Reparar un mundo en crisis
Las emergencias humanitarias se han multiplicado en los últimos a?os. Los efectos devastadores del cambio climático, la pandemia, la guerra en Ucrania y la situación económica global, que ha encarecido los precios de los alimentos, a?aden sufrimiento a quienes ya padecían los flagelos del hambre, la violencia, la pobreza. ?Cómo proteger a las personas en medio de la tormenta perfecta y aliviar su dolor? Volvemos al epicentro de los desastres con quienes trabajan para salvar vidas
El mundo está en crisis. La guerra en Ucrania y sus efectos sobre la disponibilidad de alimentos y energía, entre otros, se ha sumado a las emergencias que ya enfrentaba la humanidad en los a?os precedentes, marcados por la pandemia de covid-19, el cambio climático y los conflictos preexistentes. En 2022, 274 millones de personas en 63 países requerirán de protección y asistencia de urgencia para sobrevivir, según la ONU. “Este número es un aumento significativo respecto de los 235 millones de necesitados de hace un a?o, que ya era el número más alto en décadas”, advierte el organismo.
Este cóctel de crisis simultáneas y superpuestas ha provocado un retroceso de los avances hacia un mundo más justo, pacífico y un planeta todavía habitable para 2030, como se acordó con la aprobación de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible en 2015, y como pretendían sus predecesores, los Objetivos del Milenio. El desarrollo humano ha retrocedido a los niveles de 2016 debido, según la ONU, al impacto de la pandemia que ha estresado los sistemas sanitarios incluso de los países más prósperos, ha matado a más de 6,5 millones de personas hasta la fecha y ha interrumpido la educación de millones de ni?os.
Antes, los jóvenes del planeta ya se habían movilizado masivamente para alertar de que había otra crisis preocupante en marcha: el cambio climático. Y quienes más sufren sus estragos son quienes habitan el llamado Sur Global, los que menos han contribuido a este problema y cuyas condiciones de precariedad y pobreza les impiden hacerle frente. Las sequías prolongadas y las inundaciones más virulentas y frecuentes se traducen, en la práctica, en hambre. Y no ha dejado de crecer desde 2017 hasta alcanzar los 828 millones de hambrientos el a?o pasado.
Después, sin haber resuelto ni superado estas emergencias, el 24 de febrero, Vladimir Putin ordenó el primer ataque ruso sobre Ucrania. El inicio de la guerra en aquel país desencadenó el mayor y más rápido éxodo humano desde la Segunda Guerra Mundial. A lo que le han seguido otras repercusiones como el encarecimiento de los alimentos a nivel global, que ha a?adido sufrimiento a quienes ya carecían de ellos, especialmente en ?frica, con países peligrosamente al borde del abismo de la hambruna. Y la crisis energética y económica, con una inflación desbocada, ha retraído la ayuda internacional de los donantes justo cuando más falta hace.
Estos son los oscuros de una fotografía global sombría, pero que también tiene claros. Por todo el globo se encuentran personas formadas y dispuestas para ayudar a otros para salvar sus vidas, reducir su sufrimiento, aliviar su dolor. Son los trabajadores humanitarios y los acompa?amos al epicentro de estos desastres: en Mauritania, Moldavia y Honduras.
Mauritania
El país donde miles no saben si comerán hoy
Por Silvia BlancoCrisis crónica de inseguridad alimentaria y desnutrición, agravada por los repetidos choques climáticos (sequías e inundaciones) y los flujos migratorios relacionados con la inseguridad en la región y, en los últimos a?os, por las consecuencias de la pandemia de covid-19.
878.000 personas en situación de inseguridad alimentaria (en fase 3 "Crisis" y fase 4 "Emergencia"). Representan casi el 20% de la población.
Los ni?os con desnutrición aguda grave están expuestos a la muerte si no reciben tratamiento. Las familias con inseguridad alimentaria tendrán que encontrar un mecanismo de afrontamiento que podría ponerlos en riesgo para el futuro (vender activos productivos como animales, pedir dinero prestado con un alto tipo de interés...) arrastrándolos a un círculo vicioso.
Asistencia directa y rápida a las poblaciones afectadas: detección y tratamiento tempranos de la desnutricón aguda, distribución masiva de dinero en efectivo, harinas enriquecidas para ni?os, kits de alimentos y de agua, saneamiento e higiene, así como alimentos para el ganado.
