Venir de pobre
La exhibici¨®n p¨²blica de los padecimientos de sus antepasados que algunos hacen como si fueran propios resulta in¨²til y obscena. Seguimos sin saber nada del reci¨¦n llegado al cargo, excepto su escaso pudor
De un tiempo a esta parte resulta cada vez m¨¢s frecuente que cuando alguien accede a un cargo p¨²blico de una cierta relevancia, los medios de comunicaci¨®n se hagan eco de la informaci¨®n ¡ªpor lo general filtrada por el propio gabinete de prensa del cargo en cuesti¨®n¡ª seg¨²n la cual los abuelos o los padres de este ¨²ltimo no proced¨ªan de ning¨²n sector acomodado, sino que eran de origen m¨¢s bien humilde (cuanto m¨¢s humilde fuera, m¨¢s se destacan los detalles concretos).
Sin duda, no se trata de una informaci¨®n neutra o meramente anecd¨®tica, sino que, tras la apariencia de estar proporcionando unos datos objetivos, subyace m¨¢s de un mensaje que en ocasiones el propio protagonista se encarga de destacar en posteriores entrevistas. Si es de izquierdas (en cualquiera de sus variantes) le sirve para enfatizar que, en cuanto tome posesi¨®n y en la medida en que est¨¢ familiarizado con la situaci¨®n de los menos favorecidos, entender¨¢ m¨¢s f¨¢cilmente sus reivindicaciones. Si es de derechas (tambi¨¦n ah¨ª hay donde elegir) utilizar¨¢ esos mismos datos para destacar que, en contra de lo que suelen afirmar sus adversarios, se puede proceder de sectores populares y abrazar ideas conservadoras, y que el t¨®pico de que a los partidos de derechas solo les votan los ricos (o los tontos pobres) carece del menor fundamento.
La verdad es que el dato de la extracci¨®n social como clave para interpretar la posici¨®n pol¨ªtica de un representante p¨²blico resulta cada vez menos relevante. Quedaron irreversiblemente atr¨¢s aquellos reportajes de la ¨¦poca de la Transici¨®n en los que se nos describ¨ªa c¨®mo hab¨ªan coincidido en el mismo colegio de pago del centro de Madrid los que, pocas d¨¦cadas despu¨¦s, militar¨ªan en formaciones pol¨ªticas enfrentadas. Y, aunque el ascensor social est¨¦ en nuestros d¨ªas seriamente averiado, hubo un tiempo, no tan lejano, en el que, mal que bien, funcionaba y la suma de un cierto desarrollo econ¨®mico y el establecimiento de una educaci¨®n p¨²blica universal y gratuita ayudaron a que grandes contingentes de hijos de trabajadores accedieran a la educaci¨®n superior. No pretendo convertir mi experiencia personal en argumento irrebatible, pero tampoco creo que carezca por completo de valor. Durante las cuatro d¨¦cadas en que fui profesor en la Universidad de Barcelona pude comprobar de manera fehaciente y reiterada en qu¨¦ medida el grueso de los estudiantes que me entregaban las fichas con sus datos personales ni siquiera viv¨ªan en la misma ciudad sino que proced¨ªan de localidades del cintur¨®n industrial, esto es, de zonas inequ¨ªvocamente populares.
De esta inicial constataci¨®n se desprende una segunda, que asimismo cuestiona otro de los mensajes subyacentes que a menudo parecen querer deslizarse tras la informaci¨®n acerca del origen social del nuevo cargo. Porque, tambi¨¦n a diferencia de lo que ocurr¨ªa en los primeros compases de la Transici¨®n, precisamente porque por fortuna ya no existe la feroz carrera de obst¨¢culos con la que se tropezaba quien, procediendo de abajo, pretendiera una cierta promoci¨®n profesional, el hecho de haberla alcanzado finalmente no acredita por s¨ª solo ni una herc¨²lea fuerza de voluntad ni una capacidad intelectual muy por encima de la del resto. (Como es obvio, esto no impide reconocer que siempre los ha habido que, por su cuna, lo han tenido todo m¨¢s f¨¢cil).
