Esta mujer lucha por salvar el prost¨ªbulo m¨¢s antiguo de Banglad¨¦s
Vendida a los 12 a?os y explotada sexualmente, Monawara Begum hizo de la desgracia virtud y decidi¨® luchar para mejorar las condiciones de vida de otras mujeres y ni?as prostituidas. Una visita en tiempos de pandemia a Kandapara, uno de los peores ¡®pueblos burdel¡¯ de Asia
Nota a los lectores: EL PA?S ofrece en abierto la secci¨®n Planeta Futuro por su aportaci¨®n informativa diaria y global sobre la Agenda 2030. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscr¨ªbete aqu¨ª.
La luz todav¨ªa es tenue cuando Monawara Begum se calza las sandalias y empieza su ronda matutina. Con un ligero resoplido, esta mujer de 44 a?os recorre los callejones frunciendo el ce?o mientras intenta distinguir sonidos que indiquen problemas procedentes de los edificios de chapa ondulada y bloques de hormig¨®n. Un riachuelo pestilente de aguas residuales y preservativos usados corre entre las precarias construcciones. Begum sacude varias veces la mu?eca cargada de pulseras para dispersar una nube de moscas. La otra mano est¨¢ tensa, lista para agarrar un palo si la situaci¨®n lo exige. Su reino es la comunidad cercada de Kandapara, el prost¨ªbulo m¨¢s antiguo de Banglad¨¦s. Situado en las afueras de Tangail, una ciudad textil al noroeste de la capital, Dacca, es uno de los 11 ¡°pueblos burdel¡± banglades¨ªes, uno de los legados m¨¢s desconocidos del imperialismo brit¨¢nico.
En sus innumerables filas de habitaciones sin ventanas, Kandapara alberga a m¨¢s de 600 mujeres y ni?as. En un d¨ªa normal, por sus calles pasan m¨¢s de 3.000 clientes. Los ni?os, la mayor¨ªa nacidos en el prost¨ªbulo, juegan al pilla-pilla en sus estrechos pasadizos corriendo junto a las paredes de color rosa brillante pintadas con enormes corazones amarillos.
Monowara (como la conocen en el burdel) lleg¨® a Kandapara hace 30 a?os, cuando era una ni?a, v¨ªctima de la trata de mujeres. Desde entonces, armada con poco m¨¢s que su ingenio, aprendi¨® a abrirse camino a trav¨¦s de las intrincadas jerarqu¨ªas, la crueldad y la violencia de la instituci¨®n. Hoy en d¨ªa es una de las mujeres m¨¢s poderosas del complejo.
El a?o pasado necesit¨® usar desesperadamente su capacidad de adaptaci¨®n. Cuando, en el mes de marzo 2020, la covid-19 empez¨® a penetrar en el pa¨ªs, la polic¨ªa cerr¨® a cal y canto las puertas del burdel para impedir la entrada a los clientes. Las semanas iban pasando, y muchas mujeres no ten¨ªan acceso seguro a ingresos ni a comida. En algunos casos, la pandemia ha puesto a las trabajadoras del sexo de Kandapara al borde de la inanici¨®n.
La p¨¦rdida de clientes a corto plazo no era la ¨²nica amenaza real a la que se enfrentaban las mujeres. Parte de los habitantes de la ciudad de Tangail llevaban a?os intentando cerrar el burdel. Begum tem¨ªa que un brote de coronavirus dentro de sus muros les facilitase una munici¨®n inestimable. Ella y varios centenares de mujeres m¨¢s hab¨ªan sido esclavizadas en Kandapara. Aun as¨ª, el prost¨ªbulo era tambi¨¦n su baluarte contra la indigencia. Antes, Begum se acostaba planeando su huida. Ahora lo que no la deja dormir es la posibilidad de que Kandapara se cierre en breve para siempre.
Cuando el virus lleg¨® al sur de Asia, Begum miraba las noticias de la noche y memorizaba los s¨ªntomas. Por la ma?ana, daba severas instrucciones a las chicas m¨¢s j¨®venes para que estuvieran atentas a la tos y a los signos de gripe, y se lavasen las manos mucho rato. No dec¨ªa que ten¨ªa miedo de morir, que le preocupaba que nadie la abrazase o se despidiera de ella como es debido. La vida le hab¨ªa ense?ado una cosa: una mujer jam¨¢s debe mostrar debilidad.
Cuando era ni?a, Begum pensaba que pod¨ªa superar los peligros. Creci¨® en una familia de agricultores en la lenta y h¨²meda ciudad comercial de Sajipur, y aprendi¨® r¨¢pidamente el Cor¨¢n de memoria. Era m¨¢s r¨¢pida que sus amigos en el patio del colegio y m¨¢s ¨¢gil trepando a los ¨¢rboles. Su madre tambi¨¦n ten¨ªa una vena juguetona. A veces despertaba a Monowara y a su hermana en plena noche y les daba dulces reci¨¦n salidos del fuego: pakora de banana, shemai, pitha y chitoi pitha horneados, fritos o hervidos en leche, jaggery (una especie de panela) y especias.
En un d¨ªa normal pasan por el prost¨ªbulo m¨¢s de 3.000 clientes
Cuando Begum ten¨ªa 11 a?os, su madre muri¨® al dar a luz, y ella jur¨® que no volver¨ªa a comer dulces nunca m¨¢s. El beb¨¦ no sobrevivi¨®, y el padre tambi¨¦n muri¨® a los seis meses. Begum y su hermana se convirtieron en propiedad compartida de sus siete t¨ªos. Sus nuevos tutores le dec¨ªan que era perezosa y dif¨ªcil, que no hab¨ªa secado bien la paja ni barrido bien el suelo.
