No viv¨ª mi v¨ªnculo con Espa?a hasta que me fui a Francia
La joven ensayista Elizabeth Duval solo comprendi¨® lo que significa realmente un pa¨ªs, en lo sentimental y en lo ps¨ªquico, tras irse a vivir a Par¨ªs. Lo cuenta en su nuevo libro, ¡®Melancol¨ªa¡¯, del que ¡®Ideas¡¯ adelanta un extracto
Tuve que irme fuera para comprender lo que pod¨ªa significar un pa¨ªs, en todas sus vertientes: en lo sentimental y en lo ps¨ªquico, como emoci¨®n y herida, como lugar imaginario. No viv¨ª mi v¨ªnculo con Espa?a de la misma manera desde que cruc¨¦ la frontera con los Pirineos y me instal¨¦ en Francia. Porque, en las terrazas de los bares parisinos, quienes nos encontr¨¢bamos de golpe nos reconoc¨ªamos como despose¨ªdos: despojados de una vida que s¨®lo pod¨ªamos habitar en el recuerdo, viviendo una y otra vez sus espectros y sus nostalgias, regode¨¢ndonos en rituales que ahora le eran impropios a nuestros espacios. Viv¨ªamos de banalidades como la tortilla de patatas y quejas sobre lo que era mejor en nuestra casa, no entre gabachos; replic¨¢bamos la Nochevieja a la espa?ola, con uvas, para estupefacci¨®n de nuestros amigos franceses, siempre al borde de atragantarse torpemente. Para entender que ten¨ªamos algo as¨ª como un sitio al cual volver tuvimos que irnos. Luego, una vez all¨ª, nos reconoc¨ªamos en el ¨¦xtasis m¨¢s pleno, en un listado aparentemente infinito de referentes culturales comunes, de lenguajes que siempre ser¨ªan para el resto adquiridos y en los cuales nosotros ya est¨¢bamos plenamente inmersos.
La patria se adquiere, as¨ª, como una forma de desposesi¨®n: la identidad se hace manifiesta precisamente a trav¨¦s de su falta y est¨¢ ah¨ª donde la comunidad no est¨¢. Como estaba inmersa en lo franc¨¦s, pas¨¦ a reivindicar una y otra vez lo espa?ol. Me importaban mucho menos las reticencias t¨ªpicas de los ambientes de izquierdas en relaci¨®n con Espa?a, la insoportable llaga que produc¨ªan tantos a?os de dictadura y una bandera a la cual sentimentalmente mis mayores no iban nunca a poder ligarse. En Francia, los espa?oles ¨¦ramos extranjeros, y entre extranjeros nos reconoc¨ªamos, porque ten¨ªamos que explicarnos a nosotros mismos y explicarnos a los dem¨¢s. No nos ocup¨¢bamos m¨¢s de conflictos intestinos con nuestros cong¨¦neres: nos convert¨ªamos en el otro, de referencias extra?as, debiendo justificar, por ejemplo, la existencia de tradiciones filos¨®ficas y literarias espa?olas frente al chovinismo de lo franc¨¦s; reforzando nuestra reci¨¦n adquirida identidad en base a su desprecio. Reconociendo, como comentaba antes, en el rostro de cada uno de nosotros ¡ªy en el amor entre todos compartido¡ª, la comunidad imaginada a la cual pertenec¨ªamos, esa naci¨®n prosopop¨¦yica.
