El ¨¢gora de las ciudades errantes
Las decisiones urban¨ªsticas tienen inmensas consecuencias porque modelan las pautas de nuestros movimientos y definen los v¨ªnculos entre las personas
Fui ni?a en un barrio de una gran ciudad. Alrededor de mi casa, en un misterioso per¨ªmetro, en una burbuja acotada por el rugido de las avenidas, la vida ten¨ªa las hechuras de un pueblo. Bandadas infantiles persigui¨¦ndose. Tr¨¢fico escaso y lento, calles bajo nuestra entera soberan¨ªa. Una casa abandonada, con su jard¨ªn selv¨¢tico, donde entr¨¢bamos a la caza de fantasmas o ruidos misteriosos por el puro placer de compartir el miedo. Un r¨ªo del color del barro con riberas descuidadas y exuberantes, donde trepar a los ¨¢rboles. Recuerdo el tedio, la impaciencia y la camarader¨ªa, sentada sobre el respaldo de los bancos en las plazas. Ese modo manirroto de gastar el tiempo durante esos veranos en los que fuimos eternos. El aprendizaje del deseo, los primeros enamoramientos descabellados. Sal¨ªamos a la calle, sin dinero, a pasear la sed y la confusi¨®n, a hablar y cantar bajo los aligustres mientras atardec¨ªa.
Hoy, pese a las proclamas verdes, las ciudades talan ¨¢rboles, los parques menguan, y proliferan las plazas de hormig¨®n. Desaparecen los bancos donde sentarse a dejar pasar las horas gratis, donde sentir la bienvenida de una convivencia improvisada. Su ausencia nos empuja a pagar la factura de la comodidad en terrazas, restaurantes o tiendas. Triunfa el urbanismo poco confortable, los desiertos de cemento, la intemperie sin doseles vegetales: la ¨¢spera hostilidad frente a la hospitalidad. El espacio p¨²blico se parece cada vez menos a una extensi¨®n colectiva del hogar, y cada vez m¨¢s a los fr¨ªos corredores de un centro comercial. Quien no quiere o no puede gastar, exiliado del consumo, solo puede circular, como peat¨®n errante.
Ya tenemos asociada la palabra ¡°banco¡± al dinero m¨¢s que al asiento donde reposar y reunirnos con otras personas, sin la urgencia de comprar. En realidad, la primera acepci¨®n deriva de la segunda. Al final del medievo, apareci¨® el banquero, un personaje que all¨ª sentado recib¨ªa y prestaba dinero. Era una forma de ofrecerse a sus clientes, bien visible, en las plazas m¨¢s concurridas. Algunos diccionarios y tratados comerciales del siglo XVII remontan ah¨ª el t¨¦rmino ¡°bancarrota¡±: al perder el prestamista la solvencia o enga?ar a sus conciudadanos, era obligado a destruir p¨²blicamente su banco como se?al de infamia. Otros tomaban su lugar, desbanc¨¢ndolos.
Aunque parezcan poco trascendentes, las decisiones urban¨ªsticas tienen inmensas consecuencias porque modelan las pautas de nuestros movimientos y definen los v¨ªnculos entre las personas. En Muerte y vida de las grandes ciudades, la escritora y activista Jane Jacobs reflexion¨® sobre las calles como territorios de encuentro entre personas diversas. En una ¨¦poca presidida por corrientes opuestas, Jacobs defendi¨® los barrios donde conviven, se entremezclan, chocan, juegan y se hacen favores mutuos personas de distintos or¨ªgenes. Defend¨ªa la complejidad organizada de las ciudades, el ballet de gentes que se cruzan y se descubren en sus itinerarios cotidianos.
Los bancos ¡ªpara sentarse¡ª y la celos¨ªa vegetal de los ¨¢rboles favorecen los encuentros: alivian, templan, vuelven habitables y acogedoras las rutas de los d¨ªas. Las conversaciones son m¨¢s probables en lugares atractivos para detenerse. Las personas enfermas o ancianas necesitan asientos donde descansar en sus paseos. La vitalidad urbana pende de un hilo fin¨ªsimo que nadie deber¨ªa cortar. En 1923, la anarquista zaragozana Amparo Poch, una de las primeras mujeres licenciadas en Medicina, escribi¨® en el peri¨®dico La Voz de la Regi¨®n, tras una tala en los alrededores de su casa: ¡°Yo he visto desaparecer los ¨¢rboles que eran el collar y la vida de esta pobre calle. He llorado las muertes de mis compa?eros ¨¢rboles¡±.