Begum nunca hab¨ªa sido una ni?a ¡°modosa¡±, como dec¨ªa su madre mientras le peinaba el cabello negro con aceite de coco. Cuando uno de sus t¨ªos cogi¨® el palo del ganado y la amenaz¨® con ¨¦l, ella sali¨® corriendo por los verdes campos de yute hasta que no fue m¨¢s que un puntito a lo lejos. Cuando otro la mand¨® a la cama sin comer durante tres d¨ªas, ella se desliz¨® en la casa de un vecino y se dio un fest¨ªn con su ¨¢rbol de yaca. Escarbaba con las u?as bajo la corteza dura cubierta de p¨²as y sacaba pu?ados de carne antes de envolver las semillas en una hoja de banana y enterrarlas profundamente en la tierra.
En 1988, poco despu¨¦s de cumplir 12 a?os, uno de sus t¨ªos la cas¨® con un hombre de m¨¢s de 30. Su nuevo marido la violaba a menudo. Cuando invit¨® a sus amigos a hacer lo mismo, ella huy¨® a casa de su t¨ªo materno. Pero tampoco all¨ª estuvo a salvo, ya que ¨¦l tambi¨¦n intent¨® violarla.
Begum pens¨® en los rumores que hab¨ªa o¨ªdo sobre un pueblo cerca de Tangail, a una hora de distancia, donde las mujeres y las ni?as viv¨ªan solas. Los hombres solo las visitaban para pagarles, dec¨ªa la gente, pero ella no estaba segura de por qu¨¦. Lo que fuera que ocurriera all¨ª ten¨ªa que ser mejor que su situaci¨®n, pens¨®. A las tres de la madrugada, mientras su t¨ªo y su t¨ªa dorm¨ªan, la peque?a atraves¨® sigilosamente la caba?a de barro con el sari de boda de su madre en los brazos. Una vez fuera, a la luz de la luna, se enroll¨® la seda roja bordada alrededor de la cintura plegando y recogiendo la tela para intentar que no arrastrase por el suelo.
Lo ¨²ltimo que le dijo su madre antes de morir fue que intentara ser amable. Begum esperaba poder acordarse de c¨®mo comportarse cuando estuviera en aquel pueblo, no ser grosera o defraudar a su madre. Se levant¨® la falda y corri¨® hacia el mercado local. No ten¨ªa dinero cuando se march¨® de casa de su t¨ªo, pero se encontr¨® con un conductor de autob¨²s que hab¨ªa conocido a su padre y accedi¨® a no cobrarle el billete. Cuando baj¨® del autob¨²s en la ciudad de Tangail, no sab¨ªa a d¨®nde ir. Un vendedor de t¨¦ la vio junto a su puesto y se ofreci¨® a ayudarla a encontrar trabajo como criada, pero al cabo de unos meses su nuevo jefe tambi¨¦n intent¨® casarla. A sus 12 a?os, huy¨® por tercera vez en un a?o.
De vuelta a las calles de Tangail, Begum describi¨® el pueblo de las mujeres a un conductor de rickshaw (bicitaxi) y le rog¨® que la llevase all¨ª. ?l la condujo a trav¨¦s de la ciudad hasta que llegaron a un grupo de chozas que se levantaban sobre un barro pegajoso que llegaba hasta los tobillos. El conductor llam¨® a una mujer bajita que estaba sentada debajo de una ceiba delante del conjunto. La mujer cruz¨® la calle descalza, haciendo se?as a Begum para que bajara.
La peque?a sinti¨® que se sonrojaba: le hab¨ªa llegado la menstruaci¨®n, y notaba c¨®mo la sangre empapaba el asiento de cuero. La mujer sonri¨® y trajo agua para limpiarlo. Le dijo que se llamaba Sufia, y que pod¨ªa quedarse y dormir en su cama. Luego acompa?¨® a la ni?a al interior del recinto a trav¨¦s de una valla de alambre de espino.
Los tres primeros d¨ªas que Begum pas¨® con Sufia transcurrieron en una nebulosa de ratos durmiendo agotada, tentempi¨¦s y t¨¦. De vez en cuando, de camino a la bomba de agua que hab¨ªa al final de un callej¨®n, ve¨ªa a ni?as que parec¨ªan de su edad llevando a hombres a sus habitaciones. Cuando les pregunt¨® por qu¨¦, las ni?as se rieron y le dijeron que pronto ella har¨ªa lo mismo. Begum sab¨ªa que algo pasaba, pero no pudo averiguar qu¨¦ era.
Al cuarto d¨ªa, Sufia la despert¨® con un golpecito. ¡°Uno de mis hermanos ha venido a verte¡±, le dijo. ¡°Rec¨ªbelo y habla con ¨¦l¡±. Begum neg¨® con la cabeza. El hombre que estaba en la puerta parec¨ªa a¨²n m¨¢s viejo que el marido del que hab¨ªa huido. Sufia no cedi¨®. ¡°Puede que este hombre sea viejo, pero el dinero no tiene edad¡±, zanj¨®. M¨¢s tarde, llorosa y dolorida, Begum le pidi¨® a Sufia sus honorarios. La mujer le respondi¨® que el dinero ya se hab¨ªa gastado en pagar el alquiler.
Conmocionada por la agresi¨®n y la traici¨®n de Sufia, Begum pidi¨® ayuda a uno de los polic¨ªas uniformados que patrullaban el prost¨ªbulo. Le cont¨® que un hombre la hab¨ªa violado y que Sufia no le permit¨ªa volver a casa. El agente accedi¨® a interrogar a Sufia, que inmediatamente le ofreci¨® un trato: ¨¦l tambi¨¦n pod¨ªa violar a la ni?a sin coste. ¡°Una vez que est¨¢s aqu¨ª, no hay vuelta atr¨¢s¡±, le advirti¨® el polic¨ªa cuando ella le rog¨® que parase. ¡°Tienes que hacer lo mismo que hacen las dem¨¢s¡±.
