por modelos alternativos para reorganizar nuestras vidas laborales. Muchos de esos modelos que ahora empiezan a tomarse en serio ¡ªcomo la semana de cuatro d¨ªas o el trabajo h¨ªbrido¡ª se consideraban fr¨ªvolos hace solo unos a?os.
Nuestra participaci¨®n en un experimento inmenso, imprevisto y en gran parte conseguido de teletrabajo este ¨²ltimo a?o ha ayudado a acelerar ese inter¨¦s. Tambi¨¦n ha contribuido el desempleo de larga duraci¨®n, muy extendido y, en ciertos casos, por una mayor inversi¨®n en automatizaci¨®n. La automatizaci¨®n tambi¨¦n impuls¨®, antes de la pandemia, los debates sobre el futuro del trabajo, centrados en la inquietud que provoca la canibalizaci¨®n implacable del mercado laboral por parte de unos sistemas automatizados cada vez m¨¢s productivos y la inteligencia artificial.
Es l¨®gico que esto genere tanta preocupaci¨®n. El trabajo define lo que somos, determina nuestras perspectivas, dicta d¨®nde y con qui¨¦n pasamos el tiempo e inspira nuestros valores. Hasta el punto de que ensalzamos a los luchadores y condenamos la apat¨ªa de los haraganes, y el objetivo del empleo universal es un mantra para los pol¨ªticos de todas las tendencias.
Pero no era eso lo previsto. Desde los comienzos de la Revoluci¨®n Industrial ha existido la tentadora perspectiva de un futuro en el que la automatizaci¨®n liberase gradualmente a la gente corriente de las tareas rutinarias. En 1776, el fundador de la econom¨ªa moderna, Adam Smith, cant¨® las alabanzas de las ¡°bellas m¨¢quinas¡± que, a su juicio, con el tiempo, iban a ¡°facilitar y abreviar el trabajo¡±; en el siglo XX, Bertrand Russell hablaba de que, en el mundo automatizado del futuro, ¡°los hombres y mujeres corrientes, con la oportunidad de una vida feliz¡± se volver¨ªan ¡°m¨¢s amables y menos inquisidores¡± ya sin ¡°su afici¨®n a la guerra¡±.
Russell confiaba en ver esos cambios antes de morir. ¡°La guerra demostr¨® sin reservas¡±, observ¨® en 1932, ¡°que la organizaci¨®n cient¨ªfica de la producci¨®n permite dar a las poblaciones modernas un bienestar considerable con solo una peque?a parte de la capacidad de trabajo del mundo entero¡±. En efecto, desde principios del siglo XX hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, las jornadas laborales se redujeron sin cesar en los pa¨ªses industrializados.
El economista John Maynard Keynes, contempor¨¢neo de Russell, pensaba lo mismo. Predijo que, para 2030, la acumulaci¨®n de capital, las mejoras de la productividad y los avances tecnol¨®gicos habr¨ªan resuelto ¡°el problema econ¨®mico¡± y habr¨ªan dado paso a una era en la que, salvo unos cuantos ¡°empe?ados en ganar m¨¢s dinero¡±, nadie trabajar¨ªa m¨¢s de 15 horas semanales. Tambi¨¦n opinaba que el zumbido met¨¢lico de las cadenas de producci¨®n automatizadas constitu¨ªa la sentencia de muerte de la econom¨ªa ortodoxa. Las instituciones y las estructuras que organizan nuestras econom¨ªas parten de la hip¨®tesis de la escasez: la idea de que, aunque los deseos de la gente son ilimitados, los recursos disponibles para satisfacer esos deseos y esas necesidades no lo son. Pensaba que, en el futuro, la escasez absoluta ser¨ªa cosa del pasado y nos deshar¨ªamos alegremente de una infraestructura econ¨®mica y una cultura de trabajo ya obsoletas.
En retrospectiva podemos decir que se equivocaron. Hace d¨¦cadas que superamos los tres umbrales que Keynes consideraba necesarios para alcanzar la ¡°edad dorada del ocio¡±. Sin embargo, casi todos tenemos jornadas de trabajo m¨¢s largas que los contempor¨¢neos de Keynes y ?Russell. Y, mientras la automatizaci¨®n y la covid-19 corroen el mercado laboral, seguimos obsesionados por encontrar trabajos nuevos que desempe?ar, aunque parezcan no tener m¨¢s prop¨®sito que mantener el comercio y mantener el crecimiento. No obstante, al margen de la urgencia de nuestra situaci¨®n actual, existen buenos motivos para no abandonar la visi¨®n de aquellos pensadores sobre un futuro m¨¢s relajado. Porque, si nos remontamos en la historia de la humanidad m¨¢s de lo que suelen hacerlo los economistas, descubrimos que muchas de nuestras ideas sobre el trabajo y la escasez tienen su origen en la revoluci¨®n agraria. Durante m¨¢s del 95% de la historia del Homo sapiens, la gente gozaba de mucho m¨¢s tiempo libre que ahora.
