Al liberalismo le crecen los enanos (a izquierda y derecha)
Los conservadores le acusan de olvidar los v¨ªnculos con las comunidades nacionales mientras los progresistas le afean que haya dejado atr¨¢s la igualdad entre personas y grupos sociales
El marxismo ha muerto, la socialdemocracia ha muerto y el liberalismo no se encuentra del todo bien¡±. As¨ª podr¨ªamos parafrasear hoy el conocido enunciado de Woody Allen sobre la muerte de Dios y Nietzsche, esta vez aplicado a las ideolog¨ªas. Se trata, no hace falta decirlo, de una exageraci¨®n. La socialdemocracia sigue con su mala salud de hierro habitual de las ¨²ltimas d¨¦cadas, y el liberalismo, al menos en lo que hace a la encarnaci¨®n institucional de sus principios, opera sin alternativa. Su n¨¦mesis, eso que hemos dado en llamar ¡°iliberalismo¡±, ni siquiera es una ideolog¨ªa, es una forma de acci¨®n pol¨ªtica, que es como Laclau entend¨ªa el populismo. Como mucho, ofrece un modelo de democracia distinto al liberal, caracterizado por intentar despejar cualquier l¨ªmite a la acci¨®n de la voluntad mayoritaria, aunque en el camino transgreda valores como el pluralismo, la libertad de expresi¨®n y la tolerancia. Solo por el hecho de que su adversario ostente esa denominaci¨®n, el liberalismo puede presumir de fortaleza; sus supuestas alternativas solo cobran identidad en tanto que espejo negativo de este. Por tanto, ?de qu¨¦ crisis estamos hablando? Y, si la hubiera, ser¨ªa com¨²n a todas las dem¨¢s ideolog¨ªas.
Eso para empezar. Luego est¨¢ la dificultad de delimitar a qu¨¦ diablos nos referimos cuando hablamos de liberalismo. De Friedrich Hayek a John Rawls hay un mundo, pasando por toda una constelaci¨®n de subespecies. El problema de toda teor¨ªa triunfante es que los enanos le crecen m¨¢s en su interior que en su exterior. Y puede que sea aqu¨ª, en el hecho de que en estos momentos empiecen a cobrar fuerza sus enemigos, lo que explica esta nueva ret¨®rica de la crisis de lo que, por simplificar, llamaremos la ¡°cultura de la libertad¡±, el m¨ªnimo com¨²n denominador que engloba a todas sus variedades. Lo que tiene desconcertados a autores que se predican de liberales, como Fukuyama o el propio Timothy Garton Ash y muchos otros nada sospechosos de no serlo, es que hoy sea atacado tanto por la derecha como por la izquierda. La derecha le acusa de haber abandonado los v¨ªnculos de la comunidad nacional, que habr¨ªa sido reemplazada por un cosmopolitismo global, carecer¨ªa de ¡°comunidad de destino¡±. Habr¨ªa hecho suyos, adem¨¢s, los valores de la ¨¦lite cultural progresista, imbuida de una pol¨ªtica de identidad rayando en lo woke. El resultado es la aparici¨®n del resentimiento en amplios sectores de la derecha, la sensaci¨®n por parte de esta de que, como antiguo grupo cultural mayoritario en la sociedad, es ahora intimidado y preterido, empuj¨¢ndoselo a un papel minoritario.
La queja de la izquierda va en otra direcci¨®n. La acusaci¨®n aqu¨ª es que se habr¨ªa abandonado el principio de igualdad entre personas y grupos sociales, los supuestos principios cl¨¢sicos de la tradici¨®n liberal. La nueva ortodoxia progresista se muestra intolerante hacia posiciones que no coinciden con sus valores y exige la aplicaci¨®n del poder del Estado para hacerlos efectivos. No ya solo para reclamar nuevos derechos para las minor¨ªas, sino tambi¨¦n una mayor distribuci¨®n de recursos econ¨®micos y sociales. El enemigo ser¨ªa, pues, tanto el as¨ª llamado neoliberalismo como los valores tradicionalistas.
Como vemos, eso que llamamos liberalismo quedar¨ªa sujeto a una pinza que lo presiona desde posiciones antag¨®nicas. Con todo, parece haber coincidencia en que el neoliberalismo ha sido la mayor causa de la p¨¦rdida del alma del liberalismo. Edward Luce, del Financial Times, por ejemplo, imputa a sus ¨¦lites el haber provocado el divorcio entre estas y los m¨¢s menesterosos, favoreciendo as¨ª un casi generalizado grito de guerra contra los plutocrats, aristocrats and other rats. Lo curioso de esto ¨²ltimo es que se entona desde ambos extremos del espectro pol¨ªtico, no solo por parte de la izquierda. Y por ambos lados se le exige tambi¨¦n m¨¢s sustancia identitaria y menos individualismo privatista, aunque salta a la vista que unos defienden sobre todo la identidad nacional y otros el colorido archipi¨¦lago de identidades polimorfas. Tambi¨¦n menos veleidades tecnocr¨¢ticas y ¡ªesto hay que decirlo en italiano¡ª m¨¢s passione, m¨¢s atenci¨®n a lo emocional.