La vida le hab¨ªa ense?ado algo a Begum: una mujer nunca debe mostrar debilidad
Begum no quer¨ªa hacer lo que hac¨ªan las dem¨¢s. Al cabo de unas semanas, una ma?ana lav¨® el sari de boda de su madre y lo puso a secar al sol. Cuando volvi¨® por la tarde a recogerlo, hab¨ªa desaparecido.
Despu¨¦s de eso, tuvo que huir. Justo antes del amanecer, se escabull¨® por entre la alambrada de espinos que rodeaba Kandapara y corri¨® por las calles oscuras hasta llegar al mercado central de Tangail. All¨ª se acurruc¨® detr¨¢s de un saco de arroz y busc¨® a alguien a quien pedir ayuda.
Un tendero la reconoci¨® del prost¨ªbulo y mand¨® a un chico corriendo a despertar a Sufia, que acudi¨® con cara de furia. La mujer arrastr¨® a Begum de vuelta hasta el burdel seguida por una multitud de espectadores atra¨ªdos por los gritos de aquella ni?a de 12 a?os. Begum aull¨® hasta que le doli¨® la garganta. ¡°Te est¨¢s portando como una loca¡±, le recriminaba Sufia. Otra mujer amenaz¨® con pegarle hasta que se callase. La encerraron en una habitaci¨®n y montaron guardia. Los clientes iban y ven¨ªan, pero ella no pod¨ªa salir.
El complejo de abuso infantil a escala industrial en el que Begum se hab¨ªa metido llevaba funcionando unos 200 a?os. Aunque se desconoce la fecha exacta de su creaci¨®n, Kandapara es un producto del Imperio brit¨¢nico. El prost¨ªbulo se levanta a orillas del r¨ªo Louhajang, un afluente del Brahmaputra, mucho mayor y una de las grandes arterias del comercio imperial. Kandapara era uno de los pueblos-burdel que se desarrollaron a lo largo del curso del gran r¨ªo, que corre desde el Himalaya hasta el golfo de Bengala. Otros prost¨ªbulos, como el de Daulatdia, al oeste, se instalaron a lo largo de las v¨ªas f¨¦rreas construidas tambi¨¦n durante la ¨¦poca imperial.
Los brit¨¢nicos transformaron la prostituci¨®n en el sur de Asia al trasladar a las trabajadoras sexuales a enclaves como Kandapara y establecer barrios de burdeles en las ciudades. En el siglo XIX, las enfermedades ven¨¦reas proliferaban entre los regimientos de ultramar, y el Gobierno de Londres se desesperaba por mantenerlas bajo control. A pesar de las pruebas de que los soldados contagiaban a las mujeres locales, y no al rev¨¦s, en todo el Imperio los administradores segregaron a las trabajadoras sexuales, confin¨¢ndolas en casas y complejos donde pudieran tenerlas vigiladas para detectar indicios de infecci¨®n.
Los brit¨¢nicos transformaron la prostituci¨®n en el sur de Asia al trasladar a las trabajadoras sexuales a enclaves como Kandapara y establecer barrios de burdeles en las ciudades
Los prost¨ªbulos siguieron funcionando despu¨¦s de que los brit¨¢nicos abandonasen el subcontinente en 1947. Prestaban servicio a los clientes locales y proporcionaban lucrativos ingresos a los propietarios. En teor¨ªa, la independencia de Banglad¨¦s de Pakist¨¢n en 1971 abri¨® un nuevo cap¨ªtulo para instituciones como Kandapara. El joven pa¨ªs ten¨ªa una visi¨®n relativamente liberal de la prostituci¨®n, y la profesi¨®n fue declarada formalmente legal en 2000. Un art¨ªculo de la Constituci¨®n de Banglad¨¦s tambi¨¦n establec¨ªa que el Estado se ¡°esforzar¨ªa por impedir¡± el negocio, una ambig¨¹edad que persigue a las trabajadoras del sexo banglades¨ªes hasta el d¨ªa de hoy. Su profesi¨®n se tolera, pero sus derechos no se defienden como se deber¨ªa, y las mujeres solo disponen de una protecci¨®n legal limitada. Los funcionales locales est¨¢n obligados legalmente a certificar que todas las que trabajan en un prost¨ªbulo son mayores de 18 a?os, pero varias organizaciones sin ¨¢nimo de lucro han informado de que muchas de las chicas son menores de 15 a?os.
En 1998, cuando lleg¨® Begum, Kandapara se hab¨ªa convertido casi en un n¨²cleo urbano con alrededor de 50 establecimientos. Las casas-dormitorio estaban construidas en parcelas de propietarios privados de la ciudad o de madamas m¨¢s ricas, conocidas como sardernis en bengal¨ª. La mayor¨ªa de estas sardernis obten¨ªan sus ganancias no de vender sexo, sino de comprar j¨®venes y menores de edad para que trabajaran para ellas. Las chicas se endeudaban con la madam hasta que hab¨ªan reembolsado la suma pagada por ellas. Algunas sardernis tenian 10 o 12 chicas a la vez, y utilizaban los ingresos para construir m¨¢s casas en el prost¨ªbulo y aumentar su influencia. Incluso cuando las v¨ªctimas del tr¨¢fico hab¨ªan saldado su deuda, a menudo ten¨ªan que pagar un alquiler a sus explotadoras.
Cada amanecer, centenares de hombres llegaban a Kandapara: conductores de autob¨²s, polic¨ªas, maestros, ingenieros y chicos de camino a la escuela. Hac¨ªan cola delante de las habitaciones de las chicas mientras se desabrochaban la camisa para ganar tiempo. Cuando terminaban, sal¨ªan a toda prisa con las sandalias en la mano.
Con 12 a?os, Begum entr¨® en el escal¨®n m¨¢s bajo del complejo sistema econ¨®mico del prost¨ªbulo. En un d¨ªa recib¨ªa de media a cinco hombres, uno detr¨¢s de otro, hasta el anochecer, cuando empapaba una tela en agua caliente y se la pon¨ªa en el cuerpo para intentar aliviar el dolor. A veces, por lo general mientras se vest¨ªa, alg¨²n cliente le preguntaba su edad. Cuando se la dec¨ªa, ¨¦l sol¨ªa echarse a llorar.