Desde un punto de vista muy fundamental, estamos hechos para trabajar. Todos los organismos vivos buscan, capturan y gastan energ¨ªa para crecer, permanecer vivos y reproducirse. Ese trabajo elemental es una de las cosas que distingue a los organismos vivos, como las bacterias, los ¨¢rboles y las personas, de los objetos muertos, como las rocas y las estrellas. Pero dentro de los organismos vivos, los seres humanos destacan especialmente por lo que trabajan.
La mayor¨ªa de los organismos gastan energ¨ªa de forma ¡°intencional¡±. Aunque un observador externo puede discernir el prop¨®sito de sus actos, existen pocos motivos para pensar que tienen claro lo que quieren conseguir cuando emprenden su tarea. Los seres humanos, por el contrario, tenemos un prop¨®sito deliberado. Cuando nos ponemos a trabajar, no lo hacemos solo para capturar energ¨ªa.
Al trazar la trayectoria de nuestra especie en su evoluci¨®n descubrimos que nuestro cuerpo y nuestra mente se han formado gradualmente, a lo largo de miles de generaciones, en funci¨®n de los distintos tipos de trabajos que hac¨ªan nuestros ancestros evolutivos. Tambi¨¦n descubrimos que la selecci¨®n natural nos ha convertido en grandes generalistas, especialmente adaptados para adquirir una asombrosa variedad de aptitudes.
Asimismo, el gr¨¢fico de nuestra evoluci¨®n permite pensar que, durante la mayor parte de esa historia, cuanto m¨¢s deliberados y h¨¢biles eran nuestros antepasados a la hora de obtener energ¨ªa, menos tiempo y energ¨ªa gastaban en buscar alimentos. En lugar de ello, dedicaron su tiempo a otras actividades, como crear m¨²sica, explorar, adornarse el cuerpo y establecer relaciones sociales. Es posible que, sin el tiempo libre que les concedieron el fuego y las herramientas, nuestros antepasados nunca hubieran desarrollado el lenguaje porque, igual que nuestros primos los gorilas, habr¨ªan tenido que pasar hasta 11 horas diarias buscando y masticando unos alimentos dif¨ªciles de digerir.
Los nuevos datos gen¨®micos y arqueol¨®gicos indican que el Homo sapiens apareci¨® por primera vez en ?frica hace unos 300.000 a?os. Pero solo con esos datos es dif¨ªcil deducir c¨®mo viv¨ªan. Para dar nueva vida a los fragmentos de huesos y piedras que constituyen la ¨²nica prueba de c¨®mo viv¨ªan nuestros ancestros, en los a?os sesenta, los antrop¨®logos empezaron a estudiar los grupos que quedaban de los antiguos pueblos recolectores: los seres humanos actuales cuya forma de vida es m¨¢s similar a la de nuestros antepasados durante sus primeros 290.000 a?os de historia.
El m¨¢s famoso de esos estudios fue el que se ocup¨® de los ju/¡¯hoansi, una sociedad descendiente de una l¨ªnea continua de cazadores y recolectores que viven, en gran medida, aislados en el sur de ?frica desde la aparici¨®n de nuestra especie. Sus hallazgos dieron un vuelco a las ideas establecidas sobre la evoluci¨®n social, al demostrar que nuestros ancestros cazadores recolectores, casi con toda seguridad, no ten¨ªan una vida ¡°desagradable, salvaje y corta¡±. El estudio revel¨® que los ju/¡¯hoansi estaban bien alimentados y satisfechos, viv¨ªan m¨¢s que los miembros de muchas sociedades agr¨ªcolas y, como rara vez ten¨ªan que trabajar m¨¢s de 15 horas a la semana, dispon¨ªan de tiempo y energ¨ªa m¨¢s que suficientes para disfrutar del ocio.
Otras investigaciones mostraron lo diferente que era la organizaci¨®n econ¨®mica de los ju/¡¯hoansi y otras sociedades peque?as de recolectores. Y mostraron que, en esas sociedades, los intentos concretos de acumular o monopolizar los recursos o el poder topaban con el desprecio y el escarnio.
Pero, sobre todo, los estudios suscitaron preguntas inesperadas sobre la forma de organizar nuestras econom¨ªas. Demostraron que los recolectores no estaban ni perpetuamente preocupados por la escasez ni envueltos en una disputa constante por hacerse con los recursos. Porque, aunque el problema de la escasez da por sentado que estamos condenados a vivir en un purgatorio como el de S¨ªsifo, intentando acortar la distancia entre nuestros deseos insaciables y nuestros reducidos medios, los recolectores trabajaban tan poco porque ten¨ªan necesidades limitadas, que casi siempre pod¨ªan satisfacer f¨¢cilmente. En vez de preocuparse por la escasez, ten¨ªan fe en la providencia de su entorno y en su propia capacidad de explotarlo.