Mamadou se queda mirando cuando la enfermera dice su nombre y trata de llamar su atención. No sonríe, no llora. “?Mamadou!”, le repite en voz alta, y el ni?o, de dos a?os, solo logra colocar la mano en el escote de su madre y entrecerrar los ojos. Llegó hace una semana al hospital de Selibaby, una ciudad de unos 26.000 habitantes al sur de Mauritania. Tenía diarrea y vómitos. Sus peque?os pies todavía se ven algo hinchados por el edema que sufría, y esa fue la se?al que alertó a su madre para acudir al médico. Está ingresado junto a otros 36 menores de cinco a?os en una unidad especial –dos salas con camillas y poca luz, un despacho, una cocina y dos letrinas– para tratar los casos más graves de desnutrición.
El pabellón pediátrico es uno de los peque?os edificios que componen el hospital, donde hay un patio central abierto al intenso y húmedo calor. Allí se cruzan los pacientes que llegan con los que se van, y una cabra pasta junto al cartel de consultas, cirugía y tuberculosis. Ramata Oumar Diallo es la madre de Mamadou. Tiene 21 a?os y vino con él lo antes que pudo: su pueblo, a unos 12 kilómetros, quedó aislado por las insólitas inundaciones que hubo a finales de agosto en esta zona semiárida cerca del río Senegal. Sus dos hijos mayores, de cuatro y tres a?os, también padecieron desnutrición, aunque en menor grado, cuando eran bebés menores de seis meses. El marido es sastre, pero su salario no les da para vivir. Dice que hay días que se despierta y no sabe qué comerá ni si comerá. A?ade que hay días que solo tiene arroz.
Lo que le pasa a Mamadou se llama desnutrición aguda y se calcula que afecta al 11% de la población de Mauritania, un inmenso país desértico dentro de la franja del Sahel de solo 4,7 millones de habitantes. Puede ser severa o moderada, y la mayoría de quienes la sufren son menores de cinco a?os. En los casos severos (1,9%), como el de Mamadou –que además tiene complicaciones–, si no se actúa de inmediato, el ni?o puede morir, aunque una vez que recibe tratamiento la recuperación es rápida. Lo que le pasa a su madre se denomina inseguridad alimentaria, una situación en la que se estima que vive el 20% de los mauritanos y que implica no poder comer lo suficiente o con cierta variedad.
Los parámetros del hambre están cuantificados, analizados y jerarquizados. Se pueden predecir. Se pueden evitar. Pero eso no impide que Mauritania y el resto de los países del Sahel atraviesen crisis alimentarias periódicas, crónicas en algunos lugares. La diferencia de la alerta de este a?o es que es la peor en una década, tanto por la cantidad de personas en riesgo –el cálculo para Mauritania muestra datos nunca vistos: casi 900.000 personas– como por la extensión, ya que está golpeando en más zonas.
Selibaby está a diez horas en coche desde Nuakchot, cerca de la frontera con Senegal y Malí. Está en una de las regiones más afectadas por la crisis, donde Acción contra el Hambre, que ha pagado el viaje para este reportaje, gestiona la unidad hospitalaria y un programa de educación nutricional. Por la carretera, el desierto se va transformando, y las peque?as dunas grisáceas y anaranjadas junto a las que se ven manadas de camellos más próximas a la capital van dando paso a árboles y matorrales hasta llegar a una llanura de hierba alta sobre la arena y árboles con manadas de vacas blancas y cabras. En el trayecto, donde hay un tramo de 30 minutos sin asfaltar, hay que parar en unos 15 controles de policía. Cerca de Selibaby, cada vez se ven menos coches y más carros tirados por burros que muchas veces conducen ni?os.
Además de la pobreza y las condiciones extremas, la ignorancia también influye en el hambre. Sophie cuenta que todavía hay algunas comunidades en las que no se les dan huevos a los ni?os porque creen que les “bloquea la inteligencia”. Otro mito que ha visto en estos a?os es el rechazo a lavarse las manos con jabón (en Mauritania no se suelen usar cubiertos) porque eso hará que no consigan dinero, como si el jabón contaminara la suerte. Desmontar este tipo de mitos y proporcionar pautas saludables es crucial, y eso es lo que se hace con madres y futuras madres en un centro de Selibaby apoyado por Acción contra el Hambre, a través de fondos de Unicef y la Dirección General de Protección Civil y Ayuda Humanitaria de la UE (ECHO). Se trata de grupos de mujeres que se reúnen una vez por semana para hablar sobre qué es un plato saludable y variado, por qué es importante dar el pecho e ir a las revisiones médicas durante el embarazo, y donde les ense?an a detectar la desnutrición con una sencilla prueba a través de una pulsera que se coloca en el brazo del ni?o.
