Reflexiones de una carn¨ªvora ocasional con tortuga al fondo
La poeta y ensayista estadounidense Mary Oliver tuvo una turbulenta relaci¨®n con la carne. La cont¨® en un libro, hasta ahora in¨¦dito en espa?ol, en el que tambi¨¦n narra su encuentro con un reptil en pleno desove. ¡®Ideas¡¯ publica un extracto
Hace ya unos a?os que casi no como carne, aunque, de cuando en cuando, se me antoja. Es un asunto de profunda ambig¨¹edad, siempre interesante. El poeta Shelley pensaba que su cuerpo ser¨ªa al fin siervo absoluto y d¨®cil de su intelecto cuando no comiera otra cosa que fruta y verdura; y yo soy devota de Shelley. Pero tambi¨¦n lo soy de la Naturaleza, y considerar que la Naturaleza est¨¢ desprovista de ese apetito ¡ªel apetito por consumir a otras criaturas¡ª es mirar con ojos cerrados el milagroso intercambio que hace que las cosas funcionen, que provoca que una cosa alimente a otra, que crea futuro a partir de pasado. As¨ª y todo, en mi fuero m¨¢s ¨ªntimo, con mucha frecuencia me asalta el deseo de estar por encima de todo eso. Siento el peso de la angustia. Angustia por el amargo futuro del cordero, angustia por mi cuerpo y, sobre todo, angustia por mi alma. Una puede enga?arse en gran medida a s¨ª misma, pero no puede enga?ar a su alma. La muy sufridora.
En la linde del territorio se extienden los palacios acuosos: el litoral oce¨¢nico, la marisma salina, la laguna de negro vientre. Y en ellos y sobre ellos: almejas, mejillones, peces de toda forma y tama?o, caracoles, tortugas, ranas, anguilas, cangrejos, langostas, gusanos, todos ellos reptando y buceando y retorci¨¦ndose entre las espada?as, las rocas marinas, las algas, los pepinos de mar, las Spartina, los cenizos, los agrios, las plantas de punta de flecha, las malvas. A cada uno de ellos se lo come algo, cada uno de ellos se come algo. As¨ª es nuestro mundo. El mejill¨®n naranja tiene un reborde negro azulado a lo largo del cuerpo, y un coraz¨®n y un pulm¨®n, y un est¨®mago. La vieira se propulsa por el agua cuando sopla el viento del este y observa a su alrededor con sus docenas de ojos zarcos. La almeja, al percibir la presencia de nuestras manos o la cercan¨ªa de la p¨²a de hierro, se hunde m¨¢s en la arena. ?D¨®nde comienza y termina exactamente la autoconciencia? ?En el mayate? ?En la bru?ida y afanosa hormiga? ?En la nubecilla de jejenes que flota sobre la charca? Soy de esas personas a las que no les cuesta imaginar que los ¨¢rboles son conscientes de estar vivos, o que sus hojas se comunican de alg¨²n modo, o que los voluminosos troncos y las pesadas ramas saben que soy yo la que ha llegado, como llego siempre, cada ma?ana, para caminar entre ellos, dichosa de estar viva y dichosa de estar ah¨ª.
Sirva todo esto como pre¨¢mbulo a las tortugas. Llegan, con movimientos laboriosos, de las muchas lagunas. Arrostran todos los peligros del camino: los perros, la carretera, un calor acumulado que sus cuerpos son incapaces de regular, o el tambi¨¦n asombroso y siempre plausible fr¨ªo. Tomemos una, pues. Ha llegado al final del camino, ahora asciende a duras penas la insalvable colina. Cuando resbala y cae, descansa un poco y retoma su dificultoso avance. (¡) Las tortugas son todas hembras, est¨¢n pre?adas y buscan un lugar donde excavar su nido; los mosquitos son tambi¨¦n hembras y sin una colaci¨®n de sangre no pueden depositar sus propios huevos fertilizados en la superficie de una laguna apacible.
Una vez, en primavera, vi el arrebatador preludio al proyecto de construcci¨®n del nido: dos enormes tortugas mordedoras copulando. Flotaban en el lago y sus espor¨¢dicos movimientos las hac¨ªan voltearse y girar una y otra vez. Las patas delanteras del macho se aferraban al borde del caparaz¨®n de la hembra mientras apretaba con fuerza su descomunal cuerpo contra el de ella. Pasaron casi toda la tarde flotando de tal guisa, como una balsa sin gobierno¡ Chapoteando y desliz¨¢ndose a la deriva por las aguas turbias, o inm¨®viles entre las pujantes alfombras de los nen¨²fares.