Despu¨¦s de ocho meses como chica de Sufia, Begum volvi¨® a intentar liberarse. Encontr¨® a otro polic¨ªa y le pidi¨® algo m¨¢s realista. Le dijo que quer¨ªa quedarse en el prost¨ªbulo, pero trabajar para ella misma. El polic¨ªa decidi¨® ayudarla, y orden¨® a uno de los propietarios que alquilase a la ni?a una habitaci¨®n en el otro lado del complejo. Aunque Begum segu¨ªa teniendo que pagar un alquiler, en teor¨ªa ahora pod¨ªa decidir c¨®mo ganar el dinero, con qui¨¦n tener relaciones sexuales, y cu¨¢nto cobrar por ello.
Su marido la violaba a menudo. Luego invit¨® a sus amigos a hacer lo mismo
Begum no sab¨ªa qu¨¦ hab¨ªa empujado al polic¨ªa a intervenir. Quiz¨¢ el hecho de que se hubiera presentado en Kandapara por su propia voluntad, pens¨®. Como Sufia no la hab¨ªa comprado, no hab¨ªa adquirido ninguna deuda. El prost¨ªbulo era un lugar sin ley en muchos sentidos y, sin embargo, funcionaba de acuerdo con una serie de normas no escritas. Que Sufia se quedara con ella supondr¨ªa infringir el c¨®digo.
A lo largo de los siguientes cinco a?os, Begum aprendi¨® a vivir con distancia su experiencia con los hombres, a los que trataba como si fuesen ruido de fondo. De vez en cuando disfrutaba del contacto f¨ªsico; la mayor parte de las veces sent¨ªa aburrimiento o repugnancia. Tambi¨¦n empez¨® a hacer amigas. Cuando un cliente le llev¨® un reproductor de casetes y una colecci¨®n de cintas, otras chicas del burdel se api?aban en su peque?a habitaci¨®n para cantar a coro. Se re¨ªan las unas de las otras y bromeaban con que Begum parec¨ªa un chico, ya que a los 15 a?os todav¨ªa era delgada como un palillo y llevaba el pelo corto. Los fines de semana, ella y sus nuevas amigas paseaban por Tangail y ve¨ªan pel¨ªculas en el cine. El argumento siempre era el mismo: una chica estaba en peligro por culpa de unos malvados villanos, hasta que, al final, un hombre apuesto y generoso interven¨ªa y la salvaba.
Begum empez¨® a pensar en su futuro. Ve¨ªa dos posibles caminos para salir de la prostituci¨®n. El primero era ahorrar lo que ganaba y comprar ella a una adolescente v¨ªctima de la trata. Algunas sardernis ten¨ªan poco m¨¢s de 20 a?os, no eran mucho mayores que ella, y ten¨ªan dos o tres chicas encerradas en peque?as habitaciones. Sus amigas intentaron que se interesase por la trata, pero ella sent¨ªa que no pod¨ªa hacerle a otra ni?a lo que Sufia le hab¨ªa hecho a ella. Las sardernis se encog¨ªan de hombros: ¡°O compras, o te compran¡±, le dec¨ªan.
La otra posible v¨ªa era que un cliente se convirtiera en su novio o en su marido. Los hombres sol¨ªan susurrar esa clase de promesas cuando se abrochaban el cintur¨®n, y muchas amigas de Begum se tragaban sus cuchicheos, garabateaban sus nombres y n¨²meros de tel¨¦fono con pintalabios en las paredes de la habitaci¨®n, y arrancaban fotos de saris de boda de las revistas. Cuando el joyero local hac¨ªa su ronda con la vitrina de cristal bajo el brazo, las chicas se agolpaban a su alrededor y se?alaban los brazaletes que llevar¨ªan el d¨ªa de su boda. Insist¨ªan en que estaban a punto de marcharse, que solo faltaban unos meses para que abandonasen el burdel.
A Begum no le gustaba tanto so?ar despierta. Las pel¨ªculas estaban muy bien, pensaba, pero el matrimonio siempre acababa en violencia o violaci¨®n
A Begum no le gustaba tanto so?ar despierta. Las pel¨ªculas estaban muy bien, pensaba, pero el matrimonio siempre acababa en violencia o violaci¨®n. Por las tardes, cuando los hombres hab¨ªan vuelto a sus oficinas y las calles de Kandapara estaban tranquilas, la joven se sentaba a escuchar a las ancianas del burdel, antiguas trabajadoras sexuales de 50 y 60 a?os que ahora sobreviv¨ªan gracias a la generosidad de mujeres m¨¢s j¨®venes. Ellas le ense?aron a cocinar y a cuidar de su salud. Aunque no le seduc¨ªa la idea de convertirse en una de ellas, parec¨ªa la opci¨®n menos mala.
El rito de iniciaci¨®n para los adolescentes: las prostitutas
Cuando un adolescente de Tangail consigue su primer trabajo, sus compa?eros hombres de m¨¢s edad suelen ofrecerse a guiarlo a trav¨¦s de un rito de iniciaci¨®n: una noche de copas en Kandapara seguida de la p¨¦rdida de su virginidad. Cuando el muchacho sale tambale¨¢ndose de la habitaci¨®n, sus amigos lo reciben con un sonoro aplauso. Entonces ya forma parte de la multitudinaria y plurigeneracional clientela de Kandapara, formada por los miles de hombres que cruzan a diario las puertas del prost¨ªbulo.