Esta tarde hay unas 30 madres. Sentadas en círculo en un patio, comentan las imágenes que les muestran. Ahora se ve a alguien darle agua a un bebé. “?Por qué hay que rechazarla?”, pregunta la monitora. “Porque la leche materna ya tiene todo lo que necesita el ni?o”, dice una. Hawa Pathé Sow, de 37 a?os, ha acudido con su bebé de cinco meses. Tiene otros dos, y viene porque no quiere que se repita la desnutrición que sufrió el mayor. “Le di el pecho muy poco tiempo, prioricé las tareas de la casa, otras cosas”, cuenta. Su marido es guardia de seguridad y dice que logran comer tres veces al día, pero que lo más difícil es diversificar. Los precios ahora son demasiado altos y ha empezado a hacer ajustes. “En vez de cinco barras de pan, ahora cojo tres al día; antes compraba pescado fresco, ahora solo podemos comprarlo seco o piezas peque?as. Me preocupa terminar quitando el pescado y la verdura”, cuenta.
“En términos de financiación de los donantes, estamos olvidados”, dice sobre la situación de Mauritania Jean-Luc Lambert, el director de la oficina de Acción contra el Hambre en el país africano. La organización trabaja en 50 países desde hace 40 a?os. La sede en Nuakchot, la capital mauritana clavada en el desierto junto al Atlántico, abrió en 2007. “Está poco poblado y no es un país en guerra, así que recibe menos atención”, dice refiriéndose al vecino Malí, de donde llegan miles de refugiados huyendo del terror islamista. La amenaza del hambre de este a?o se superpone a la falta de agua y las crisis alimentarias y climáticas que de manera recurrente azotan al país.
En Mauritania siempre están a punto los ingredientes para el desastre. Cuando no hay una sequía (como el a?o pasado) llega una inundación (este) y golpea una población pendiente del cielo y del campo –casi la mitad es rural–, sin apenas infraestructuras y unos sistemas sanitario y educativo raquíticos. Cuando no se habían recuperado de las restricciones de la covid, la invasión rusa de Ucrania en febrero elevó el precio mundial de los alimentos –que repercute aquí con subidas salvajes de hasta el 38% en básicos como el trigo–, el combustible y los fertilizantes y azuzó la emergencia en varias regiones de ?frica, entre ellas el Sahel. “Uno de los problemas de las crisis recurrentes como la de Mauritania es que algunos donantes humanitarios están empezando estar fatigados”, explica Lambert. “Consideran que el Estado y otros donantes más centrados en desarrollo tienen que asumir sus competencias invirtiendo en infraestructuras y agricultura. De modo que algunos donantes de ayuda humanitaria se están yendo, pero todavía no han llegado otros”, cuenta. Pone el ejemplo de la cooperación de la UE a través de ECHO, que ha pasado de dar a Acción contra el Hambre 2,1 millones en 2019 a 820.000 euros este a?o, justo cuando la necesidad “está aumentando”.
En Nuakchot, de 1,3 millones de habitantes –alrededor de la cuarta parte de la población mauritana–, muchas calles están sin asfaltar, con suelo de arena y peque?as dunas. Los coches se mezclan con los carros de caballos o de burros, las gallinas picotean entre la basura junto a algunas cabras, y se ven incontables obras, precarios edificios a medio hacer sin demasiadas pretensiones aquí y allá, en una ciudad que sigue creciendo en medio del desierto y que se levantó casi de la nada (era un pueblo) al ser elegida capital cuando Mauritania se independizó de Francia, en 1960.
En la barriada de Dar Naim, los ni?os van descalzos sobre la arena con sus camisetas de fútbol y las casas son apenas chamizos bajo el calor. No hay luz ni agua corriente, y las inundaciones de finales de agosto golpearon con fuerza en la capital, que tiene zonas por debajo del nivel del mar. Uno de los proyectos de medio plazo de Acción contra el Hambre ha sido reforzar una franja de dunas junto a la playa para frenar una crecida.
La historia de Dar Naim está hecha de familias emigradas de todo el país que, desde hace 20 a?os, se han ido instalando aquí porque la sequía, agravada por el cambio climático, les impedía seguir subsistiendo en sus aldeas. Así lo cuentan en una especie de jaima con los laterales cubiertos de malla metálica los representantes del barrio, mientras los ni?os se agarran a ella arremolinados al sol y un grupo de mujeres se sienta en la parte contigua de la alfombra. Piden que se construya ya el colegio prometido, porque el más cercano está a dos kilómetros, y cuentan cómo Nuakchot solo les ofrece trabajos informales y precarios. Poco o nada de la riqueza del país, que abastece a Europa de pesca y tiene un sector minero importante, parece llegar aquí.
Tampoco a zonas rurales como Gorgol, otra de las áreas más impactadas por la crisis, que se extiende al sur del país. El inmenso río Senegal, con su agua marrón rojizo, va crecido por las inundaciones recientes. En algunos tramos todavía cerca de Kaedi, la capital de la provincia, la carretera discurre casi al nivel del río, como un trazo de asfalto sobre el agua que queda a izquierda y derecha. La agricultura de subsistencia y la ganadería son el medio de vida principal aquí, pero cada vez es menos predecible qué sucederá con la cosecha debido al cambio climático. Un grupo de ni?os y mujeres se ba?a en un socavón provocado por las lluvias, que han aislado aldeas, y se atraviesan poblados con casas circulares con gente yendo a los pozos.
