Ley de amnist¨ªa: el Tribunal Supremo se resiste
Tardaremos en olvidar las tristes palabras del alto tribunal porque desaf¨ªan la voluntad del legislador y pueden alterar la divisi¨®n de poderes
Hay desventuras que se leen en los libros de historia y que pocas veces el lector actual cree que vaya a ver en su tiempo. Los parlamentos tienen una larga historia de resistencias por parte de algunos reyes que, en su d¨ªa, se negaban a cumplir sus leyes. Tambi¨¦n se resistieron a veces los jueces, que eludieron de un modo u otro aplicar las leyes que el parlamento aprobaba. El siglo XVII ingl¨¦s es apasionante en este sentido, puesto que esas rebeld¨ªas provocaron, no solamente el esc¨¢ndalo de propios y extra?os, sino la decapitaci¨®n de un rey, la expulsi¨®n de otro, la prisi¨®n de varios diputados y hasta una guerra civil. De hecho, es en lo sucedido en este siglo en aquello que particularmente se fij¨® Montesquieu inicialmente, y Rousseau despu¨¦s, para decir aquello de que el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley, destacando as¨ª su misi¨®n siempre prudente y vigilante para no alterar, y sobre todo para no manipular, los mandatos del Parlamento. Rousseau fue todav¨ªa m¨¢s contundente advirtiendo de los peligros de un poder judicial desbocado, puesto que incluso lleg¨® a recomendar que el oficio de juez no fuera permanente, a fin de evitar el ense?oramiento de algunos togados en sus cargos. Despu¨¦s de todo ello, y pese a que esas ideas pusieron las bases de lo que hoy conocemos, no ya como divisi¨®n de poderes, sino directamente como independencia judicial, han existido diversos ataques a la voz de los parlamentos tanto desde los gobiernos como, nuevamente, desde el poder judicial. Y siempre han acabado mal, de una manera u otra, a corto, medio o largo plazo, pues de todo ha habido.
Lamentablemente, estamos desde hace alg¨²n tiempo en uno de esos momentos, particularmente evidenciado tras el ¨²ltimo auto del Tribunal Supremo en el que se niega ¡ªcon una sola voz discrepante¡ª que el legislador quisiera amnistiar el delito de malversaci¨®n. No es ya que afirmar algo as¨ª sea negar la evidencia por todos sobradamente conocida. Lo hacen, adem¨¢s, algunos de los magistrados que firmaron la sentencia de condena, lo que no deja en buen lugar su imagen de imparcialidad, que es lo importante para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por mucho que lo sucedido no se inscriba exactamente en ninguna de las causas de recusaci¨®n de la Ley Org¨¢nica del Poder Judicial espa?ola. Al final, se trata de magistrados que condenaron a los reos y que, con destacable vehemencia, se resistieron por activa y por pasiva a la mejora de su r¨¦gimen penitenciario, asimismo a sus indultos, y que ahora quieren eludir la aplicaci¨®n de una ley, nada menos, que tambi¨¦n favorece a los reos.
Pero al margen de ello, el problema principal es que lo hacen con el parecer en contra de la fiscal¨ªa y hasta haciendo cierta chanza indirecta, bastante impropia en el discurso jur¨ªdico, del postulado de Montesquieu antes citado, para acabar afirmando que indagar la voluntad del legislador es ¡°indispensable¡±. Y a?aden los magistrados que ¡°esa voluntad no puede imponerse, sin m¨¢s, al desaf¨ªo interpretativo, hasta el punto de que el juez no tenga nada que interpretar porque el legislador ya ha dicho bien claro lo que quiere¡±. Y remata el mismo p¨¢rrafo diciendo, por si no hab¨ªa quedado claro, que ¡°la funci¨®n jurisdiccional no tiene como ¨²nica y exclusiva referencia la voluntad del legislador¡±.
