?Una monarqu¨ªa plurinacional?
Para la Corona espa?ola, la adaptaci¨®n a una comunidad plural ha resultado m¨¢s dif¨ªcil, entre otras cuestiones porque la Constituci¨®n de 1978 no la recoge como tal
La reina Isabel II falleci¨® en Balmoral, en el coraz¨®n de Escocia, el 8 de septiembre pasado. All¨ª pas¨® buena parte de su vida. Y en Edimburgo fue velada primero, en medio del respeto de miles de ciudadanos escoceses, solo superado por el de los londinenses. Las reacciones de los l¨ªderes pol¨ªticos brit¨¢nicos tras su deceso fueron un¨¢nimes. Todos destacaron la exquisita neutralidad de la soberana en su longevo reinado, su ponderaci¨®n y su capacidad para estar presente sin que se notase. Entre esas reacciones, hubo una que desde Espa?a puede sorprender: las elegantes notas de condolencia publicadas por la primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, y su antecesor, Alex Salmond, ambos independentistas. Al p¨¦same se unieron el l¨ªder del partido nacionalista gal¨¦s, Adam Price, e incluso la lideresa del Sinn F¨¦in irland¨¦s, Michelle O¡¯Neill. Todos ellos reconocieron el sentido del deber, el tacto institucional y la contribuci¨®n de Isabel II a la reconciliaci¨®n entre las comunidades protestante y cat¨®lica del Ulster, pero tambi¨¦n su hist¨®rica visita a Dubl¨ªn en mayo de 2011 y su tributo a las v¨ªctimas del Domingo Sangriento de noviembre de 1920, cuando militares brit¨¢nicos abrieron fuego indiscriminado contra los espectadores de un partido de f¨²tbol ga¨¦lico.
La difunta reina era sin duda partidaria del mantenimiento de la unidad del Reino Unido, de la Uni¨®n. Aunque expres¨® discretamente su preocupaci¨®n por el refer¨¦ndum escoc¨¦s de 2014, pero no se pronunci¨® en p¨²blico; incluso, y pese a sus pulsiones republicanas, los independentistas declaraban estar dispuestos a aceptarla como simb¨®lica jefa del Estado, del mismo modo que lo era de Canad¨¢ o Nueva Zelanda. Isabel II asisti¨® durante su reinado a la descomposici¨®n del imperio brit¨¢nico, a su reconversi¨®n en potencia mediana y europea, y al cuestionamiento interno de la unidad territorial en su centro insular, primero por parte de los cat¨®licos en Irlanda del Norte desde la d¨¦cada de 1960, The Troubles como era tambi¨¦n conocido el conflicto, que se saldaron con el despliegue del Ej¨¦rcito brit¨¢nico y cientos de muertos; y despu¨¦s por el auge del independentismo, con altibajos, en Escocia desde fines de los a?os setenta, y de modo m¨¢s d¨¦bil en Gales. A menudo, los independentistas lo eran del dominio anglobrit¨¢nico, pero no necesariamente renunciaban a alguna forma de vinculaci¨®n institucional con la monarqu¨ªa, que siempre se caracteriz¨® por cierta flexibilidad para acomodar territorios distintos y distantes mediante f¨®rmulas de asociaci¨®n y autogobierno, de Egipto a Sud¨¢frica. Solo los nacionalistas irlandeses fueron una excepci¨®n tras 1921: el juramento de lealtad a la Corona contemplado en su estatus de Estado Libre fue un motivo de enfrentamiento civil. Tras declarar su plena independencia, la Rep¨²blica de Irlanda abandon¨® la Commonwealth en 1949.
Sin duda, el Reino Unido es una comunidad pol¨ªtica peculiar, en su mezcla de tradici¨®n y modernidad. Una monarqu¨ªa que reina sobre una uni¨®n de cuatro naciones, sin Constituci¨®n pero con usos pol¨ªticos e institucionales sancionados por la costumbre, abiertos a la tolerancia. Un monarca que es s¨ªmbolo transnacional de una mancomunidad de naciones y desempe?a la jefatura del Estado de otras 15 rep¨²blicas independientes. Un fascinante espejo para otras monarqu¨ªas con dificultades de legitimaci¨®n social, o que reinan sobre comunidades pol¨ªticas pluri¨¦tnicas o plurinacionales. Es el caso de la monarqu¨ªa belga (Flandes, Valonia y Bruselas, y tres idiomas oficiales), la danesa (Dinamarca, islas Feroe y Groenlandia) y la de los Pa¨ªses Bajos (que comprende los Pa¨ªses Bajos, con Holanda y Frisia, m¨¢s Aruba, Cura??o y San Mart¨ªn). ?Y la espa?ola?
