La costumbre de ser mala persona
Cuando se permite la reducci¨®n de los servicios p¨²blicos o las libertades, una sociedad democr¨¢tica puede acabar considerando normal la miseria extrema o la violencia y convivir con ello, como en Estados Unidos
![Tribuna Azahara Palomeque 29 enero](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/RCUM5I2CRFAZ5HN6XX3FRBXBE4.jpg?auth=20bd8a77d15da1a7299233cfa49e7201c17c108ed50dcacf72b4ec23ba0726be&width=414)
El metro de Filadelfia, como casi todo el transporte p¨²blico de Estados Unidos, se convierte, una vez transcurrida la hora punta, en una suerte de antro que acoge a los seres m¨¢s desarrapados del lugar, los m¨¢s pobres o d¨¦biles seg¨²n el patr¨®n ideol¨®gico dominante, los menos aptos para la supervivencia. En la ciudad desde la que escribo, esta lacra nacional viene con la particularidad de una presencia muy espec¨ªfica entre esos olvidados, la de muchos adictos a los opi¨¢ceos que, ra¨ªl arriba y abajo, se pinchan a la vista de cualquiera y sufren los efectos de una crisis creada por las empresas farmac¨¦uticas. Filadelfia alberga el mayor mercado al aire libre de drogas de todo el pa¨ªs; sus v¨ªctimas, si logran moverse, a menudo se agrupan en los vagones que los trasladan de un barrio a otro, sea para dedicarse al robo de peque?as mercanc¨ªas que despu¨¦s puedan vender, o simplemente en busca de calefacci¨®n. El otro d¨ªa, mi marido se encontraba en uno de esos vagones y fue testigo de una escena desgarradora que, de tanta reiteraci¨®n, se ha erigido ya en costumbre: un hombre se balanceaba al ritmo del traqueteo hasta que, de repente, perdi¨® el equilibro: en la ca¨ªda de frente se parti¨® la nariz, a juzgar por los gritos de dolor. ¡°?Y t¨² qu¨¦ hiciste?¡±, quise saber. ¡°Preguntarle si estaba bien, pero no pod¨ªa hablar. El resto de los viajeros permaneci¨® indiferente¡±.
Son cientos las situaciones de ese calibre que el ciudadano estadounidense observa en su rutina diaria, cuando no le toca sufrirlas de primera mano. La mayor parte de las veces, el gent¨ªo no pasa de mero espectador ante las desgracias ajenas. Si ese d¨ªa a mi marido le lati¨® algo que lo instig¨® a proferir unas palabras, en otras ocasiones no ha sido as¨ª: la tarde que vimos a un mendigo tirado en el suelo, agonizante y ensangrentado, ambos seguimos caminando mientras conten¨ªamos una rabia, por lo dem¨¢s, inservible. Semanas despu¨¦s, una mujer fue violada en un tren a la vista de multitud de pasajeros: nadie hizo nada por evitarlo. Meses antes, yo hab¨ªa entrevistado a una chica recuperada de su adicci¨®n a los opi¨¢ceos que me revel¨® lo errado de una sociedad sin ning¨²n tipo de atenci¨®n p¨²blica en la que se deja morir a los m¨¢s indefensos: hab¨ªa contemplado las mayores aberraciones ¡ªrobos, asesinatos, agresiones f¨ªsicas¡ª durante la ¨¦poca en que se inyectaba aquellas sustancias. Incontenible, el llanto le resbalaba por las mejillas al contestar a mis preguntas: ¡°Yo estaba hecha una mierda, ?sabes?, pero mucha gente estaba peor que yo, y no fui capaz de mover un dedo por ella. Jam¨¢s¡±, argumentaba con dificultad, entre espasmos, ¡°jam¨¢s imagin¨¦ que podr¨ªa llegar a ser tan mala persona.