A?ssata Damba Ba, de 21 a?os, acude todos los días con su bebé de tres meses a la cooperativa que impulsa Acción contra el Hambre con AECID, la agencia de cooperación espa?ola. Trabaja junto a otras 39 mujeres en un huerto sobre la misma orilla del río en el que se han creado sistemas de irrigación que reducen el trabajo físico y se les ayuda con la burocracia para formalizar la titularidad de la tierra. Y se han instalado vallas, una de las grandes inquietudes de los agricultores de la zona, pues las necesitan para evitar que los animales destruyan la cosecha.
Este a?o la crecida se comió parte de lo que habían cultivado, varios accesos se inundaron y los insectos atacaron a las plantas que quedaban. La subida de precios de los fertilizantes y las semillas se comió mucho de lo que esperaban sacar. Ahora hay patatas, tomates, berenjenas. Han vuelto a plantar. “El a?o pasado no hubo suficiente cosecha, a ver qué pasa este”, dice Damba Ba. A las siete de la ma?ana sale de su aldea y tarda una hora en llegar aquí a pie. Cuenta que su marido emigró hace cinco meses y no ha podido mandarle dinero. La mujer no sabe dónde está, así que vive en casa de su padre, que le ayuda a mantenerse. Pese al huerto, ella solo come lo necesario “a temporadas, dependiendo de la ayuda que tenga” de su familia, y está muy preocupada por la salud de su ni?a, a la que da el pecho. “No tengo suficiente leche”, explica.
A cuatro horas de aquí, en el hospital de Selibaby, la madre de Mamadou comerá tres veces al día mientras el ni?o esté ingresado. Cuando regrese a casa, dice que lo que más necesita es una valla para proteger de los animales la parcela que cultivan sus padres, pero no pueden pagarla. También expresa que los precios son tan altos que, en vez de adquirir sacos de cereal, ahora solo pueden ir al día, comprar peque?as cantidades. Mamadou ahora está tomando un preparado nutricional llamado F75 que estabiliza su organismo y lo prepara para tomar el alimento terapéutico con el que podrá, de nuevo, volver a comer. La enfermera Sophie lo tiene claro: “Va camino de recuperarse”.
Moldavia
En primera línea de la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial
Por Alejandra AgudoGuerra.
Refugiados.
Hasta finales de septiembre, se han registrado 7.530.740 refugiados procedentes de Ucrania en toda Europa, de los que 627.796 han cruzado la frontera con Moldavia; más de 92.000 han permanecido en este país.
Frío, falta de medios de subsistencia en destino, estrés de la población local, caer en redes de tráfico de personas. Trauma.
La respuesta global a la situación de los refugiados en Moldavia ha evolucionado. En los primeros días, lo urgente era proveer alojamiento, alimentos, utensilios de higiene, ropa de abrigo y atención psicológica, especialmente a los ni?os. Con el tiempo, se han proporcionado ayudas económicas a los refugiados y las familias de acogida moldavas.
Ilona Moskaliuk era de las ucranias que creía imposible una guerra en su país. Hasta el 24 de febrero. Ese día Vladimir Putin ordenó el ataque ruso por tierra, mar y aire a su vecina Ucrania. Y la vida de esta madre de 45 a?os y su hija de 17, Bianca Chorba, cambió para siempre. En 20 minutos, metieron todo lo que pudieron en dos maletas y unos días después, se establecieron en la comunidad fronteriza de Tudora, ya en Moldavia. Atrás dejaron los sue?os de estudiar Medicina, al amor, los amigos. Eran refugiadas.
En cuestión de días, la ONU ya advirtió que la humanidad se enfrentaba al mayor y más rápido éxodo humano desde la Segunda Guerra Mundial. Decenas de miles de personas cruzaban cada día los pasos fronterizos hacia Polonia, Rumania o Moldavia. Los Gobiernos y ciudadanos de aquellos países fueron los primeros en auxiliar a los recién llegados como podían, con más solidaridad que medios, hasta que la comunidad internacional –donantes, ONG y agencias de la ONU– hizo el relevo a una población local sin experiencia y exhausta.
Había que actuar rápido. El dos de marzo, un equipo de Acción contra el Hambre partió desde Madrid hacia Moldavia (2,4 millones de habitantes), uno de los países más desatendidos y el tercero más pobre de Europa después de la propia Ucrania y Armenia. Su misión era evaluar las necesidades de los refugiados y de quienes les estaban atendiendo en aquel país, para solicitar fondos a los donantes y enviar la ayuda necesaria.