Aunque los destinos de Kandapara y Tangail est¨¢n ¨ªntimamente unidos, la relaci¨®n entre ambas es tensa. El dinero se filtra a trav¨¦s de Kandapara y vuelve a la econom¨ªa de Tangail. Las mujeres de las familias m¨¢s pobres de la ciudad trabajan en el prost¨ªbulo como cocineras y limpiadoras. Los ingresos medios mensuales de una trabajadora sexual son de unos 30.000 takas, el equivalente a alrededor de 300 euros y aproximadamente cinco veces m¨¢s de lo que gana una limpiadora. Los funcionarios de la administraci¨®n local son visitantes asiduos. A pesar de ello, los habitantes de la ciudad ven a Kandapara con desagrado, y est¨¢ prohibido que las trabajadoras sexuales sean enterradas en los cementerios p¨²blicos.
Banglad¨¦s es mayoritariamente musulm¨¢n, con una importante minor¨ªa hind¨², y se fund¨® sobre unos principios laicos. A lo largo de los ¨²ltimos 50 a?os, las voces religiosas conservadoras se han hecho o¨ªr con m¨¢s fuerza. Las autoridades municipales y los grupos religiosos de otras zonas del pa¨ªs consiguieron cerrar varios prost¨ªbulos en la d¨¦cada de 1990, y Kandapara tambi¨¦n se enfrent¨® a peticiones de clausura.
Durante mucho tiempo, las habitantes del complejo estaban obligadas a identificarse en p¨²blico como trabajadoras sexuales cuando iban a Tangail. Ten¨ªan prohibido llevar salwar kameez (el conjunto tradicional de camisa larga y pantal¨®n), y ten¨ªan que plegar el sari para que se les viese la enagua, de manera que se se?alasen a s¨ª mismas como mujeres del burdel. Lo m¨¢s humillante de todo era que no se les permit¨ªa llevar zapatos. La sarderni m¨¢s veterana del prost¨ªbulo colaboraba con la polic¨ªa para que multase a cualquier mujer que infring¨ªa el c¨®digo de vestimenta fuera de las puertas de Kandapara.
A medida que Begum se acercaba a los 20 a?os, crec¨ªa su resentimiento por el desprecio con que la trataban. Odiaba las normas sobre la forma de vestir y la manera en que la gente la miraba. Las mujeres agarraban a sus maridos cuando ella se dirig¨ªa al mercado, y los tenderos le hac¨ªan comentarios groseros. La verg¨¹enza era insidiosa, muchas mujeres ca¨ªan en la depresi¨®n, y las autolesiones estaban a la orden del d¨ªa. Begum sol¨ªa ver a grupos de mujeres y ni?as rezando en el principal santuario hind¨² del prost¨ªbulo, pidiendo perd¨®n. Algunas no quer¨ªan salir nunca del burdel.
Begum no era la ¨²nica que aborrec¨ªa las reglas. Hashi y Alo (un pseud¨®nimo) hab¨ªan llegado a Kandapara siendo ni?as, v¨ªctimas de la trata. Hashi ten¨ªa 15 a?os m¨¢s que Begum, y para entonces se hab¨ªa convertido en una sarderni que controlaba a varias ni?as, incluida su hermana menor. Las tres mujeres no eran exactamente amigas, pero se unieron en 1996, cuando una organizaci¨®n sin ¨¢nimo de lucro llamada CARE Bangladesh, dedicada a fomentar una mejor salud sexual entre las trabajadoras del prost¨ªbulo, organiz¨® un curso fuera del recinto. Las mujeres quer¨ªan ir elegantes, y las tres se pusieron zapatos.
El complejo de abuso infantil a escala industrial en el que Begum se hab¨ªa metido llevaba funcionando unos 200 a?os
Cuando volvieron, la sarderni principal del burdel las estaba esperando. Vio los zapatos e inmediatamente les puso una multa. Ellas se pusieron furiosas, y Alo se neg¨® a pagar. Las tres mujeres empezaron a animar a otras a oponerse a las normas. Decenas de trabajadoras sexuales respondieron al llamamiento y empezaron a salir del recinto con zapatos y salwar kameez, la t¨²nica tradicional del pa¨ªs.
La polic¨ªa respondi¨® al instante: les quit¨® los zapatos por la fuerza y las tir¨® al suelo. Detuvieron brevemente a Alo. Corr¨ªan rumores de que la sarderni m¨¢s veterana del burdel ofrec¨ªa una recompensa por cada una de las promotoras de la protesta. Begum estuvo escondida unos d¨ªas en la casa de un vecino.
Las mujeres se dirigieron a un m¨¦dico de CEDA Bangladesh en busca de consejo. El m¨¦dico organiz¨® una reuni¨®n con el comisario de la polic¨ªa local, el cual, para sorpresa de Begum, pareci¨® m¨¢s interesado en escucharlas que en reprenderlas. La noche siguiente, convoc¨® otra reuni¨®n en el santuario central del prost¨ªbulo y anunci¨® que las ocupantes de Kandapara podr¨ªan vestirse como quisieran cuando fueran a Tangail.
Begum se sinti¨® embriagada por el sentimiento de victoria. Un a?o despu¨¦s, CEDA se ofreci¨® a pagar a 25 mujeres de Kandapara un vuelo a India para asistir a un congreso sobre los derechos de las trabajadoras sexuales. En Calcuta, la joven se qued¨® asombrada al ver que todo el mundo vest¨ªa igual; era imposible distinguir qui¨¦nes eran trabajadoras del sexo y qui¨¦nes funcionarias del Gobierno. All¨ª conoci¨® a las miembros de Durbar, una cooperativa de m¨¢s de 30.000 trabajadoras sexuales indias que la convencieron de que merec¨ªa algo m¨¢s que zapatos. El mundo de Begum cambi¨® profundamente cuando se dio cuenta de que no era occhut, una intocable.
En el avi¨®n de vuelta a casa, Monowara, Hashi y Alo se gritaban ideas a trav¨¦s del pasillo. Decidieron crear una organizaci¨®n para velar por los intereses de las trabajadoras del sexo de Kandapara. La llamaron Nari Mukti Sangha (liberaci¨®n de las mujeres). En cuanto dieron a conocer sus planes, 40 compa?eras se apuntaron.
