Adolescencia anal¨®gica o digital, te va a dar igual
El dolor compartido nos acerca m¨¢s de lo que nos aleja cualquier dispositivo
Define con una palabra tu adolescencia. La pregunta la lanzaba esta semana la cuenta Freeda a su mill¨®n y medio de seguidores en Instagram. Y ha recibido 2.500 respuestas, la mayor¨ªa repetidas hasta la saciedad. ¡°Depresi¨®n, infierno, ansiedad, inseguridad, TCA, incomprensi¨®n, autodestrucci¨®n, desorientaci¨®n, complejos, frustraci¨®n, llanto, soledad, bullying, caos, abandono, trauma, vac¨ªo¡¡±. Por cada 20 palabras dolientes aparece alg¨²n ¡°kalimotxo¡± despistado. Tambi¨¦n se cuela la palabra ¡°libre¡± y muchas menos el adjetivo ¡°feliz¡± entre las respuestas. Leerlas me ha recordado lo dolorosa que ha sido siempre la adolescencia, tambi¨¦n cuando era anal¨®gica. Y me ha hecho reflexionar sobre c¨®mo los adultos nos hemos convertido en expertos en sentenciar el gran problema de los adolescentes y hemos dimitido de la responsabilidad de acompa?arlos en el padecimiento de sus dificultades.
El gran problema, claro, es el m¨®vil. O internet o las redes sociales, como prefieran. Sobre eso existe un amplio consenso adulto. Es decir, la gran dificultad de los j¨®venes es precisamente su cultura. ?Y cu¨¢l es la soluci¨®n que proponemos? Pues, b¨¢sicamente, exigir que se desconecten, que no tengan dispositivos o limiten su uso. Y por el camino olvidamos que el problema de la adolescencia ha sido y sigue siendo el dolor. Y la soluci¨®n que los adultos podemos (y debemos) ofrecer es el acompa?amiento como forma de consuelo. Con esto no quiero decir que el m¨®vil sea un dispositivo inocuo. Al contrario, lo vuelve todo m¨¢s dif¨ªcil. La relaci¨®n con el propio cuerpo, con la comida, con la ropa, con el ¨¦xito, con el sexo, con el canon de belleza, con el deporte¡ Hasta estudiar es m¨¢s complicado con una capacidad de atenci¨®n mermada por culpa de la tecnolog¨ªa. Pero los adultos (sobre)protectores estamos tan agobiados con el cambio tecnol¨®gico que nos hemos olvidado de que la cultura, como la identidad, no se puede arrancar. Y que el origen del dolor no es otro que la propia vida.
Hace unos meses form¨¦ parte de un programa de la Fundaci¨®n Manantial donde trabajamos la relaci¨®n entre salud mental y tecnolog¨ªa con chavales de distintos institutos de la Comunidad de Madrid. En uno de los grupos, el del instituto p¨²blico Men¨¦ndez Pelayo (Getafe), preguntamos al alumnado por sus miedos. Y a pesar de llevar varias jornadas form¨¢ndose sobre los riesgos de la tecnolog¨ªa, result¨® que sus terrores no pasaban por su smartphone. De nuevo, las respuestas se repet¨ªan. ¡°Miedo a hacer da?o, a que me hagan da?o, a no sentirme suficiente, a no ser feliz, a no gustar, a que me ignoren, a no conseguirlo, a perder la ilusi¨®n, a que me dejen, a que me enga?en, a la Universidad, a sentirme sola¡±, declararon. Estoy convencida de que si aquel d¨ªa hubiera metido en otra habitaci¨®n a las madres y padres de ese mismo grupo y les hubiera preguntado por los miedos que ten¨ªan sobre sus hijas e hijos, no habr¨ªan coincidido en nada.
Madres y padres presumimos de lo tarde que damos tal o cual dispositivo a nuestros reto?os, pero aumentar el tiempo de presencia y escucha a los adolescentes expuestos a la tecnolog¨ªa no forma parte de la fallida terapia colectiva y coercitiva. Nuestros adolescentes est¨¢n tristes, solos y a menudo en peligro. Pero nosotros, los anal¨®gicos, tampoco fuimos felices. Y ese dolor compartido nos acerca m¨¢s de lo que nos aleja cualquier dispositivo. Decimos que son de cristal, pero olvidamos con frecuencia que est¨¢n a punto de romperse. Por eso, si tiene alguno cerca, no juzgue, no compare, no piense que su adolescencia fue mejor y esc¨²chelo.
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