Se trata de una relaci¨®n org¨¢nica con Espa?a, no de una imposici¨®n por decisi¨®n pol¨ªtica o instrumental; una relaci¨®n que, a trav¨¦s de la cultura, se expande, complejiza e imbrica, se vuelve m¨¢s fuerte, arraiga y se convierte ¡ªtambi¨¦n¡ª en el espacio de una conversaci¨®n. Margot, mi mejor amiga, y yo hemos recordado muchas veces el momento en el que percibimos que lo nuestro iba a ser una conexi¨®n intensa. De vacaciones, en La Manga del Mar Menor, a altas horas de la noche, tras unos cuantos vinos y bailes alrededor de la piscina, sin saber muy bien por qu¨¦ ni c¨®mo llegamos all¨ª, las dos nos pusimos a hablar de Espa?a, de su futuro, de la perspectiva republicana que se abrir¨ªa con la sucesi¨®n al trono, del pa¨ªs que quer¨ªamos, ansi¨¢bamos y dese¨¢bamos; ella, dec¨ªa, casi nunca hablaba de esto si no era tras haber bebido unos cuantos vinos. Sab¨ªamos que compart¨ªamos, por formaci¨®n, pasiones parecidas por disciplinas y artes como la filosof¨ªa o la literatura; ignor¨¢bamos que tambi¨¦n ten¨ªamos en com¨²n todo lo dem¨¢s. Y nos enamoramos conversando como se enamora una de sus amigas, hablando una y otra vez ¡ªtambi¨¦n sobrias¡ª de los temas de los cuales antes dec¨ªamos s¨®lo tocar cuando nos pon¨ªamos a dar la turra con la borrachera, repasando anhelos ¨ªntimos y soledades, pensando, como Gil de Biedma, ¡°en otra historia / distinta y menos simple, en otra Espa?a / en donde s¨ª que importa un mal gobierno¡±. Desde entonces pasamos horas, d¨ªas, semanas y meses juntas, con noches ligeras y graves, ratos de llorar juntas, re¨ªr, bailar, salir sin saciarnos y volver y hablar acompa?adas por el amanecer, debatiendo sin pausa sobre Espa?a, el deseo, el republicanismo. ¡°Cu¨¢n excepcional es la amistad, en realidad, o la que tenemos nosotras¡±, me dijo a pocos d¨ªas de A?o Nuevo. Nos dimos cuenta, comparti¨¦ndolo todo, de que ten¨ªamos una vida por delante; de que esta vida era una conversaci¨®n de la cual no nos ¨ªbamos a cansar nunca.
Parece que una parte de la izquierda espera a que su pa¨ªs sea lo suficientemente bueno ¡®para ellos¡¯ antes de abrazarlo. Lo que no comprenden es que nunca va a serlo, igual que su pa¨ªs jam¨¢s ser¨¢ lo bastante reaccionario para aquellos del bando opuesto. Nuestros adversarios pol¨ªticos poseen dos grandes habilidades o artima?as que los oponen en sus pr¨¢cticas morales a nosotros: ser capaces de taparse con mayor destreza los ojos y, al mismo tiempo, pintar todo lo que les sobra ¡ªlas minor¨ªas, los inmigrantes, casi la mitad de la poblaci¨®n, los disidentes ideol¨®gicos¡ª como una representaci¨®n de lo que atenta o pone en peligro los cimientos mismos de su pa¨ªs; insisten en la tramposa articulaci¨®n, en nuestro caso, entre la Espa?a y la Antiespa?a.
En los ¨²ltimos a?os, algunas voces de la izquierda que han tratado de recuperar la noci¨®n de Espa?a no han podido hacerlo sin tantear el mantra, quiz¨¢ exculpatorio, del rapto de Espa?a por parte de la derecha, su conversi¨®n en un arma, su secuestro. Entiendo la necesidad generacional y biogr¨¢fica de un discurso as¨ª, pero no lo comparto: me parece que nos despoja de la responsabilidad necesaria para afrontar un problema con toda la entereza requerida. Cuando Santiago Alba Rico habla en su ensayo Espa?a de su identidad nacional, de su relaci¨®n con los textos de Gald¨®s, de c¨®mo su generaci¨®n no le¨ªa a espa?oles, sino que se afrancesaba irremediablemente o desde?aba lo espa?ol en cierto af¨¢n de modernidad, reconozco tensiones que yo tambi¨¦n he vivido, pero que no pueden manifestarse en formas ni remotamente parecidas: cuando yo nac¨ª, Santiago Alba Rico ya ten¨ªa cuarenta a?os. Admiro su libro y lo admiro a ¨¦l, con quien he coincidido en reuniones y comit¨¦s de redacci¨®n en los cuales he podido apreciar c¨®mo me miraba y miraba a mi generaci¨®n con algo as¨ª como esperanza: pero, cuando yo nac¨ª en Alcal¨¢ de Henares, en el a?o 2000, Alba Rico ya viv¨ªa en T¨²nez. Nunca conoc¨ª la Espa?a que ¨¦l conoci¨® antes de irse y ¨¦l no conoci¨®, sino en regresos, la Espa?a en la que yo nac¨ª. Por as¨ª decirlo, su mundo no es estrictamente mi mundo; sus dilemas tampoco son los m¨ªos.