Las fundadoras de Nari Mukti Sangha abrieron un despacho justo al otro lado de las paredes del burdel. Pagaron su precaria administraci¨®n con donaciones antes de poner en marcha un programa de microcr¨¦ditos y utilizar los intereses para pagar el alquiler de la oficina. Las escaleras que conduc¨ªan a su cuartel general eran estrechas y estaban polvorientas, pero ellas pintaron la barandilla de amarillo y rosa y compraron un sof¨¢ bajo de rat¨¢n y un gran escritorio de madera. Cuando todo estuvo instalado, Begum se sent¨® detr¨¢s del escritorio, aplast¨® un cigarrillo de marihuana en el cenicero y reflexion¨® sobre lo que quer¨ªa hacer. Ten¨ªa la esperanza de convencer al Gobierno de que construyese un refugio para las trabajadoras sexuales retiradas y un colegio para los ni?os nacidos en el burdel. Sobre todo, quer¨ªa acabar con la pr¨¢ctica de comprar a ni?as menores de edad.
Antes de que eso pudiese hacerse realidad, las tres mujeres ten¨ªan que consolidar su autoridad en el prost¨ªbulo. Kandapara siempre hab¨ªa tenido una l¨ªder: la sarderni m¨¢s rica e influyente, que ten¨ªa el peso y los recursos para sobornar al departamento de polic¨ªa local. Por entonces, la sarderni jefa era una amiga de Begum, una mujer guapa y carism¨¢tica llamada Aleya que seduc¨ªa a los jefes de polic¨ªa y a los funcionarios del Gobierno para que hicieran la vista gorda al imperio del tr¨¢fico de ni?as a cambio de una parte de los beneficios. Aleya rara vez compraba y vend¨ªa ni?as ella misma. No lo necesitaba. Utilizaba sus contactos y se llevaba un porcentaje de los ingresos de otras mujeres.
Tardaron a?os en desplazar a Aleya. En vez de enfrentarse a ella directamente, las tres mujeres crearon una estructura de poder paralela para socavar poco a poco su autoridad. Se codearon con funcionarios de Tangail y Dacca, y se dirigieron a otras organizaciones para obtener ayuda suplementaria, como preservativos y suministros m¨¦dicos gratuitos. En 2002 invitaron a las habitantes del prost¨ªbulo a votar la junta directiva de Nari Mukti Sangha. Alo se convirti¨® en presidenta, y Begum en secretaria.
La red clientelar de Aleya se fue debilitando, pero la sarderni jefa no acept¨® tranquilamente la derrota. Begum cuenta que ten¨ªa miedo de que Aleya hiciera que la mataran a ella, a Hashi y a Alo. Al final, las fundadoras de la organizaci¨®n se pusieron en contacto con el comisario de polic¨ªa que hab¨ªa apoyado sus protestas contra el c¨®digo de vestimenta. Le dijeron que Aleya estaba sobornando a notarios y agentes de polic¨ªa para que falsificaran documentos certificando que ni?as de tan solo 11 o 12 a?os eran lo bastante mayores como para trabajar legalmente en el burdel.
Begum hab¨ªa visto con sus propios ojos c¨®mo un polic¨ªa mataba a golpes a una de las ni?as de Aleya, a la que hab¨ªa metido una toalla en la boca para sofocar sus gritos. A ra¨ªz del suceso, el comisario envi¨® una nueva unidad de polic¨ªa al burdel. Despu¨¦s de aquello, Aleya no resisti¨® mucho tiempo. En 2004, se march¨® a escondidas de Kandapara. La organizaci¨®n para la liberaci¨®n de las mujeres hab¨ªa ganado.
Al llegar a la treintena, Begum era una de las personalidades m¨¢s destacadas del prost¨ªbulo. Ya no trataba directamente con los clientes, sino que se llevaba una parte de los alquileres que cobraba en representaci¨®n de las sardernis propietarias de parcelas. Sin embargo, descubri¨® que el liderazgo tiene sus l¨ªmites. Cada pocas semanas, o¨ªa el sonido familiar de las ruedas de las maletas de pl¨¢stico arrastradas por el suelo de losas del burdel y sent¨ªa que el est¨®mago se le encog¨ªa. Algunas mujeres llegaban por decisi¨®n propia, a menudo huyendo del maltrato o la miseria; muchas hab¨ªan sido vendidas contra su voluntad para prostituirlas.
Acabar con el tr¨¢fico ?la pr¨¢ctica que la hab¨ªa atrapado en Kandapara? era m¨¢s dif¨ªcil de lo que ella esperaba. Banglad¨¦s estaba haciendo avances en reducir la pobreza y mejorar el acceso de las ni?as a la educaci¨®n, as¨ª que no hab¨ªa tantas menores expuestas a ser v¨ªctimas de la trata como cuando Begum lleg¨® al prost¨ªbulo. Con todo, hab¨ªa buenas oportunidades de negocio para los traficantes, conocidos como dalals, que sacaban provecho del sistema y no iba a rendirse sin pelear.
Begum ve¨ªa a menudo c¨®mo los dalals (que casi siempre eran hombres) tanteaban a las trabajadoras sexuales para averiguar qu¨¦ sardernis pod¨ªan estar buscando una nueva chica para comprarla. Una vez lo dirig¨ªan a una posible compradora, el dalal iniciaba una sinuosa conversaci¨®n mientras tomaban un t¨¦, durante la cual la sarderni evaluaba hasta qu¨¦ punto el dalal era de fiar, y este sopesaba qu¨¦ precio pod¨ªa pedir. Cuando llegaban a un acuerdo, la sarderni hac¨ªa un pago por adelantado al dalal. Al cabo de un par de d¨ªas, este volv¨ªa, acompa?ado invariablemente por una adolescente adormilada y aterrorizada. Si la chica era muy joven, la sarderni le daba Oradex¨®n, un esteroide que suele utilizarse para engordar a las vacas, con la esperanza de acelerar su desarrollo.