Lo que se encontraron fue una capital que ya había habilitado grandes espacios públicos para la acogida. En Chisináu, el recinto de la feria de Moldavia, Moldexpo, se transformó en un gran albergue para medio millar de personas y almacén improvisado para la ropa y los alimentos donados por los vecinos. Allí, las autoridades tenían las riendas y organizaban con más o menos acierto a los voluntarios, los transportes, las ayudas y los beneficiarios.
En menos de una semana, se abrieron centros de tránsito donde los recién llegados pudieron comer y dormir unas horas por todo el país. Las donaciones de colchones, alimentos, mantas, ropa, carritos de bebé o productos de higiene cubrían las necesidades más básicas. Las redes ciudadanas, entidades no gubernamentales y religiosas que se encargaban de la atención a la infancia y personas mayores vulnerables en este país con un sistema público de protección endeble, tomaron la batuta para canalizar la ayuda. Pronto se confesaban sobrepasados.
“Nos hace falta conocimiento y formación. No sabemos cómo hacer esto”, reconocía Russu Roman, periodista freelance ucranio, residente en Moldavia, que decidió coordinar un espacio que varias organizaciones ucranias en la diáspora bautizaron como Centro de Tránsito en Chisináu. A la postre, un establecimiento a pie de calle, con colchones sobre palés.
Era en los nueve puntos de paso entre ambos países donde la situación era más desesperada. Especialmente en la frontera sur, en Palanca. Miles de personas cruzaban la frontera cada día, ateridas de frío, sin apenas pertenencias, traumatizadas. Las ojeras y el llanto era la prueba de lo exhaustas que llegaban a este punto.
Algunas, como Anna Yilinska, tenían un plan de huida. Pocos días después de los primeros ataques rusos, esta neuróloga de 48 hizo las maletas de sus tres hijas, de 9, 11 y 13, puso un abrigo a su perra y llamó a un taxi que la llevó de Odesa a Palanca, donde unos conocidos las recogerían para acogerlas en su casa.
La mayoría, sin embargo, comían y dormían gracias a la solidaridad vecinal. Se subían en autobuses gratuitos a otros puntos del país o rumbo a Rumanía, sin más destino decidido que alejarse de las bombas.
Algunos logos en los vehículos por la zona desvelaban que ACNUR y otras ONG internacionales estaban presentes. Todas con el mismo propósito: estudiar la situación para ayudar adecuadamente. Una red de voluntarios, liderada por el empresario local Anatol Malancea y las iglesias, ya había levantado una carpa en el paso fronterizo de Palanca, para ofrecer un techo en las horas de espera, comidas calientes y, también, información sobre los alojamientos disponibles en la ciudad y alrededores. Pero la afluencia desbordaba la capacidad del lugar. La situación empeoraba por horas.
Normalmente, la información que las organizaciones obtienen en estas misiones exploratorias en las emergencias humanitarias sirve para activar los convenios de emergencias con las agencias de cooperación, de la ONU o solicitar recursos de la Unión Europea. Lo que en la práctica significa que los donantes les desembolsen fondos para cubrir las necesidades insatisfechas de los refugiados.
Noelia Monge Vega, responsable de aquella avanzadilla de Acción contra el Hambre desplazado en Moldavia, no lo dudó. “Es urgente comenzar el proceso cuanto antes”, evaluó. Así decidió que no esperaría a su regreso a Madrid para hacer papeleo. Tenían que empezar ya a repartir comidas calientes y apoyar con su saber hacer y sus recursos a los voluntarios. Otras intervenciones las decidirían en los siguientes días.
Una semana después, gastaban los primeros 7.000 euros de su presupuesto en alimentos -incluidos carne y verduras- para repartir 2.000 menús completos al día durante siete. La elaboración y distribución la seguirían haciendo las entidades locales, pero ahora con apoyo profesional, económico y logístico.
Mientras tanto, las autoridades también adaptaron su respuesta: instalaron una carpa en una amplia explanada adonde se trasladaba en minibuses a quienes cruzaban la frontera a pie. La cola de vehículos era kilométrica y quienes no iban en transporte privado, hacían el último tramo arrastrando sus maletas bajo la nieve. El objetivo era evitar las aglomeraciones que se producían en el paso, el más concurrido del país, que a principios de marzo ya era el más concurrido del país.
En el nuevo complejo de tránsito, levantado 10 días después del inicio de la crisis, ACNUR ya repartía mantas y había instalado retretes adecuados que sustituían a los agujeros en el barro delimitados con maderas que se habían habilitado como letrinas inicialmente. Unicef emplazó carpas con calentadores para que los ni?os jugasen y recibieran apoyo psicológico a resguardo de las bajas temperaturas. Y Acción contra el Hambre facilitó cubos de basura para mantener limpio el lugar e instaló un punto de carga para móviles.