Son, eso s¨ª, territorios porosos. De adolescente, seducida por los discursos de quienes discut¨ªan los libros que yo le¨ªa, en el ensimismamiento de descubrir a Rousseau, a Marx, a Butler, de coquetear con Kropotkin, discurrir con la juventud de izquierda alternativa que pululaba por las redes, animada por el influjo de la rebeld¨ªa, tambi¨¦n yo podr¨ªa haber afirmado que Espa?a s¨®lo era una c¨¢rcel para los pueblos. Como Espa?a era una c¨¢rcel, me fascinaba Catalu?a, a la cual no comprend¨ªa y hasta exculpaba de cualquier posible pecado. El discurso sobre su opresi¨®n era perfecto para o¨ªdos dispuestos a posicionarse siempre del lado de los d¨¦biles. Yo, nacida en una Alcal¨¢ de Henares que desconozco por completo; habiendo pasado mi infancia en Plasencia, mediana ciudad de provincias de la cual recuerdo rotondas, la contig¨¹idad del Valle del Jerte y las cascadas y las cerezas, la subida al monte Valcorchero para contemplar el santuario de la Virgen del Puerto, el Carrefour y su McDonald¡¯s contiguo, su urbanizaci¨®n a la que llam¨¢bamos Los Pitufos y a la inmobiliaria Gargamel; regresada a un Madrid que me parec¨ªa inmenso y cuya inmensidad no parec¨ªa pertenecerme: aprend¨ª catal¨¢n ¡ªpor sentimentalidad, por rostros que me lo ofrec¨ªan¡ª y creo que hasta quise ser catalana, igual que en el colegio, por moderna, llegu¨¦ a querer ser inglesa, en un proceder parecido al que hizo de m¨ª luego una afrancesada. Como no pod¨ªa serlo o no pod¨ªa escogerlo, a falta de pa¨ªs, me hice comunista; como ah¨ª tampoco estaba conforme, porque ansiaba una pertenencia sin realmente desearla, march¨¦ lejos. Mientras estudiaba, en Madrid, llev¨¦ durante mucho tiempo pulseras con la tricolor que compraba en el Rastro, al lado del instituto.
Supongo que lo que motivaba mi esp¨ªritu era cierto ¨¢nimo revanchista: como si me negara a creer que el partido se hubiera terminado, insist¨ªa en declararme hincha de un equipo al cual no me vinculaba ninguna afiliaci¨®n real. ?Qu¨¦ admiraci¨®n, m¨¢s all¨¢ de la que produce la lectura y el relato, pod¨ªa tener yo por la Segunda Rep¨²blica espa?ola? M¨¢s a¨²n cuando, en mi casa, de esas cosas nunca se hab¨ªa hablado; un t¨ªo o t¨ªo abuelo que se fue a la Uni¨®n Sovi¨¦tica porque era rojo, s¨ª, pero luego un popurr¨ª de represaliados o colaboradores en la represi¨®n, unidos entre s¨ª por sangre y silencios. Matrimonios: una rama se jactaba sin contradicci¨®n de un abuelo que amaba los animales y que una vez caz¨® con Alfonso XIII; en la otra, centenares de v¨ªctimas en un solo pueblo de alguna provincia andaluza. Pero lo importante no es s¨®lo que no tenga una vinculaci¨®n afectiva real: son los motivos por los cuales ese sentimiento no existe, las razones que impiden la vinculaci¨®n. En Espa?a, llegamos a hacer algo tan excepcional como establecer ¡°un pacto del olvido¡±; en boca de quienes lo defendieron, un olvido de todos para todos en forma de la Ley de Amnist¨ªa de 1977, legislando algo tan imposible como la memoria colectiva, enterrando el trauma colectivo que nos azota como Par¨ªs y haciendo como si las heridas pudieran cerrarse sin reparaciones. A¨²n hoy, cuando nos acercamos relativamente a la justicia, a paso corto y siempre insuficiente ¡ªa paso siempre desmemoriado¡ª, hay quien reh¨²ye y acusa de convocar demasiado el pasado. Pero el pasado nunca puede superarse si no se integran sus heridas. En este caso, la herida es una ausencia: la ausencia provocada por un Estado que, a trav¨¦s de su acci¨®n y legislando, ha sido capaz de cercenarnos de la vinculaci¨®n afectiva que tenemos con nuestra propia historia.
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