El desd¨¦n hacia el dolor del otro no es un rasgo intr¨ªnseco al ser humano, sino que se cultiva socialmente. Suele nacer del miedo al contagio, a que la situaci¨®n desesperada en que alguien se encuentra nos salpique de alguna manera, lo cual refuerza un sistema que fomenta el individualismo y normaliza esa completa desasistencia, especialmente entre los m¨¢s vulnerables. Ante la visi¨®n de una persona enferma yaciendo en la calle, el primer impulso quiz¨¢ sea llamar a la ambulancia, pero autom¨¢ticamente surge el interrogante de cu¨¢nto va a costar y qui¨¦n pagar¨¢ la factura, cuando no el pensamiento que la culpabiliza por su condici¨®n. La falta de sanidad p¨²blica construye as¨ª una tolerancia frente al cuerpo aquejado de mil males que habr¨¢n sido, decimos, instaurados por el propio sujeto y cuya sanaci¨®n vale dinero. De la misma forma, el p¨¢nico a que alguien lleve un arma nos disuade de actuar, pero tambi¨¦n el pavor a unas fuerzas del orden militarizadas, en las que abundan energ¨²menos de extrema derecha entrenados para reducir al enemigo y no para asistir a la ciudadan¨ªa. Se les podr¨ªa escapar una bala en la direcci¨®n inapropiada, podr¨ªan acusarme a m¨ª de las circunstancias en que se halla el otro y arrestarme sin motivo; la cooperaci¨®n entre gentes que conviven y deber¨ªan preocuparse por el bienestar com¨²n se esfuma si se ha sido educado para subsistir en la jungla. Estas din¨¢micas, que no son m¨¢s que s¨ªntomas de la desaparici¨®n progresiva de nuestras sociedades democr¨¢ticas y su transformaci¨®n en otra cosa, de la inexistencia del Estado del bienestar, empobrecen los bolsillos tanto como la moral, que acaba siendo el andrajo con que arropar a la familia m¨¢s cercana, la nuclear, y, si acaso, al reducido grupo de contactos que constituyen tanto como resguardan nuestro peque?o c¨ªrculo de privilegio. Cuando desde instancias gubernamentales se impone el s¨¢lvese quien pueda a costa de los ahogados que yacen debajo, se institucionaliza tambi¨¦n una maldad que es tan administrativa como personal y termina haciendo mella en nuestra concepci¨®n del ser humano, los cuidados ¡ªy los derechos¡ª que merece, si no nos transforma directamente en piedras.
Describ¨ªa el escritor portugu¨¦s Valter Hugo M?e en la novela La m¨¢quina de hacer espa?oles las vicisitudes de un pu?ado de ancianos, residentes en un geri¨¢trico, en quienes transpiraba ¡°el fascismo de los hombres buenos¡±, a saber, una vileza sutil, desmigada en actos suavemente violentos, como min¨²sculos alfileres, que proven¨ªa de haber sido socializados en la dictadura de Salazar. No eran seres diab¨®licos; al contrario, sus chascarrillos e historietas los tornaban entra?ables, hasta que el monstruo del h¨¢bito alimentado durante d¨¦cadas brotaba de improviso, provocando da?os incalculables. El literato jugaba as¨ª con el concepto de ¡°la banalidad del mal¡± que acu?¨® Hannah Arendt: basta un engranaje estatal da?ino, una burocracia perniciosa, para que cualquier ser humano se transforme en una criatura despreciable.
Si atravesamos fronteras y comparamos pa¨ªses cuidadosamente, admitimos las diferencias, pero establecemos paralelismos, rimas que nos permitan abrir los ojos, discerniremos con lucidez una atomizaci¨®n social que es capaz de pudrirnos por dentro mientras se despedazan los v¨ªnculos colectivos. Que comunidades aut¨®nomas como Madrid o Andaluc¨ªa se hayan empe?ado en destruir la atenci¨®n primaria y, con ello, la sanidad p¨²blica, como se han hartado de gritar las multitudes que se han manifestado recientemente, no solo engorda la masa de clientes de la privada, sino que desgaja al individuo del objetivo com¨²n que deber¨ªa ser cuidarnos entre todos y no salvarnos ¡ªquien lo consiga¡ª aisladamente. Lo mismo podr¨ªa decirse del desmantelamiento de la educaci¨®n p¨²blica e, igualmente, de una ley mordaza que reprime el civismo en cuanto que lo criminaliza y autoriza la mano dura policial sin restricciones ni fiscalizaci¨®n por parte de esa gente que, adem¨¢s, les paga el sueldo con sus impuestos a cambio de un servicio que no recibe. Ante la paliza arbitraria o la declaraci¨®n que da con tus huesos en la c¨¢rcel sin m¨¢s pruebas que un testimonio, muchos optar¨¢n por no hablar, por torcer la vista en un gesto de desinter¨¦s que es tambi¨¦n de ego¨ªsmo, por no denunciar el abuso que conlleva empobrecernos cada vez m¨¢s y privarnos de derechos fundamentales. Despu¨¦s, como ya he vivido tantas veces aqu¨ª, seguiremos remando en soledad, en mitad de aguas s¨¦pticas y procelosas, para acabar llorando no solo la democracia y sus pilares del bienestar, sino, sobre todo, la oportunidad perdida de haber podido ser, tal vez, buenas personas.
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