La ayuda humanitaria, coordinada a base de horas de reuniones entre visitas a la fronteras, encuentros con refugiados y entidades locales, estaba a pleno rendimiento para apoyar al país que apenas el 9 de marzo ya era el que más refugiados estaba recibiendo con relación a su población (4 por cada 100 habitantes). “Es fundamental que nos coordinemos con otros actores para no estar todos en los mismos pueblos ayudando a la misma gente”, analizaba Monge.
Más allá de este tipo de ayuda, la Unión Europea contribuyó a aliviar el dolor de los ucranios con su decisión de activar, por primera vez, una directiva creada hace 20 a?os que permitía la entrada sin límites a los refugiados. Gracias a ello, y a diferencia de los sirios (o afganos o subsaharianos), no se encontraban muros ni trabas burocráticas, sino puertas abiertas y facilidades administrativas para regularizar su situación.
Con todo, los desafíos no acaban con la presencia de las organizaciones o la decisión de la UE. Pronto se advirtió de la necesidad de proteger a mujeres y ni?os de las redes de trata. El caos en las fronteras moldavas y del resto de países de acogida, con miles de vehículos ofreciéndose solidariamente a llevar a los recién llegados a cualquier punto de Europa, era el camuflaje perfecto para quienes no tenían tales buenas intenciones.
La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) describió la situación en las fronteras como “el ensue?o de los traficantes” y los ni?os no acompa?ados estaban en altísimo riesgo de convertirse en sus víctimas. La primera opción para estos menores, indica esta organización, debe ser la acogida en instituciones públicas. Pero Moldavia carecía de ellas.
“Aquí la mayoría de los servicios sociales los proveen ONG. Estamos en uno de los países más pobres de Europa”, explicaba Viorica Matas, directora ejecutiva de la entidad Concordia, especializada en asistir a huérfanos y ancianos en precariedad. “La crisis de refugiados no hace desaparecer a las personas que ya atendíamos. Estamos desbordados”, lamentaba.
En una crisis de esta magnitud, las urgencias se multiplican por minutos. Y la comunidad humanitaria especializada tiene por cometido detectarlas y darles respuesta. Así, a la par que se repartían comidas, se habilitaban espacios de descanso, carpas calefactadas… Las ONG y las autoridades empezaron a informar por diferentes vías de los protocolos que debían seguir los ucranios antes de subirse a un coche particular.
En Moldavia, carteles informativos, páginas web y voluntarios difundían un mensaje de precaución, con datos de los destinos, los centros de tránsito y los transportes seguros disponibles. “Este viaje es gratuito. Nadie debe pedirte un pago ni ningún otro servicio a cambio”, rezaba una de las octavillas.
Con el paso de los meses, la situación va cambiando, aunque la guerra prosigue. Esta primera ola humana y de solidaridad se va relajando. Huye menos gente, la que ya lo ha hecho se establece en su destino, y la emergencia pasa a un segundo plano de la atención colectiva.
Algunas ONG se retiraron, otras permanecen. Es el caso de Acción contra el Hambre, que ha mantenido su misión en Moldavia para dar soporte a la red de solidaridad ciudadana y, en definitiva, de quienes aún hoy sufren la guerra y el exilio. Más de 95.000 han decido permanecer aquí, de los más de 650.000 que han salido de Ucrania por sus fronteras. Hasta la fecha, más de 7,6 millones de refugiados han huido a otros países de Europa en busca de seguridad. Otros 4,2 millones se han desplazado internamente con el mismo propósito. La emergencia no ha acabado.
Honduras
De huracanes y covid a migraciones masivas: las emergencias humanitarias no dan tregua
Por Andrea J. ArratibelMigratoria.
Entre el 1 de enero y el 23 de septiembre de 2022, el Instituto Nacional de Migración (INM) reporta el ingreso de 106.476 personas en tránsito irregular por el territorio hondure?o. El aumento en los ingresos de personas de forma irregular en ocho veces superior a la cifra registrada el a?o anterior.
Protección: no se ha definido ningún corredor humanitario que garantice su seguridad e integridad, lo que los convierte en blanco de extorsión y tráfico de personas. No existen procedimientos claros para identificar y referir a las víctimas de abusos, acoso sexual, violencia, tráfico de personas o explotación sexual. Falta de información que los guíe en los procedimientos institucionales que deben seguir para resolver su estatus migratorio.
Alojamiento: para atender la emergencia migratoria en la frontera sur, organismos de ayuda humanitaria se unieron en el Consorcio Life-Honduras mediante el cual facilitan alojamiento mediante Centros de Descanso Temporal (CDT) en Trojes, Danlí y Choluteca. Provisión de alimentación, agua y kits de higiene. Atención psicosocial a menores de edad. Servicios de salud.
