?Mayor¨ªa progresista?
No es lo mismo democracia deliberativa que democracia agregativa. Un Gobierno no tiene derecho a excluir del di¨¢logo a una parte de la poblaci¨®n y menos a construir un muro frente a ella
Cuando Pedro S¨¢nchez se dirigi¨® al jefe del Estado espa?ol, el rey Felipe VI, asegurando que contaba con la mayor¨ªa necesaria para presentar su candidatura a la presidencia del Gobierno con probabilidad de ¨¦xito, la calific¨® con un adjetivo que parec¨ªa contener la raz¨®n contundente por la que no solo era suficiente desde el punto de vista cuantitativo, sino tambi¨¦n inapelable desde el cualitativo: era una mayor¨ªa progresista. Ese ha venido siendo el mantra repetido hasta la saciedad, el argumento al parecer irrefutable para el triunfo.
Como algunas teor¨ªas del lenguaje aseguran que no puede asignarse a los t¨¦rminos un significado preciso, sino que el hablante debe utilizarlos teniendo en cuenta el efecto que van a causar en el p¨²blico al que se dirige, de modo que vaya a crear adhesiones, nos encontramos entonces con t¨¦rminos vac¨ªos, con lo que siempre se llam¨® flatus vocis. Pero este proceder manipulador, tan viejo como la mala ret¨®rica, no es progresista, sino retr¨®grado. Por eso es necesario aclarar qu¨¦ es lo progresista en asuntos esenciales de la vida compartida, por ejemplo, si es progresista optar por un modelo agregativo de democracia, como se est¨¢ haciendo, o si esa opci¨®n es reaccionaria.
En efecto, en los a?os noventa del siglo pasado se produjo lo que dio en llamarse ¡°el giro deliberativo de la democracia¡±, que defendieron un buen n¨²mero de autores, a los que se consider¨® por ello progresistas. Entend¨ªan que la democracia es el gobierno del pueblo y que se expresa a trav¨¦s de la regla de la mayor¨ªa, pero tambi¨¦n que el modo de llegar a esa mayor¨ªa es esencial. Y en ese punto se enfrentaban sobre todo a los partidarios de la democracia agregativa, quienes consideraban que el individualismo es insuperable, que los individuos no construyen sus intereses socialmente, sino que ya los tienen y no pueden modificarlos a trav¨¦s del di¨¢logo y la deliberaci¨®n para intentar forjar una voluntad com¨²n. Por tanto, el ¨²nico modo de alcanzar una mayor¨ªa consistir¨ªa, seg¨²n ellos, en sumar, en agregar los intereses individuales a trav¨¦s de votaciones, sin molestarse en intentar entablar di¨¢logos que permitieran generar acuerdos. Esta era la propuesta de un neoliberalismo trasnochado, convencido de que es imposible ir m¨¢s all¨¢ de lo que Rousseau entend¨ªa como ¡°voluntad de todos¡±, que es a la que se llega cuando cada quien persigue su propio inter¨¦s, mientras que la voluntad general, clave para la democracia, es aquella en que los ciudadanos toman sus opciones buscando el bien com¨²n y no solo su propio bien. Desde esta perspectiva, no intentar el di¨¢logo ser¨ªa regresivo; la votaci¨®n ser¨ªa el fracaso de la deliberaci¨®n.
Naturalmente, unas d¨¦cadas m¨¢s tarde estas afirmaciones parecen infantiles, y m¨¢s a¨²n en pa¨ªses como el nuestro. El Gobierno no tiene el menor inter¨¦s en generar una voluntad com¨²n, hasta el punto de que el presidente ha dicho que el objetivo de la legislatura es construir un muro frente a un conjunto de espa?oles, a los que excluye como posibles interlocutores. Esos interlocutores representan a la mayor parte del pa¨ªs, como mostraron las ¨²ltimas elecciones, pero ni siquiera es eso lo m¨¢s importante. Lo peor es excluir a priori del di¨¢logo a una parte sustancial del pueblo para tener las manos libres y comprar las voluntades particulares del n¨²mero de grupos imprescindible para continuar gobernando, caiga quien caiga, pactando bilateralmente con unos y otros; dise?ando acuerdos secretos que ya respaldar¨¢ un Parlamento formado por aquellos que han vendido su voto, porque son las propuestas que ellos mismos han redactado a espaldas del resto.