Nuestros antepasados griegos inventaron el ¨¢gora como un espacio urbano para estar juntos. En origen no era el mercado, como muchas veces se traduce, sino un lugar de reuni¨®n donde los ciudadanos nacidos en libertad pod¨ªan congregarse ¡ªen un primigenio Congreso¡ª para escuchar los anuncios c¨ªvicos y conversar sobre pol¨ªtica. M¨¢s tarde albergar¨ªa tambi¨¦n a los tenderetes de los mercaderes. Las primeras representaciones de las tragedias y comedias cl¨¢sicas sucedieron en la plaza de Atenas o sus alrededores. El sofista Prot¨¢goras ense?aba en los edificios p¨²blicos; Parm¨¦nides, Anax¨¢goras y otros visitaban el ¨¢gora, donde compart¨ªan sus ideas con el p¨²blico; all¨ª S¨®crates interrogaba sin rodeos a los conciudadanos sobre sus valores. Fuentes, arquitecturas, porches y jardines ofrec¨ªan protecci¨®n frente al sol y la lluvia. De los p¨®rticos atenienses ¡ªestoas¡ª deriva el nombre del estoicismo, pues en ellos el fil¨®sofo Zen¨®n de Citio impart¨ªa sus ense?anzas. El sabio Di¨®genes encontr¨® a su sombra una buena soluci¨®n para la vida de un exiliado con econom¨ªa bajo m¨ªnimos. ¡°Mirad el p¨®rtico de Zeus y la avenida de los desfiles¡ª dec¨ªa el fil¨®sofo¡ª parecer¨ªa que los atenienses los han decorado para que yo tenga aqu¨ª mi casa¡±.
El ¨¢gora de Atenas fue un primer experimento de ciudadan¨ªa en la incipiente democracia. All¨ª se escuchaba el zumbido continuo de las conversaciones, las voces rotundas de los oradores, la m¨²sica de los simposios, la polifon¨ªa constante de opiniones, controversias y conflictos. El ¨¢gora no era solo una exposici¨®n diaria de productos agr¨ªcolas y pescado fresco; era un mercado cotidiano de ideas, el lugar donde los ciudadanos creaban cada d¨ªa un improvisado peri¨®dico, efervescente de titulares atrevidos, noticias de ¨²ltima hora, columnas y editoriales en voz alta.
Hoy el discurso se vuelve ¡ªa la par que las calles¡ª duro y desapacible. La vida en com¨²n necesita expandirse por espacios amables, plazas que nutren el poso y la pausa, con c¨²pulas de ¨¢rboles, fuentes refrescantes, bancos para descansar y descubrir al pr¨®jimo. Con sombras que resguardan el juego infantil, la lectura al aire libre, una espera anhelante, una cita, una comida veloz, un oc¨¦ano de tiempo. Abiertos a todos, sin necesidad de gastar. All¨ª, en la convicci¨®n de que juntos pensamos mejor, se edifica la conversaci¨®n p¨²blica que nutre la democracia. Si perdemos esa confianza y esos lugares de confluencia; si, como advierte Jorge Dioni en El malestar de las ciudades, nuestros territorios de socializaci¨®n son privados y basados en el consumo, corremos el riesgo de pensarnos solo en primera persona, sin contexto: autoayuda, autopromoci¨®n y autoexplotaci¨®n. Al optar por la primac¨ªa de lo individual, transitar¨ªamos el viaje inverso: del ¨¢gora al ego.
La forma de entender calles, plazas y edificios no persigue solo la funcionalidad o la belleza. Ejerce una poderosa influencia en nuestra forma de sentir y pensar; construye nuestra percepci¨®n de la seguridad; nos inclina a emprender ciertas actividades en vez de otras. Si los espacios colectivos no son acogedores, propician la incomunicaci¨®n. La ausencia de ¨¢rboles y la impotencia de los embotellamientos pueden ser detonantes de un sordo sentimiento de angustia y soledad. Los no lugares, los que transitamos al recorrer un centro comercial, conducir por la autopista o esperar nuestro vuelo en un aeropuerto, se al¨ªan con relaciones humanas fugaces. As¨ª desembocamos en un pensamiento m¨¢s individualista, menos comunitario. Sin parques ni bancos, separados y apresurados, en lugar de sentados y dicharacheros, contemplamos al pr¨®jimo como un estorbo para caminar r¨¢pido, o incluso como un adversario. La pol¨ªtica, ciencia de la polis, es un arte que invita a imaginar plazas ¡ªciudades, continentes, mundos¡ª donde convivir, conversar y consensuar juntos. Un paisaje p¨²blico ¨¢rido, arisco y aislado nos conducir¨ªa a la bancarrota.
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