“Las lluvias lo destrozaron todo: mi casita de madera, los alimentos, la ropa, los recuerdos. Todo se llenó de agua. Pero, por lo menos no perdí a mis hijos por las tormentas. A las ni?as de mi vecina se les cayó el techo de zinc encima y ya no se supo más de ellas”, relata Iris Romero, superviviente de los ciclones Eta e Iota y de tantas calamidades que han azotado Honduras y otras regiones vecinas en los últimos a?os: sequías que provocan la muerte del ganado y desplazados climáticos; huracanes que sumergen comunidades enteras en el yodo; terremotos que sacuden las entra?as de la tierra y derrumban los cimientos de hogares.
Los dramáticos escenarios se repiten en un lugar y otro del mundo, pero no hay dos emergencias humanitarias iguales. Aunque las imágenes que dejan tras su paso recuerden entre ellas, sus efectos siempre son impredecibles. Y las consecuencias suelen ser todavía más graves que las que las noticias recogen, se acaban alargando en el tiempo. Algunas se cronifican durante a?os.
“Por eso hay estar preparado para cualquier situación, hasta la más impensable”, se?ala María Luisa Sánchez, directora de operaciones de Acción contra el Hambre en Honduras, uno de los países más pobres y desiguales del hemisferio occidental y donde las crisis se solapan, golpean a la población sin dejarle sacar la cabeza entre una adversidad y la siguiente. “Cuando en el 2020 la situación no podía ser más difícil por la pandemia, en mitad del confinamiento obligatorio, llegaron las terribles tormentas tropicales poniendo todavía más patas arriba el país”, afirma Sánchez, quien lleva más de 20 a?os residiendo allí. “Nos pusimos a trabajar como locos para dar una respuesta inmediata”, agrega.
“Nos quedamos sin nada y aquí no hay trabajo”, cuenta Iris Romero, que en enero de 2021 se tuvo que despedir de su familia para sumarse a la caravana de migrantes. “Me llevé al ni?o peque?o, de siete a?os; el resto se quedó con mi madre”, relata. El objetivo del grupo con el que viajaba era llegar a Estados Unidos, “pero cuando íbamos a cruzar el río entre Guatemala y México, nos agarraron unos agentes de migración. Por suerte, lo peor que pasó durante el camino solo fue que me robaron”, dice la hondure?a que, como todos lo que intentaron cruzar, ha escuchado demasiadas veces cómo a lo largo de las travesías de los pasos migratorios las personas desaparecen, tanto las que tratan de salir como ingresar a su país.
“Con la pandemia nos quedamos sin trabajo, y ya llevábamos mucho tiempo mal, así que mi esposo y yo decidimos irnos de Bolivia”, cuenta Katia Lima desde un centro de refugio. “Antes de llegar hasta aquí pasamos cosas muy feas; en Ecuador nos asaltaron, nos llevaron a unos matorrales y nos golpearon. Como no me encontraron más dinero me quisieron abusar de mí, pero, por suerte, ?me libré!”, relata la boliviana, recién llegada a la frontera sur con Nicaragua, donde, al tiempo que las ONG locales e internacionales seguían llevando a cabo planes de contingencia y asistencia para paliar las consecuencias de los desastres naturales en las comunidades, se decretó otra emergencia por la llegada masiva de migrantes.
“?Y en cuanto lo supimos, allá que nos fuimos!”, narra Sánchez, a cargo de las acciones de asistencia de unas de las primeras organizaciones que llegó a la región para ofrecer ayuda y poner recursos a disposición de la nueva difícil situación. “Fue el confluir de muchas crisis humanitarias al mismo tiempo. Pero es que además de las distintas urgencias que explotaron, se suma la realidad tan compleja de este país”, agrega.
A Iris Romero Pavón, de 37 años y madre de cuatro niños, la han deportado de EE UU a Honduras. Tiene una casa diminuta lindando con un cafetal y un campo de bananos. Es solo un cuarto lleno de trastos, al lado de la vivienda de su madre, quien le cuida al más pequeño de sus hijos. “El papá se fue con otra mujer y me quedé de madre soltera, pero he sacado adelante a mis hijos, que van todos a la escuela. Él nunca me ayudó. Antes, esta casa era tan solo un cuarto de madera, pero los huracanes la destrozaron. Perdí mi cama, la ropa, los alimentos, todo. Yo andaba en el centro de salud vendiendo pastelitos cuando la tragedia empezó; en muy poco tiempo todo se inundó. Cuando llegué a mi casa me encontré a uno de mis hijos sacando agua. Por lo menos no los perdí a ellos por las tormentas. Una vecina perdió a sus dos niñas pequeñas. Les cayó la casa encima. A veces una quisiera ayudar, pero una es pobre y no puede ni con lo suyo”. Tras el huracán, la familia dormía sobre el suelo hasta que decidió migrar a Estados Unidos. En enero, emprendió el viaje con uno de sus niños, el de siete. "Al resto los dejé con mi madre. Cuando fui a cruzar el río de Guatemala a México, me detuvieron. Me dijeron que ese no era mi hijo, me arrestaron y me separaron de él. Recuerdo que lloraba sin parar. Al final me metieron en un bus de vuelta y me sentí muy triste de volver a mi casa, sin dinero”.
