El libro m¨¢s importante (y temperamental) de Ortega y Gasset cumple un siglo
El pensador espa?ol por excelencia public¨® en 1923 ¡®El tema de nuestro tiempo¡¯, una obra en la que carga contra ¡°la gran frivolidad¡± del racionalismo
El mito de la filosof¨ªa consiste en creer que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo ?real. Ese mito se erige sobre una m¨¢gica palabra griega, logos, planteada por Plat¨®n y sistematizada por Arist¨®teles. Implica la suposici¨®n de que la realidad se ajusta a alg¨²n tipo de discurso, razonamiento o lenguaje simb¨®lico. Nada hay de extra?o en ello. As¨ª es el conocimiento. Cada ciencia erige su objeto y fragua sus mitos y ¨¦ste es el de la filosof¨ªa. Contra ese mito se alza el Ortega m¨¢s audaz y antirracionalista en una obra que ahora cumple un siglo: El tema de nuestro tiempo. Un libro enorme, valiente, nietzs?chiano, probablemente el mejor de todos los suyos, donde parece alinearse con el existencialismo, con el hartazgo de la verborrea del logos, contra la idea de que un lenguaje precocinado en el laboratorio filos¨®fico puede dar cuenta de lo real.
Esa man¨ªa de la filosof¨ªa alcanza su apogeo en la Ilustraci¨®n. Poco antes, Spinoza, que consideraba el conocimiento intuitivo superior al racional, es considerado racionalista. Tambi¨¦n Leibniz, para quien la percepci¨®n y el deseo (en general poco razonables) son el fundamento de la realidad. No es ning¨²n esc¨¢ndalo. De ese mito vive la filosof¨ªa y hay que explotarlo. De ah¨ª que incorpore la raz¨®n en todas sus variantes. Y ese mito es el que se propone revisar Ortega (aunque luego caiga en ¨¦l, como hacemos todos los que nos dedicamos a la filosof¨ªa).
El laboratorio comparte la artificiosidad del monasterio. La vida nunca ocurre en una probeta o en una celda, entre aparatos rigurosamente ajustados, laudes y maitines. La vida ocurre al aire libre y hacia ella se abalanza el fil¨®sofo. Sin encerrarla o reducirla, sin controlar su presi¨®n y temperatura. En este punto, encontramos al Ortega m¨¢s meridional, m¨¢s temperamental, derribando los muros del seminario. El fil¨®sofo no debe resguardarse en la c¨¢tedra, sino dejarse envolver por el aire fr¨ªo y seco de la sierra de Gredos, con sus horizontes ondulantes y sus atardeceres sangu¨ªneos donde se afilan los colores.
El libro, como la mayor¨ªa de los de Ortega, est¨¢ hecho de retales. Los dos primeros cap¨ªtulos los ha publicado en el peri¨®dico El Sol. El resto contiene materiales de un curso impartido en la Universidad Central en Madrid en el ejercicio 1921-1922. Ortega prepara bien sus clases y necesita de p¨²blico para sacar lo mejor de s¨ª. En esta ocasi¨®n se ha servido de los apuntes tomados rigurosamente por su fiel escudero, Fernando Vela. Y como Don Quijote ante el retablo de Maese Pedro, arremete contra el racionalismo y contra el vitalismo. Unas cuantas citas permitir¨¢n calibrar el alcance de su desaf¨ªo. ¡°Mi ideolog¨ªa no va contra la raz¨®n, puesto que no admite otro modo de conocimiento teor¨¦tico que ella: va s¨®lo contra el racionalismo¡±. Acto seguido esboza una cr¨ªtica de la ret¨®rica de lo elemental, de la idea de que conocer algo es reducirlo a sus elementos primarios. Esa es la ¡°inevitable antinomia que la raz¨®n incuba¡±. Si el ejercicio de la raz¨®n consiste en penetrar en el compuesto hasta sus elementos, ¡°al hallarse la mente ante los elementos ¨²ltimos, no puede seguir su faena resolutiva o anal¨ªtica, no puede descomponer m¨¢s. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional¡±. Es decir, la raz¨®n es impotente ante todo aquello que no se deja descomponer. S¨®lo funciona ante el mecanismo. Y todas las cosas importantes de la vida: el deseo, la percepci¨®n, la libertad, la propia mente, no pueden descomponerse ni se ajustan al modelo mec¨¢nico. As¨ª, desde la perspectiva racionalista, conocer un objeto es reducirlo a elementos incognoscibles. ¡°En la raz¨®n misma encontramos un abismo de irracionalidad¡±.