En la actualidad, los ju/¡¯hoansi no tienen demasiados motivos de celebraci¨®n. Despojados en gran parte de sus tierras, en su mayor¨ªa sobreviven como pueden en barriadas marginales de las ciudades namibias y en ¡°zonas de reasentamiento¡± en las que se enfrentan al hambre y enfermedades asociadas a la pobreza. Incapaces de obtener empleo en una econom¨ªa con un paro juvenil justo por debajo del 50%, dependen de la mendicidad, los trabajos temporales ¡ªcon frecuencia a cambio de harina de ma¨ªz o alcohol¡ª y las ayudas del Gobierno.
Si nuestra obsesi¨®n por la escasez y el esfuerzo no forma parte de la naturaleza humana sino que es una creaci¨®n cultural, ?cu¨¢l es su origen? Existen ya suficientes pruebas emp¨ªricas para saber que nuestra adopci¨®n de la agricultura, que comenz¨® hace m¨¢s de 10.000 a?os, fue el origen de nuestra fe en las virtudes del esfuerzo. No es casualidad que nuestros conceptos de crecimiento, inter¨¦s y deuda, as¨ª como gran parte de nuestro vocabulario econ¨®mico ¡ªpalabras como ¡°honorarios¡±, ¡°capital¡± y ¡°pecuniario¡±¡ª, tengan sus ra¨ªces en el suelo de las primeras grandes civilizaciones agrarias.
La agricultura era mucho m¨¢s productiva que la recolecci¨®n, pero daba una importancia inusitada al trabajo humano. El r¨¢pido crecimiento de las poblaciones agrarias hac¨ªa que sus tierras volvieran a alcanzar la m¨¢xima capacidad de producci¨®n una y otra vez, por lo que bastaba una sequ¨ªa, una plaga, una inundaci¨®n o una infestaci¨®n para que cayeran en la hambruna y el desastre. Y, por muy favorables que fueran los elementos, los agricultores estaban sujetos a un ciclo anual inexorable: sus esfuerzos, en general, no daban fruto m¨¢s que en el futuro.
Si Russell viviera hoy, seguramente le agradar¨ªa saber que existen pruebas de que nuestras actitudes respecto al trabajo son una herencia cultural de las miserias experimentadas en las primeras sociedades agrarias. Pero quiz¨¢ se sentir¨ªa tambi¨¦n desalentado por nuestra intransigencia para cambiar nuestro comportamiento, incluso cuando se nos muestran los costes que entra?a un crecimiento sin l¨ªmites.
Existen muchas razones para revisar nuestra cultura de trabajo: entre otras, que, para la mayor¨ªa de la gente, el trabajo ofrece escasas recompensas aparte de un salario. En la trascendental encuesta sobre la vida laboral en 115 pa¨ªses que public¨® Gallup en 2017 se revel¨® que, en Europa occidental, solo una de cada diez personas se sent¨ªa comprometida con su trabajo. Probablemente no es extra?o. Al fin y al cabo, en otra encuesta llevada a cabo por YouGov en 2015, el 37% de los adultos brit¨¢nicos dec¨ªa que su trabajo no aportaba nada significativo al mundo.
Incluso si dejamos al margen estos datos, existe otro motivo mucho m¨¢s urgente para transformar nuestra manera de enfocar el trabajo. Si tenemos en cuenta que, en esencia, el trabajo es un intercambio de energ¨ªa y hay una correspondencia absoluta entre cu¨¢nto trabajamos colectivamente y nuestra huella energ¨¦tica, hay motivos s¨®lidos para alegar que trabajar menos ¡ªy consumir menos¡ª no solo ser¨¢ bueno para nuestras almas, sino que quiz¨¢ sea crucial para garantizar la sostenibilidad de nuestro h¨¢bitat.
Ahora, un a?o despu¨¦s de que estallara una pandemia mundial, hemos tenido la oportunidad de repensar nuestra relaci¨®n con el trabajo y reevaluar qu¨¦ tareas son importantes. Ahora habr¨ªa pocos dispuestos a defender una econom¨ªa que da incentivos a los mejores para que sean operadores de derivados financieros en lugar de epidemi¨®logos o enfermeros. Tambi¨¦n nos hemos vuelto m¨¢s abiertos a experimentar con ideas como la renta b¨¢sica universal que hace un a?o se consideraban fantas¨ªas econ¨®micas.
Pero lo m¨¢s importante, quiz¨¢, es que la pandemia nos ha recordado que somos mucho m¨¢s adaptables de lo que solemos pensar.
James Suzman es antrop¨®logo. Su libro ¡®Trabajo. Una historia de c¨®mo empleamos el tiempo¡¯, de la editorial Debate, se publica el 11 de marzo.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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