El riesgo que se intenta eludir es bien claro: ?y si hablando abiertamente con esos grupos vetados por definici¨®n resulta ser que hay m¨¢s acuerdo del que al Gobierno le conviene para seguir en el poder? ?Y si la ciudadan¨ªa espa?ola es mayoritariamente de centro, se siente identificada con su pa¨ªs y con su comunidad aut¨®noma y est¨¢ dispuesta a intentar descubrir acuerdos b¨¢sicos que le permitan construir la vida juntos, dentro del marco de un Estado de derecho, con separaci¨®n de poderes, que es una conquista de progreso irrenunciable?
Siempre los aut¨®cratas han encontrado una a?agaza para cortar el di¨¢logo con una parte de los interlocutores potenciales: son jud¨ªos, son palestinos con Ham¨¢s infiltrado, son ucranios nazis. Pero un Gobierno no tiene ning¨²n derecho a excluir del di¨¢logo a una parte de la poblaci¨®n, menos a¨²n a construir un muro frente a ella. Eso es aporofobia en estado puro: tener en cuenta solo a los que pueden dar votos a cambio de prebendas. Porque la aporofobia, el rechazo al pobre, no se refiere solo al que no tiene dinero, sino tambi¨¦n al que no puede dar a cambio votos ni favores. Por eso interesan aquellos que tienen con qu¨¦ intercambiar sus exigencias, y en esto los partidos y los grupos que hoy por hoy representan a las comunidades aut¨®nomas m¨¢s poderosas llevan las de ganar. Los partidos y los grupos de poder, no la gente de a pie. Las consecuencias son inevitables: ciudadan¨ªa de primera y de segunda, seg¨²n la regi¨®n. La quiebra de la igualdad y la solidaridad, que siempre fueron los valores del progreso, junto a la libertad.
Hasta el punto de que se exige no ¡°judicializar¡± los asuntos, cuando la figura del juez ha significado el paso del estado de naturaleza, de lucha de todos contra todos, al Estado de derecho, en que las contiendas no se dirimen mediante la guerra, sino mediante la ley. Eludirlo es un retroceso de siglos, la vuelta al mundo de la fuerza, que puede convertirse en guerra abierta o en violencia encubierta. En ella siempre salen perdiendo los m¨¢s d¨¦biles.
Una ley de amnist¨ªa es injusta, entre otras razones, porque para que no lo fuera deber¨ªa extenderse a cuantos han delinquido y no tienen la fuerza suficiente para obligar a borrar el delito. No hay equidad entonces, y eso es letal para un pa¨ªs.
En el fondo, tal vez la imposibilidad de una democracia deliberativa consista en que para ponerla en marcha y mantenerla hay que entender y sentir la sociedad pol¨ªtica como un modelo de cooperaci¨®n, como ¡°un sistema equitativo de cooperaci¨®n a lo largo del tiempo, desde una generaci¨®n hasta la siguiente¡±, como dec¨ªa John Rawls. No un modus vivendi, sino un sistema de cooperaci¨®n, en que todos deben conseguir ventajas de forma equitativa.
Pero cuando se toma la comunidad pol¨ªtica como un lugar del que sacar provecho individual o grupal, polarizando las posiciones para ganar poder, aunque con ello se consiga que la ciudadan¨ªa ni siquiera se atreva a expresar sus opiniones en la vida amistosa y familiar por miedo a que se produzcan disensiones violentas, entonces se han destrozado la democracia y la m¨¢s elemental amistad c¨ªvica.
Ojal¨¢ que la mayor¨ªa verdaderamente progresista, la que defiende el esp¨ªritu de concordia de la Transici¨®n, tanto desde la sociedad civil como desde el compromiso pol¨ªtico, sea capaz de desactivar la apuesta por el frentismo y de propiciar la cooperaci¨®n equitativa. Que no anula las discrepancias, por supuesto, pero las articula en el marco de un Estado social y democr¨¢tico de derecho, que es a fin de cuentas un Estado de justicia.
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