En un paisaje de murallas
Los israel¨ªes ilustrados, agudamente cr¨ªticos con el poder, se saben abandonados por una parte considerable de la izquierda internacional, encallada en la fidelidad a sus propios estereotipos y manique¨ªsmos
En el breve viaje entre Tel Aviv y Jerusal¨¦n se ve un gran muro de hormig¨®n desnudo y alambre espinoso subiendo y bajando a trav¨¦s de un paisaje de colinas ¨¢ridas, pinares y olivares que se parece mucho al de la Andaluc¨ªa interior. El muro da una sensaci¨®n de inmensidad bajo el cielo muy azul, interrumpido por torres de vigilancia, con algo arcaico de fortaleza cicl¨®pea. Es al acercarse a ¨¦l cuando se advierte su brutal modernidad, como el tajo de un hachazo de nueve metros de altura, del mismo tono gris que las autopistas que discurren a su costado y con frecuencia tambi¨¦n son en s¨ª mismas murallas de separaci¨®n entre palestinos e israel¨ªes. Israel es un pa¨ªs muy peque?o, atravesado por muros visibles e invisibles que vuelven todav¨ªa m¨¢s angosto el espacio, marcado por l¨ªmites, por puestos de control, por contrastes tan bruscos como los que podr¨ªan separar ¨¦pocas lejanas entre s¨ª y, sin embargo, contiguas. Al llegar a la zona del Muro de las Lamentaciones, lo que sorprende es lo reducido del espacio. Hay que atravesar un pasadizo subterr¨¢neo bastante oscuro y de techo muy bajo y un control de seguridad. Justo encima de este lienzo escaso de una antigua muralla contra la que rezan devotos barbudos vestidos de negro, est¨¢ la Explanada de las Mezquitas, en una yuxtaposici¨®n espacial que es el reverso de una insalvable distancia teol¨®gica y pol¨ªtica. Familias ultraortodoxas tan innumerables como tribus b¨ªblicas desfilan sumergidas en su propio mundo, las miradas ajenas a todo lo que est¨¢ fuera de ¨¦l. No muy lejos de all¨ª est¨¢n las calles muy estrechas y mucho menos limpias de la ciudad musulmana, dentro de las cuales tambi¨¦n hay zonas fronterizas: en Jerusal¨¦n Este, igual que en Cisjordania, se multiplican los asentamientos de colonos ultraortodoxos, urbanos y no rurales, pero con una id¨¦ntica actitud de ocupaci¨®n y fortaleza asediada. En los paisajes del campo, con su belleza austera, los asentamientos parecen colonias compactas de adosados en un p¨¢ramo espa?ol, tambi¨¦n rodeadas de muros y alambradas, con torres y reflectores, con carreteras de acceso exclusivo.
Hay muros visibles que se marcan como cicatrices sobre una tierra inh¨®spita, y otros que no se ven y pueden ser todav¨ªa m¨¢s radicales. En 2007, la primera vez que yo estuve en Israel, se notaba mucho la distancia entre Tel Aviv y Jerusal¨¦n, la capital relajada y cosmopolita junto al mar y la ciudadela de todas las ortodoxias posibles, amurallada en lo alto de su colina desnuda, con sus callejones estrechos y sus expediciones de turismo religioso. La atm¨®sfera urbana de Tel Aviv estaba marcada por el horizonte del mar y por los edificios de la Bauhaus, levantados desde mediados de los a?os treinta por arquitectos jud¨ªos huidos de Alemania. En Jerusal¨¦n, por el contrario, ha prevalecido un historicismo que fue impuesto en los tiempos del dominio brit¨¢nico, una fidelidad, a mi juicio funesta, a la piedra blanca como osamenta pulida y a un vago aire medieval. En Tel Aviv reinaba esa atm¨®sfera discutidora y siempre algo febril de las grandes capitales de cultura jud¨ªa, Nueva York o Buenos Aires. Israel es un pa¨ªs de una informalidad muy desenvuelta, incluso ¨¢spera. Pero en Jerusal¨¦n se notaba mucho m¨¢s que en Tel Aviv el peso de lo institucional, la presi¨®n creciente del integrismo religioso y pol¨ªtico.