¡°Una vez que est¨¢s aqu¨ª, no hay vuelta atr¨¢s¡±, le dijo el polic¨ªa. ¡°Tienes que hacer lo que hacen las dem¨¢s¡±
Cada dalal ten¨ªa su propia t¨¦cnica para encontrar ni?as en Banglad¨¦s. A veces, un hombre engatusaba a una chica haci¨¦ndole creer que estaba enamorado de ella, con el ¨²nico fin de venderla en el prost¨ªbulo en cuanto bajara la guardia. Otros se pon¨ªan de acuerdo con mujeres para abordar a las chicas en las paradas de autob¨²s y las estaciones de tren, ofrecerles trabajo en una f¨¢brica de ropa, y acabar llev¨¢ndolas a Kandapara.
Si una ni?a acud¨ªa a Begum porque quer¨ªa abandonar el prost¨ªbulo, esta la ayudaba. La ex trabajadora sexual calcula que unas 30 ni?as escaparon de Kandapara con su ayuda a lo largo de los a?os. Las sardernis refunfu?aban a sus espaldas. ¡°No les gusto, es la pura verdad¡±, reconoc¨ªa ella. Algunas sardernis intentaban congraciarse con Begum ofreci¨¦ndose a comprar a los traficantes una ni?a para ella. Begum las rechazaba con una sonrisa, bromeando que no entend¨ªa el negocio y que nunca ser¨ªa rica.
Para cumplir sus aspiraciones de ser presidenta de la organizaci¨®n de mujeres, sab¨ªa que necesitaba el apoyo de las sardernis, que segu¨ªan teniendo peso en el prost¨ªbulo. Hasta la mujer m¨¢s ruidosa y grosera se callaba cuando pasaba una de ellas con el oro y la plata tintineando en mu?ecas y tobillos. Begum nunca las denunci¨® al comisario de polic¨ªa ni al comisionado de la ciudad, con los que hablaba varias veces por semana. Si alguien preguntaba, ella respond¨ªa que hac¨ªa tiempo que no ve¨ªa ninguna chica menor de edad.
La mujer acallaba su conciencia dici¨¦ndose a s¨ª misma que, de todas maneras, en Banglad¨¦s las mujeres y las ni?as acababan siendo v¨ªctimas del maltrato y la explotaci¨®n. Al menos en Kandapara exist¨ªa algo parecido a una red de apoyo. Si ella llegase a estar al mando, las cosas ser¨ªan diferentes, pensaba. No solo acabar¨ªa con el tr¨¢fico de mujeres, sino con la tragedia incesante del burdel. En Kandapara siempre hab¨ªa rivalidades y venganzas, y las mujeres mandaban a los amigos de sus novios a amedrentar a otras mujeres que las hab¨ªan hecho enfadar o se hab¨ªan interpuesto en su camino.
Cuando m¨¢s le gustaba el prost¨ªbulo a Begum era por las noches. Las calles se refrescaban, la mayor¨ªa de los hombres se hab¨ªan marchado, y las mujeres pod¨ªan relajarse y respirar
Cuando Begum cre¨ªa que estaba imponiendo poco a poco algo as¨ª como un orden, la peleas volv¨ªan a empezar: una mujer adicta a la metanfetamina pegaba a su hijo, o una chica daba a luz y alguien intentaba robarle el beb¨¦. A veces, Begum ten¨ªa la sensaci¨®n de que no ten¨ªa m¨¢s remedio que coger el palo de uno de los guardas. Es por su bien, pensaba mientras hac¨ªa crujir el bamb¨² contra la parte posterior de los muslos de una adolescente. ?Por qu¨¦ demonios no pod¨ªan aprender a comportarse?
Cuando m¨¢s le gustaba el prost¨ªbulo a Begum era por las noches. Las calles se refrescaban, la mayor¨ªa de los hombres se hab¨ªan marchado, y las mujeres pod¨ªan relajarse y respirar. Sub¨ªan el volumen de 20 equipos de sonido que compet¨ªan entre s¨ª y se arremolinaban cogidas del brazo por las callejuelas en una confusi¨®n de cabello suelto, risas y alboroto.
A ella nunca le gust¨® bailar. Por aquel entonces, hab¨ªa cumplido los 40 y sol¨ªa mirar las fiestas desde un rinc¨®n de la habitaci¨®n de una de las mujeres m¨¢s j¨®venes, envuelta en humo de marihuana y sirvi¨¦ndose chupitos de aguardiente casero a temperatura ambiente. En aquellos momentos, se sent¨ªa casi como en casa. Como si tuviese algo que perder.
Una ma?ana de s¨¢bado del verano de 2014, docenas de j¨®venes, encabezados por el hermano del alcalde, llegaron armados de palos y queroseno y amenazaron con quemar el burdel hasta los cimientos si sus habitantes no se marchaban en una hora. Los funcionarios de la administraci¨®n dec¨ªan que iban a derribarlo. Los peri¨®dicos locales informaron de que el ataque era un intento de quedarse con los terrenos del prost¨ªbulo.
Ante la amenaza de perder su hogar, su comunidad y su medio de vida, Begum y sus amigas viajaron a Dacca a protestar. Al cabo de unos meses, el Tribunal Supremo de Banglad¨¦s permiti¨® a las mujeres volver a Tangail y reconstruir el complejo.
La breve clausura de Kandapara puso de manifiesto la falta de opciones para sus ocupantes. Algunas amigas de Begum intentaron encontrar trabajo en la industria de la confecci¨®n de Dacca, pero el estigma de la prostituci¨®n dificultaba conseguir o conservar un empleo en otros sectores. La mayor¨ªa acabaron ofreciendo servicios sexuales en la calle, donde estaban mucho m¨¢s expuestas a la violencia.