En estos primeros d¨ªas calurosos del verano, me topo con las tortugas viajeras bordeando las orillas de las lagunas o en las laderas de las dunas. Me congratula verlas y al mismo tiempo lo lamento: mi presencia puede ser una molestia que las mande de vuelta a las lagunas antes de que lleven a cabo la puesta, y ?de qu¨¦ modo ayuda eso al mundo? Algunas veces, volver¨¢n a intentarlo; otras, no. Si no lo hacen, los huevos ser¨¢n reabsorbidos y se transformar¨¢n en otras sustancias, se quedar¨¢n dentro de sus cuerpos. Hay otros estorbos mucho m¨¢s arteros para ellas. Los mapaches las persiguen (¡). Apenas las tortugas han acabado, apenas se han ido, los mapaches hozan la tierra y olisquean y cavan y encuentran y devoran con voraz y alegre satisfacci¨®n.
Aun as¨ª, todos los a?os hay tortugas de sobra en las lagunas. Igual que hay mapaches de sobra, amodorrados en lo alto de los ¨¢rboles frondosos cada tarde.
Una ma?ana de abril encontr¨¦ el caparaz¨®n de una tortuga mordedora en la orilla de Pasture Pond, sacada del agua, imagino, por esos mismos mapaches. De punta a punta med¨ªa m¨¢s de setenta y cinco cent¨ªmetros. Despu¨¦s, encontr¨¦ huesos de las patas en las cercan¨ªas; tambi¨¦n garras y osteodermos, que es como se denominan las placas individuales que recubren el endoesqueleto del caparaz¨®n. Puede que la anciana gigante muriese durante un invierno duro, congelada primero por los contornos y despu¨¦s en su totalidad, en alguna caleta demasiado somera. O quiz¨¢ falleciera por el mero paso del tiempo, sin m¨¢s: las tortugas, igual que otros reptiles, nunca dejan de crecer, lo que da pie a interesantes fen¨®menos imaginarios si una es propensa a lo rocambolesco. Pero lo normal ya es m¨¢s que notable. Una tortuga mordedora adulta llega a pesar cuarenta kilos, es omn¨ªvora y puede vivir d¨¦cadas. O por decirlo de otra manera: ?qui¨¦n sabe? El caparaz¨®n que encontr¨¦ aquella ma?ana de abril era m¨¢s grande de lo que mis gu¨ªas de campo indican como probable o incluso posible.
Vi las huellas de inmediato: se arremolinaban por la revuelta arena del sendero. Parec¨ªan fruto de la indecisi¨®n. Tres puntos ligeramente excavados. ?Un falso nido? ?Un par de barridos de una pata, a modo de prueba? ?Una pista visual enga?osa para el depredador en ciernes?
Amarr¨¦ a mis dos perros y busqu¨¦ con la mirada hasta que la vi, a un lado del sendero, inm¨®vil y salpicada de arena. Ya estaba en el nido; o, m¨¢s probablemente, abandon¨¢ndolo, pues cavan en la arena hasta desaparecer pr¨¢cticamente por completo¡ Despu¨¦s, cuando la puesta ha terminado, impulsa hacia arriba la parte delantera del cuerpo y adopta una posici¨®n casi vertical, como un gran molde de tarta colocado de canto. Trepa y bajo ella la arena cae en el hueco del nido, cubriendo los redondos huevos.
Me ve y no se mueve. Los ojos despiden poca luz, pero est¨¢n insondablemente vivos y atentos. Si hubiera de morir en este momento y por esta empresa, lo har¨ªa sin dudarlo. Se deslizar¨ªa de la vida a la muerte, con ese alfiler de luz clavado a¨²n en cada ojo arisco, impetuosa y leal a la respiraci¨®n. ?Qu¨¦ podemos transmitirnos cuando nuestros ojos se encuentran? Me considera un peligro, y acierta. Si me acerco m¨¢s, me ignorar¨¢ pac¨ªficamente y se replegar¨¢ en su caparaz¨®n, lo que no carece de intr¨ªngulis: su voluminoso cuerpo no encajar¨¢ del todo dentro de los recovecos de esa choza ¨®sea. Retrocede, pero la cabeza y una parte de cada pata siguen fuera. Puede que bufe, o puede que no. Puede que abra el poderoso pico de su boca a modo de advertencia, y puede que yo contemple por un momento el interior del t¨²nel limpio, p¨¢lido y lustroso, con el marbete de su lengua, antes de que esa cabeza, ese largo cuello inesperado, se proyecte a la velocidad del rayo ¡ªdel rayo, s¨ª¡ª y arremeta contra mi mano o contra mi pie. Es r¨¢pida como una serpiente, y certera, y capaz de hincar limpiamente las mand¨ªbulas en un palo de ocho cent¨ªmetros de grosor. M¨¢s de un perro a¨²n cojea por mor de uno de estos encuentros. Mantengo a los m¨ªos sujetos con la correa y sigo caminando. Doblamos un recodo y desaparecemos bajo los ¨¢rboles. Son las cinco de la madrugada; para m¨ª, el comienzo del d¨ªa; para ella, el fin de la larga noche.
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