?Es el liberalismo un cascar¨®n vac¨ªo?
Lo que se percibe, en suma, es que el liberalismo ha perdido impulso movilizador ilusionante y se ha petrificado escondi¨¦ndose detr¨¢s de la frialdad del derecho. Se habr¨ªa reducido, pues, a la idea de un gobierno constitucional, a eso que entendemos por Estado de derecho. Es obvio que en ¨¦ste han cristalizado sus ideales o principios b¨¢sicos: la convivencia de individuos libres e iguales bajo un orden jur¨ªdico que respeta su dignidad moral y su autonom¨ªa y tolera el pluralismo de sociedades cada vez m¨¢s complejas. Establece, por tanto, las reglas de juego de los sistemas democr¨¢ticos dentro de las cuales se despliega toda la vida social. Ahora bien, estas imponen l¨ªmites, pero no prejuzgan c¨®mo hayamos de vivir cada cual. Ser¨ªa la ideolog¨ªa del ¨¢rbitro, no la de los jugadores. Y as¨ª es como se vive en nuestros d¨ªas por parte de sus mayores cr¨ªticos ¡ªy enemigos¡ª, como constre?imientos ajenos a la espontaneidad social y limitadora de sus impulsos democr¨¢ticos y sus convicciones y emociones profundas.
El trasfondo de esta situaci¨®n es, desde luego, una insatisfacci¨®n casi generalizada con el funcionamiento de los sistemas democr¨¢ticos y la dificultad por ir acompas¨¢ndonos a la velocidad con la que se suceden los cambios sociales. Pero el que no nos guste el juego no significa que tengamos que apuntar a los ¨¢rbitros o a las reglas b¨¢sicas que lo sostienen. Ya dijimos que la fortaleza del liberalismo es que sigue siendo la opci¨®n menos mala. ?Acaso alguna otra tiene una mayor capacidad para integrar el creciente pluralismo y diversidad? Lo que est¨¢ ocurriendo con el liberalismo puede que tenga menos que ver con el liberalismo en s¨ª que con la propia deriva de la sociedad. La crisis del liberalismo es expresiva del vaciamiento de lo ideol¨®gico y, por ahora al menos, de una alternativa clara a la funci¨®n orientadora que en su d¨ªa cumplieran las ideolog¨ªas. Ninguna es capaz de acoger la nueva complejidad. Ahora navegamos sin mapas y por ese hueco se van colando las pol¨ªticas identitarias y florece el recurso a la emocionalidad primaria. Es de agradecer, por tanto, que quien est¨¢ al tim¨®n durante la tormenta sea una ideolog¨ªa fr¨ªa y racional.
Con todo, el liberalismo no se encontrar¨ªa en una posici¨®n tan vulnerable si no fuera en parte culpable de su estado actual. Entre las cuestiones desde?adas se encuentran algunas tan relevantes como la aceptaci¨®n neoliberal de la creciente desigualdad social, la insuficiente integraci¨®n social y pol¨ªtica de los inmigrantes, los fracasos en la prevenci¨®n de las migraciones y el cambio clim¨¢tico, etc¨¦tera. Las amenazas, no solo las ideol¨®gicas, son formidables, y la reacci¨®n, te¨®rica al menos, no puede esperar. En su definici¨®n de la sociedad abierta, Karl ?Popper afirmaba que la apertura de esta consist¨ªa en ¡°liberar los poderes cr¨ªticos del ser humano¡±, mientras que las sociedades cerradas estaban ¡°sujetas a fuerzas m¨¢gicas¡±. ¡°Apertura¡± significaba, por tanto, el ser capaz de aceptar sus propias imperfecciones e insuficiencias y a partir de ah¨ª decidir su propio rumbo, no limitarse a aceptar lo dado. Me temo que el liberalismo contempor¨¢neo, y por tal no me refiero solo al discurso, sino tambi¨¦n a sus seguidores, se ha dormido en la complacencia con el statu quo; no ha liberado sus poderes cr¨ªticos hacia s¨ª mismo, dando as¨ª alas a sus enemigos. Quiz¨¢ porque ignoraba que los tuviera o despreciara su fuerza potencial. No tener que competir en la dispu?ta ideol¨®gica lo volvi¨® demasiado acomodaticio. Y ahora observa con horror que ha de reinventarse.