A Begum no le cab¨ªa ninguna duda de que las trabajadoras sexuales se encontraban m¨¢s seguras cuando estaban juntas. Las veteranas ense?aban a leer a las reci¨¦n llegadas, y las mujeres en la veintena cocinaban para las que ten¨ªan demasiada artritis para trabajar. A veces, las mujeres aceptaban m¨¢s clientes de lo habitual para pagar el alquiler de una amiga si esta no pod¨ªa trabajar, por ejemplo, porque se estaba recuperando de un aborto. Si un hombre pegaba a una mujer, las sardernis llegaban corriendo con palos y piedras, se lo llevaban a rastras y se aseguraban de que no volviese.
¡°Compras o te compran¡±, le dec¨ªan
A veces, Begum trataba a las mujeres m¨¢s j¨®venes como una madre. ¡°La felicidad es ayudar a los dem¨¢s¡±, entonaba mientas les peinaba el cabello con los dedos repitiendo las palabras de su madre. Cuando una mujer iba a dar a luz ?algo que suced¨ªa cada pocos meses?, Begum rasgaba trapos y herv¨ªa agua para ayudar en el parto. Pocas cosas le gustaban tanto como ver la cara de un reci¨¦n nacido.
A pesar de todo, la suya era una vida solitaria. Cuando lleg¨® la pandemia a principios de 2020 y el Gobierno cerr¨® las puertas de Kandapara, solo quedaban 10 mujeres de las que hab¨ªa en el burdel cuando ella lleg¨®. Unas cuantas amigas hab¨ªan conocido a hombres que hab¨ªan cumplido su promesa de liberarlas; otras se hab¨ªan quitado la vida, como Sahana, con su cara dulce, ¡°hermana de d¨ªa, hija de noche¡±. Tambi¨¦n Anu, que llevaba el pelo canoso recogido en un cuidadoso mo?o, igual que Begum, y que hab¨ªa muerto de sida en 2019. Y Shirin, que fue asesinada dos semanas antes del confinamiento del pasado marzo. Nadie sab¨ªa qui¨¦n la hab¨ªa matado.
Hasta Alo y Hashi, con las que hab¨ªa fundado Nari Mukti Sangha, hab¨ªan empezado a desaparecer durante semanas. Estaban comprando terrenos para empezar una nueva vida fuera del prost¨ªbulo. Begum sent¨ªa que las estaba perdiendo. A veces le costaba saludarles con alegr¨ªa cuando volv¨ªan de un viaje.
Por supuesto, la marcha de Alo de Kandapara pod¨ªa tener su lado bueno. Despu¨¦s de 18 a?os, Begum no era m¨¢s que la secretaria de Mari Mukti Sangh, y Alo segu¨ªa siendo la presidenta de la organizaci¨®n. Se supon¨ªa que hab¨ªa que celebrar elecciones cada dos a?os, pero Alo no se hab¨ªa molestado en organizarlas desde 2013.
Las chicas del burdel ya llamaban a Begum Netri (l¨ªder), y ella quer¨ªa que se confirmase su autoridad. Ella era la persona a la que acud¨ªan las mujeres en busca de ayuda. Ella fue la que cruz¨® Tangail en rickshaw en plena pandemia para pedir al comisionado de la ciudad apoyo para Kandapara. Ella negoci¨® una entrega de 10 kilos de arroz por persona al principio del brote, as¨ª como una peque?a reducci¨®n del alquiler.
Si alguien preguntaba, Begum respond¨ªa que hac¨ªa tiempo que no ve¨ªa ninguna chica menor de edad
En junio del a?o pasado, las mujeres llamaban a la puerta de Begum a todas horas. El arroz se hab¨ªa acabado, y el burdel confinado estaba empezando a hervir de impaciencia. Las primeras en estallar fueron Hashi, la otra miembro del tr¨ªo fundador de Nari Mukti Sangha, y su hermana peque?a, que robaron un juego de llaves a un guarda de seguridad y abrieron a la fuerza una de las puertas del prost¨ªbulo. Begum le grit¨® que no lo hiciera, y las mujeres se pelearon delante de una multitud de espectadores. Al final las separaron, pero Hashi y su hermana ganaron: en contra de las recomendaciones del Gobierno, las puertas quedaron abiertas y los clientes empezaron a dejarse caer por all¨ª. Begum no sab¨ªa qu¨¦ hacer.
Las estaciones pasaban, el aire estaba cargado de humedad. Al final del d¨ªa, Begum se descalzaba sus sandalias de cuero. No paraba de toser, y le preocupaba si sobrevivir¨ªa a los pr¨®ximos meses. Algunas noches rezaba pidiendo perd¨®n. Otras veces pensaba en su pasado: los dulces reci¨¦n sacados del fuego que com¨ªa cuando era ni?a; la sangre que empapaba el asiento de un rickshaw; un sari de boda robado de la cuerda de tender. En su vida tantas cosas hab¨ªan salido mal que pensaba que era culpa suya. ¡°El valor sale de los pies y sube a la cabeza¡±, dec¨ªa Hashi los d¨ªas malos. ¡°No hay m¨¢s que seguir adelante¡±.
A veces se imaginaba otra vida. ?Le estar¨ªa permitido a una mujer de 44 a?os volver a Sajipur y cultivar arroz y trigo sin un hombre? Se preguntaba c¨®mo ser¨ªa su familia si se hubiese quedado con su marido y hubiese tenido hijos. Quiz¨¢ hubiera sido mejor que estar sola. Entonces recordaba al hombre con el que la hab¨ªan obligado a casarse, sus pu?os violentos, y se re¨ªa. Qu¨¦ suerte ten¨ªa de ser libre.
Este art¨ªculo se ha realizado en el marco de la asociaci¨®n entre la revista 1843 de The Economist y The Fuller Project. Puede leer la versi¨®n original en este enlace.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aqu¨ª a nuestra ¡®newsletter¡¯.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.