En la era de los Estados nacionales no siempre las monarqu¨ªas que ven¨ªan del pasado supieron adaptarse. Se sent¨ªan m¨¢s c¨®modas en los lenguajes de la legitimidad din¨¢stica y la confesi¨®n religiosa, y recelaban de la naci¨®n como titular de la soberan¨ªa. Fueron varias las que desaparecieron, arrastradas por vientos de fronda o derrotas militares. Pero andando el tiempo las monarqu¨ªas se adaptaron y fueron agentes activos de nacionalizaci¨®n: el rey pas¨® a encarnar la naci¨®n moderna, y el cuerpo del rey era el Estado y la naci¨®n al mismo tiempo. Buscaron el contacto con los s¨²bditos, ahora ciudadanos, mediante viajes a regiones rec¨®nditas del reino, la asociaci¨®n con banderas e himnos, la jefatura de los ej¨¦rcitos o la alta diplomacia. Hasta 1914 los nuevos pa¨ªses independientes en Europa buscaban un rey, aunque fuese for¨¢neo, como hicieron todav¨ªa en 1905 los noruegos. Para figurar en el concierto de las naciones, mejor era contar con una cabeza coronada.
?C¨®mo lidiar con la plurinacionalidad? Las monarqu¨ªas incorporaron elementos simb¨®licos ¡ªpr¨ªncipes de Gales, por ejemplo¡ª que expresaban el car¨¢cter org¨¢nico de sus reinos, entendidos como comunidades plurales. La monarqu¨ªa brit¨¢nica sigui¨® fiel despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial al recetario posimperial: el Reino Unido es, por definici¨®n, una uni¨®n de naciones. La monarqu¨ªa belga se adapt¨® ling¨¹¨ªsticamente: la espa?ola Fabiola de Mora, reina consorte de los belgas entre 1960 y 1993, aprendi¨® el neerland¨¦s y fue adorada por la comunidad flamenca. No era nuevo: ya la emperatriz austroh¨²ngara Sissi, b¨¢vara ella, se hab¨ªa ganado a los inquietos magiares por aprender su idioma.
Para otras monarqu¨ªas, como la espa?ola, la empresa se ha revelado m¨¢s dif¨ªcil. De entrada, porque la plurinacionalidad como tal no est¨¢ reconocida por ley, m¨¢s all¨¢ de la menci¨®n a las ¡°nacionalidades y regiones¡± del art¨ªculo segundo de la Constituci¨®n de 1978, y su respeto o preservaci¨®n tampoco figura entre las funciones expresas del monarca. Tanto el Partido Nacionalista Vasco como amplios sectores del nacionalismo catal¨¢n ¡ªbuen ejemplo fue Jordi Pujol¡ª expresaron en el pasado cierta preferencia por el establecimiento de una relaci¨®n bilateral entre sus territorios y Espa?a, mediante un v¨ªnculo con la Corona de regusto neoforal que apelaba a la Espa?a de los Austrias, basada en la unidad en la diversidad. Juan Carlos I propici¨® una moderada e informal pol¨ªtica de gestos: incluir frases en gallego, euskera o catal¨¢n en sus discursos en territorios biling¨¹es; el hecho de que la infanta Cristina, casada con un vasco, viviese en Barcelona y hubiese aprendido catal¨¢n; la campechan¨ªa regia en las visitas a Tarragona o Mondrag¨®n¡ Empero, para una parte de la ciudadan¨ªa, la monarqu¨ªa se asociaba solo a una idea de Espa?a.
Ciertamente, la izquierda nacionalista perif¨¦rica siempre vio en la monarqu¨ªa un relicto del franquismo, incapaz de superar su pecado original de haber sido designada como sucesora por el dictador. El rey y la monarqu¨ªa son Espa?a, y punto. Ese rechazo gener¨® un terreno com¨²n, aunque polis¨¦mico, con las diversas variantes del republicanismo espa?ol y las nuevas izquierdas desde la segunda d¨¦cada del siglo XX, basado en una cierta ambig¨¹edad: ?queremos una rep¨²blica (con)federal, o varias rep¨²blicas ib¨¦ricas fraternales? Por el contrario, para sus defensores la monarqu¨ªa se convirti¨® de nuevo en el s¨ªmbolo por antonomasia de la unidad y la continuidad de la naci¨®n espa?ola, m¨¢s all¨¢ de la Constituci¨®n. Es el cuerpo de la naci¨®n. Ese significado se acentu¨® desde principios del siglo XXI, en particular ante el desaf¨ªo independentista catal¨¢n. Buena parte de la derecha, que antes ve¨ªa a Juan Carlos I como un traidor a los designios del caudillo y hasta un amigo de los socialistas, ahora contempla en su hijo un baluarte de la unidad hisp¨¢nica desde los tiempos de Recaredo, si no antes. Ante este panorama dividido y divisivo, cabe preguntarse si en t¨¦rminos de plurinacionalidad la monarqu¨ªa y los mon¨¢rquicos espa?oles tambi¨¦n podr¨ªan aprender algo, pasados los fastos f¨²nebres, de Isabel II, Fabiola y otras reinas.
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