No resulta agorero decir que vamos a tardar mucho tiempo en olvidar estas tristes palabras, y tengo por seguro que tarde o temprano, como ha sucedido otras veces, el propio Tribunal Supremo las acabar¨¢ desautorizando, directa o indirectamente. No es ning¨²n ¡°desaf¨ªo¡± interpretar, sino que es la labor ordinaria del jurista. Pero jam¨¢s puede llegarse hasta el punto de que siendo clara la letra de la ley, siendo di¨¢fana la voluntad precedente y coet¨¢nea del legislador, y gozando cualquier ley de presunci¨®n de constitucionalidad, un juez se crea con la misi¨®n de alterar esa voluntad acudiendo a instrumentos cuya legitimidad es francamente inexistente, y que ni siquiera se precisan realmente en el auto del Tribunal Supremo. Porque emprender una labor semejante s¨ª es ciertamente un desaf¨ªo: al legislador, que no por casualidad representa al pueblo a trav¨¦s del Parlamento. En esos t¨¦rminos se trata de una aut¨¦ntica alteraci¨®n de la divisi¨®n de poderes, con nutridos antecedentes hist¨®ricos, insisto, siempre desgraciados. Y no es preciso remontarse a Blackstone, jurista esencial algo desconocido en Espa?a, por desgracia, para darse cuenta. Pero mucho menos cabe intentar desautorizar sus ideas aparentando que sean arcaicas. Este incomparable jurista, en el siglo XVIII afirm¨® que no hay ninguna otra autoridad m¨¢s superior en la Tierra que el Parlamento. As¨ª lo sent¨ªan aquellos primeros liberales ingleses que se libraron del absolutismo del Antiguo R¨¦gimen y deseaban que fuera la voz de la gente, y no la de unos pocos jueces, la que rigiera sus destinos en lo legislativo. Puede aminorarse la hip¨¦rbole, claro est¨¢, pero no es posible negar el sentido fundamental de lo que dijo Blackstone, porque est¨¢ plenamente vigente, como de hecho lo demuestra el propio auto del Tribunal Supremo, por desgracia.
Si lo que acaba de afirmar el Tribunal Supremo lo hubiera dicho cualquier otro juez, se acumular¨ªan calificaciones de esa actuaci¨®n que no quiero ni pronunciar, porque conf¨ªo en que el alto Tribunal, de alg¨²n modo y en alg¨²n momento, rectifique lo que no es sino un indebido, desgraciado y manifiestamente err¨®neo proceder. No se puede decir ahora, de modo utilitarista, que la malversaci¨®n buscaba el enriquecimiento de los reos si semejante cosa ni siquiera fue afirmada en la sentencia de condena. Y mucho menos si con ello es evidente que solo se intenta que el legislador diga lo que es obvio que no ha dicho. Es decir, que no se aplique a los reos la ley de amnist¨ªa, manteni¨¦ndose as¨ª las ¨®rdenes de detenci¨®n respecto a ellos. Todo lo contrario: la ley de amnist¨ªa beneficia a aquellos que participaron en ese cap¨ªtulo de nuestra historia, e igual que con otras leyes de amnist¨ªa de ese mismo devenir de Espa?a, se trata de cerrar con bien esos cap¨ªtulos, y no dejarlos siempre abiertos de alguna manera no se sabe muy bien en pos de qu¨¦, que en todo caso, teniendo contenido pol¨ªtico, debe quedar completamente fuera del alcance de los jueces, cuyo poder de decisi¨®n e influencia en esas lides es inexistente. Lo contrario se llama ¨²ltimamente lawfare, aunque podr¨ªa recibir denominaciones mucho m¨¢s tradicionales que gustar¨ªan todav¨ªa menos.
La independencia judicial naci¨® para que el rey no tergiversara los mandatos del Parlamento utilizando a los jueces, que entonces eran sus delegados. No se pens¨® entonces ¡ªs¨ª muy poco despu¨¦s¡ª que los jueces, ya independientes del monarca, podr¨ªan intentar imponer su voluntad a espaldas del legislador. Es obvio que los reos recurrir¨¢n en amparo ante el Tribunal Constitucional, y que este ¨®rgano, ante la manifiesta evidencia del redactado legal, aplicar¨¢ los derechos a la tutela judicial efectiva, al juez imparcial, indirectamente a la presunci¨®n de inocencia y hasta el principio de legalidad penal. Y con ello, revocar¨¢ este auto del Tribunal Supremo. Y si sorprendentemente no lo hiciera el Tribunal Constitucional, lo har¨¢ el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, porque es inaceptable que la interpretaci¨®n judicial ultrapase los evidentes mandatos del legislador. Y eso es lo que acaba de acontecer. Solo pueden estar contentos con lo sucedido aquellos ciudadanos que, ingenuamente, lo aplauden por estar frontalmente en contra de la ley de amnist¨ªa. No saben que con esos aplausos, de entre los dedos de las manos se les est¨¢ escapando la democracia. Es peligros¨ªsimo crear este tipo de precedentes.
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