Volv¨ª a Jerusal¨¦n en 2013, y la ciudad me pareci¨® cambiada, con zonas de vida nocturna y restaurantes de aire europeo, con una mayor viveza y libertad en las costumbres, al menos entre la gente laica y progresista con la que me relacionaba. Pero las divisiones pol¨ªticas se agrandaban cada vez m¨¢s, por el peso agobiante de la extrema derecha y el integrismo religioso, y por la p¨¦rdida de influencia y la debilidad de una izquierda que se hab¨ªa quedado sola en la defensa de una soluci¨®n justa para la frontera m¨¢s grave y m¨¢s cruel de todas, la representada visiblemente por ese muro que corta en dos el paisaje. Habl¨¦ con personas que hab¨ªan perdido a seres queridos o hab¨ªan sufrido heridas y traumas ellas mismas por culpa de las olas de atentados de 2002 y 2003, cuando los terroristas palestinos se autoinmolaban en mitad de una calle o en el interior de un autob¨²s lleno de gente: hubo cerca de 500 muertos tan solo en 2002. La realidad es dolorosa, y complicada. Personas que hab¨ªan sufrido en carne propia en esos atentados, y que hab¨ªan seguido perteneciendo a asociaciones pacifistas y de apoyo a la poblaci¨®n palestina, me dec¨ªan que ese muro de injusticia y verg¨¹enza hab¨ªa servido tambi¨¦n para salvar vidas, haciendo m¨¢s dif¨ªcil el paso de los terroristas desde los territorios ocupados. Defender los derechos de la poblaci¨®n palestina desde el confort de una ciudad europea sin duda es meritorio, pero no muy arriesgado. Hacerlo en Israel, bajo la amenaza permanente de un atentado o de un cohete venido del otro lado de una frontera siempre cercana, requiere un temple moral y f¨ªsico del que no todos ser¨ªamos capaces. Los israel¨ªes ilustrados, agudamente cr¨ªticos con el poder, activistas del laicismo, sublevados contra las corruptelas, el oportunismo c¨ªnico, el extremismo del Gobierno de Netanyahu, tambi¨¦n se saben abandonados por una parte considerable de la izquierda internacional, encallada en la fidelidad a sus propios estereotipos y manique¨ªsmos, tan enfervorizada en la defensa de la causa palestina que confunde a veces a terroristas sanguinarios con luchadores por la libertad, y siente tanta compasi¨®n por las v¨ªctimas de las agresiones de Israel que ya no le queda ninguna para las otras v¨ªctimas israel¨ªes que no son menos inocentes. La derecha sufre una miop¨ªa inversa. La melancol¨ªa incurable que transpiran los escritos pol¨ªticos de David Grossman y de Shlomo Ben Ami tienen que ver con esa soledad interior y exterior a la que parecen destinados los ciudadanos israel¨ªes que piensan como ellos.
Ahora que la monstruosidad de la guerra tiende a borrar todos los matices y toda esperanza de concordia es cuando se vuelven m¨¢s necesarias esas voces de lucidez y templanza. En Jerusal¨¦n y en Tel Aviv o¨ª hablar mucho de la muralla de Gaza, y del hacinamiento y la pobreza que hay al otro lado, pero yo no llegu¨¦ a verla. Era mucho m¨¢s tecnol¨®gica que el muro de Cisjordania, con sus torres de telefon¨ªa, sus sensores de movimiento y de calor, sus videoc¨¢maras y ametralladoras guiadas por control remoto: un tramo m¨¢s de la gran muralla que se est¨¢ erigiendo para proteger a los privilegiados de los pobres, desde los desiertos de la frontera entre Estados Unidos y M¨¦xico a la valla de Melilla, y a las que levantan los pa¨ªses m¨¢s xen¨®fobos del este de Europa. En Israel advert¨ª que muchas personas se hab¨ªan acostumbrado a vivir como si al otro lado de las fronteras visibles e invisibles no hubiera nadie. Para los ultraortodoxos el mundo secular no existe. Se puede vivir a unos pasos de una muralla m¨¢s all¨¢ de la cual hierve una poblaci¨®n exasperada de dos millones y medio de personas. Ahora el espanto de los ojos abiertos solo ofrece un horizonte de mortandad y de ruinas. Pero m¨¢s pronto o m¨¢s tarde llegar¨¢ el alto el fuego, y habr¨¢ que apartar los escombros y reconstruir poco a poco la cotidianidad de la vida, que ser¨¢ m¨¢s segura en la medida en que se levanten viviendas dignas, escuelas, hospitales y caminos abiertos, y no murallas de hormig¨®n o de tecnolog¨ªa. Ya s¨¦ que esto parece imposible, en esta hora de los incendiarios y los vengadores, del ojo por ojo y el diente por diente. Pero la alternativa, tal como est¨¢ el mundo, da miedo imaginarla.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.