La fuerza del adjetivo: liberal
Si se fijan, all¨ª donde el liberalismo cobra m¨¢s fuerza es cuando se adjetiva, cuando sustituimos liberalismo por ¡°liberal¡±. Lo sabemos bien porque no hay m¨¢s democracia que la que se predica como tal. Ah¨ª desaparecen ya los demonios asociados a algunas de sus variedades, como el propio neoliberalismo, y donde tambi¨¦n salen a la luz sus virtudes: la promoci¨®n de la libertad, la apertura de miras, la tolerancia, la inclusi¨®n del otro con todas sus diferencias. Vista as¨ª, ?qu¨¦ hay de fr¨ªo en una moral p¨²blica que predica las virtudes del pluralismo, del reconocimiento de la igual dignidad de todo ser humano, de la lucha contra la discriminaci¨®n? Otra cosa ya es que se quede como dimensi¨®n declarativa, que no trate de luchar por acercarse en lo posible al ideal. Michael Walzer, el te¨®rico izquierdista m¨¢s prestigioso de Estados Unidos, en lo que considera que ya ser¨¢ su ¨²ltimo libro, ha procedido a hacerles el mayor elogio posible a sus principios. Lo que viene a decir es bien simple: aplicar el adjetivo ¡°liberal¡± a cualquier concepto pol¨ªtico es una forma de ennoblecerlo ¡ªcomo ¡°nacionalismo o socialismo liberal¡±, por ejemplo¡ª; es lo que permite crear espacios para la saludable competencia pol¨ªtica y el desacuerdo. Y concluye: ¡°La lucha por la decencia y la verdad es una de las batallas pol¨ªticas m¨¢s importantes de nuestro tiempo. Y el adjetivo ¡°liberal¡± es nuestra arma m¨¢s importante¡±. Ya ven, otra ideolog¨ªa con mala salud de hierro.
?Por qu¨¦ no hay grandes te¨®ricos?
La respuesta sencilla y un tanto cínica sería decir que tampoco los hay en otros espacios ideológicos. La “gran teoría” (Quentin Skinner) se ha desinflado o ha huido a reductos más seguros, apartándose de los viejos y casi épicos esfuerzos de justificación de los fundamentos normativos de los sistemas políticos. Rawls ha quedado como el último intento por emprender reflexiones de esa ambición y nivel. El problema es que tampoco asoman autores en una escala menor. Al menos en comparación con el británico Isaiah Berlin, el francés Raymond Aron, el austriaco Karl Popper, la letona nacionalizada estadounidense Judith Shklar o el alemán Ralf Dahrendorf, algunos de los más sobresalientes “liberales de la Guerra Fría”, como ahora se les califica. Una respuesta más sólida sería, por tanto, el ubicar tanta y tan excelsa productividad en el marco del conflicto ideológico de posguerra; se correspondería con un momento en el que la disputa por la hegemonía geopolítica se peleaba también en el mundo de las ideas. Desvanecido el enemigo, se afloja la necesidad de justificación teórica.
Sin embargo, todos esos autores liberales, aun siendo plenamente conscientes de lo que había en juego, no pueden identificarse sin más con aquellos otros que sí tenían claro que su labor consistía en racionalizar el lado que ocupaban en el frente de la Guerra Fría, los estadounidenses Arthur M. Schlesinger Jr., Reinhold Niebuhr o el Samuel P. Huntington joven. Para los primeros, la preocupación venía de antes, de las guerras mundiales, el Holocausto y el Gulag, del totalitarismo como pesadilla política. Después de la barbarie tocaba reprimir las ansias utópicas, recelar del discurso del progreso y replegarse a territorios más templados y escépticos, a posiciones más capaces de evitar el mal mayor, la caída en el autoritarismo. Pero defender las “sociedades abiertas” no consistía únicamente en poner al día las conocidas premisas liberales, había que tapar también algunas de sus imperfecciones. Berlin lo hizo dando acogida a un liberalismo más hospitalario con lo identitario y se tomó en serio la crítica del romanticismo político. Shklar y Dahrendorf, por su parte, trataron de inmunizarlo frente a la injusticia económica, algo que acabará cobrando carta de naturaleza en el liberalismo igualitarista de Rawls.
El final del conflicto ideológico parece haberlo dejado desconcertado. Quizá porque el verdadero ganador fueron sus variantes neoliberales, porque su expansión al resto del mundo quedó frustrada y, sobre todo, porque su enemigo es ahora mucho más difuso, taimado e inaprensible; antes provenía sobre todo del exterior, de los países totalitarios, hoy se incuba en nuestros propios países democráticos. Su respuesta ante los nuevos conflictos es defensiva, buscando refugio en un liberalismo constitucional, fusionándose al concepto de democracia misma. Y dando un peligroso salto semántico: liberalismo es democracia, todo lo demás es autocracia. Punto. Como si esto le eximiera de tener que reinventarse. Sigue siendo incapaz de resolver las tensiones entre su ala conservadora y la más izquierdista, lo que a su vez responde a la incapacidad del liberalismo para encontrar respuesta a lo que siempre le ha obsesionado: cómo reconciliar autonomía individual con vida colectiva o la erosión de una cultura política capaz de mediar entre la creciente heterogeneidad de aspiraciones y estilos de vida. Le falta, en suma, la suficiente imaginación sociológica como para saber conectar lo mejor de su tradición a los nuevos desafíos. Una teoría a la altura de nuestros borrascosos tiempos.
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