En realidad, a poco que se piense, el hecho en s¨ª no acredita apenas ya nada. Ni siquiera que, por haberlo pasado supuestamente peor que otros, se vaya a ser m¨¢s solidario con quienes tuvieron parecida experiencia. He aqu¨ª una premisa desmentida de manera reiterada por la realidad, pero que ha adquirido gran predicamento como consecuencia del auge del discurso victimista, que parece haber calado por completo en nuestra sociedad. De tal manera que se dir¨ªa que poder acreditar alguna cuota de pesares, por peque?a que sea, ya permite a cualquiera integrarse en las filas de las v¨ªctimas. V¨ªctimas cuyo rasgo fundamental ¡ªlo que hace tan atractiva su figura, como ha desarrollado brillantemente Daniele Giglioli en su libro Cr¨ªtica de la v¨ªctima¡ª es no solo que, por el hecho de serlo, les sea debida toda la solidaridad y la comprensi¨®n del resto de los mortales sino, m¨¢s importante a¨²n, que nada les puede ser reclamado. Ya que parece aceptarse sin la m¨¢s m¨ªnima reserva que aquellos pesares, debidamente destacados, les eximen de cualquier hipot¨¦tica responsabilidad por cualquier comportamiento censurable que hubieran podido tener o tuvieran en lo sucesivo.
Conviene atender a este ¨²ltimo matiz porque en buena medida explica un rasgo no infrecuente en la conducta de muchos de quienes se tienen por v¨ªctimas. Y es que, lejos de mostrarse particularmente solidarios y emp¨¢ticos con quienes sufren an¨¢logos padecimientos, tienden a desentenderse casi por completo de los mismos. Se dir¨ªa que la l¨®gica subyacente con la que aquellos funcionan es m¨¢s bien la de una especie de despiadado darwinismo que, si tuviera que ponerse en palabras, vendr¨ªa a formularse en t¨¦rminos parecidos a: ¡°Bastante ya he tenido que pasar yo como para tener que hacerme cargo ahora de los padecimientos, sin duda menos importantes, de otros¡±.
La cosa no deber¨ªa venirnos de nuevas. Conocemos muchos casos, incluso en la historia m¨¢s reciente, en los que las v¨ªctimas con mayor antig¨¹edad no es que se desentendieran de las reci¨¦n llegadas a esa condici¨®n sino que se ve¨ªan resarcidas de sus viejos padecimientos asumiendo el papel de represoras (cuando no directamente de verdugos) de las nuevas. Quienes les resarc¨ªan de esos viejos padecimientos de semejante manera sab¨ªan lo que se hac¨ªan: estas v¨ªctimas con pedigr¨ª se encontraban en condiciones de desempe?ar dicha funci¨®n represiva a la perfecci¨®n. No experimentaban ni la menor mala conciencia.
Subyace a esta fr¨ªa actitud un supuesto que se encuentra lejos de ser obvio. Pi¨¦nsenlo. La cosa se hace patente si llevamos a cabo el experimento mental de trasladarnos a aquellas ¨¦pocas del pasado en las que no pasaba l¨ªnea de demarcaci¨®n alguna por el hecho de haber experimentado o no determinados padecimientos, por la sencilla raz¨®n de que pr¨¢cticamente nadie (excepto una muy exigua minor¨ªa) quedaba exento de ellos. Eran ¨¦pocas en las que se daban por descontado cosas tales como que hab¨ªamos venido a este mundo a sufrir o que la vida humana transcurr¨ªa en valle de l¨¢grimas. En un universo mental as¨ª, en el que el sufrimiento o bien se daba por descontado, o bien se supon¨ªa que de ¨¦l se extra¨ªa algo (sabidur¨ªa, por ejemplo), no cab¨ªa hacer uso del mismo como categor¨ªa que sobrecualificara moralmente a nadie.
Se desprend¨ªa de ello una conclusi¨®n que ahora deber¨ªa resultarnos esclarecedora: lo espec¨ªfico, lo digno de eventual elogio, era la forma en que se reaccionaba ante dicho sufrimiento, no el sufrimiento mismo, que disponemos de abundantes testimonios de que tanto puede convertir al que lo padece en el m¨¢s admirable de los h¨¦roes como en el m¨¢s despreciable de los miserables. Tras Si esto es un hombre no podemos hacer como si no lo supi¨¦ramos. De ah¨ª que en muchas ocasiones resulte tan obscena como in¨²til la p¨²blica exhibici¨®n de los padecimientos y los sinsabores de sus antepasados que algunos llevan a cabo como si fueran propios. Al finalizar la exhibici¨®n, seguimos sin saber rigurosamente nada del reci¨¦n llegado al cargo, excepto su escaso pudor.
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