No queda sino reconocer que la raz¨®n descansa a la postre, como sospechaba Leibniz, en simple intuici¨®n (yo dir¨ªa que en la imaginaci¨®n), ¡°que la actividad disectriz y anal¨ªtica termina en quietud intuitiva¡±. Las cosas ¨²ltimas se conocen irracionalmente, ¡°y de ese saber intuitivo e irracional depende, a la postre, el racional¡±. Una vuelta a Emp¨¦docles. De ah¨ª que el racionalismo resulte inadmisible, una ret¨®rica enga?osa, ¡°para todo esp¨ªritu severo y veraz¡±. La idea misma de la identidad, fundamento de la l¨®gica, ¡°es perfectamente irracional¡±. No hay nada en el mundo id¨¦ntico a s¨ª mismo. Esas cosas s¨®lo ocurren en el cielo plat¨®nico. A=A es la falacia fundacional de la l¨®gica abstracta. Pues si A ha de vivir, lo tiene que hacer en el tiempo, y, en cuanto nos damos la vuelta, A ya no es A, sino otra cosa, una fase distinta en su proceso de evoluci¨®n.
?Debemos pues prescindir de la raz¨®n? En absoluto. Estamos obligados a usar la raz¨®n si queremos entender algo. Pero esa tarea no deber¨ªa convertirnos en racionalistas. Pues ¡°la raz¨®n es una breve zona de claridad anal¨ªtica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad¡±. Es como el espectro visible humano, un breve arco de luz que se abre entre el infrarrojo y el ultravioleta. M¨¢s all¨¢ no es posible la visi¨®n. La raz¨®n es nuestro o¨ªdo particular, pero hay que evitar convertirla en un ¨ªdolo. Ortega denuncia esa ceguera que ¡°consiste en no querer ver las irracionalidades que suscita el uso puro de la raz¨®n misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas ¡ªreales o ideales¡ª se comportan como nuestras ideas¡±. En un tono muy antropol¨®gico, casi poscolonial, nos advierte de los peligros del logocentrismo, de la ¡°gran confusi¨®n¡± y la ¡°gran frivolidad¡± del racionalismo. Ese es el secreto rec¨®ndito del esp¨ªritu racionalista, la soberbia. De ah¨ª que el racionalismo no sea simplemente un modo de observaci¨®n, m¨¢s o menos contemplativo, sino que implique una actitud ¡°imperativa¡±. El racionalismo es fan¨¢tico y violento. ¡°En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo seg¨²n es, con sus luces y sus sombras¡, le impone un cierto modo de ser, lo imperializa y violenta, proyectando sobre ¨¦l su subjetiva estructura racional¡±. No dice que es una ¡°imposici¨®n¡±, como dir¨¢ despu¨¦s Heidegger de la t¨¦cnica, pero se acerca a esa perspectiva. Ese es el orgullo presuntuoso del racionalista. Un orgullo que lo ciega y lo lleva a creer que su breve espectro visible, su particular lenguaje simb¨®lico, es todo el espectro.
Hoy sabemos, despu¨¦s de Einstein, que la geometr¨ªa de Euclides es provinciana, que s¨®lo funciona en las distancias cortas, que es una expresi¨®n del orgullo local. Esa misma actitud logoc¨¦ntrica la encontramos en Kant: ¡°No es el entendimiento el que ha de regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento¡±. Una actitud r¨ªgida y colonial, prusiana, que el fil¨®sofo meridional no puede sino rechazar, insurgente a esa man¨ªa de ¡°trasmutar la realidad en el oro imaginario de lo que debe ser¡±. La meditaci¨®n soleada no impone cors¨¦s ni constricciones a la realidad. No la quiere escler¨®tica y r¨ªgida, la prefiere libre, ¨¢gil y espont¨¢nea. Objeto de intuici¨®n, no de raz¨®n.
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