Honduras, cuyos niveles de desigualdad se sitúan entre los más altos del continente americano, es liderado en la actualidad por un nuevo Gobierno que lleva muy poco tiempo en el poder y esta compleja transición política acarrea una lista infinita de retos: el anterior presidente de la República está en la cárcel por narcotráfico, un reflejo de hasta qué punto la corrupción penetra en las instituciones; la pobreza extrema afecta al 36,7% de su población, la violencia forma parte de la cotidianidad y tiene una de las mayores tasas de feminicidios del mundo. Los flujos migratorios, la última emergencia declarada en el país, recorren cada una de sus fronteras: los de quienes llegan en tránsito para cruzar a Estados Unidos y los de desplazados internos. “La ciudadanía no tiene confianza en el Estado y muchas de nuestras acciones se tienen que canalizar a través de él, tenemos que trabajar con el sector público para obtener permisos y avanzar en proyectos que los implican. Este condicionante supone un gran reto para la acción humanitaria”, confiesa Sánchez.
“Las circunstancias de este país obligan a pasar de una emergencia a otra sin poder respirar. Cuando estás inmersa en un proyecto con necesidad apremiante a las que dar respuesta, te llegan dos tormentas tropicales que devastan la mitad del país. Y, poco después, tantas personas vulnerables en la frontera que requieren de protección urgente”, afirma María Castro, responsable de Programas de Agencia Espa?ola de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en Honduras.
Como expone la encargada del organismo espa?ol en la región, “Honduras es un país muy vulnerable. Sus características hacen que los programas que en él se ejecutan pasen en cualquier momento, y de forma continua, del desarrollo a lo humanitario y viceversa. Se crea el perfecto el nexo de la ayuda humanitaria, la paz y desarrollo”.
Este vínculo en la ayuda al que se refiere Castro es, precisamente, una de las características más destacables de la Cooperación Espa?ola en el territorio. “A diferencia de otras redes, en la espa?ola toma parte una gran diversidad de actores: ONG, organizaciones descentralizadas, universidades, empresas que se sientan en la misma mesa a dialogar para canalizar los recursos y que la ayuda converja. Creo que eso es porque Espa?a es un país muy diverso y ese carácter se refleja en la forma de reaccionar, implicando a todos los agentes que tienen presencia en el país”, reconoce Castro.
Las estrategias detrás de una emergencia
Para dar respuesta eficiente a una emergencia, o a múltiples al mismo tiempo, establecer alianzas es una estrategia clave. “Por eso desde la AECID tratamos de facilitar un trabajo que sea horizontal y que implique a todas las organizaciones posibles, para que no tengan que competir por recursos, sino que los compartan y sean mejor aprovechados. En un contexto como el hondure?o, la sinergia entre los distintos actores es imprescindible”, afirma Castro, quien destaca lo importante que es centrar los esfuerzos de las organizaciones de ayuda en comunicación e incidencia política para visibilizar las realidades a las que se enfrentan. “Desde facilitar la participación de lideresas comunitarias hondure?as y ONG locales hasta destinar recursos para apoyar el trabajo de periodistas”, explica. De igual manera, a?ade que es crucial canalizar correctamente los recursos con organismos políticos, gobiernos nacionales y locales, municipios y oficinas diplomáticas.
?Qué mueve la ayuda humanitaria?
En diciembre de 2020, Espa?a tuvo la respuesta humanitaria más importante de los últimos a?os hacia la población afectada por los huracanes Eta e Iota en Honduras. “Pero para conseguir esto fueron imprescindibles algunas acciones previas, como organizar la visita de la reina Letizia al país para que conociera de primera mano la situación y se visibilizaran las consecuencias de las tormentas en un momento en que la covid-19 estaba ocupando toda la atención mediática”, aclara Castro. Las organizaciones no daban abasto tratando de resolver los efectos de aquella emergencia cuando llegó la siguiente en la región sur del país: la crisis migratoria se agravó. Ante la inactividad del Gobierno hondure?o, la ayuda internacional se instaló en la zona y empezó a recaudar fondos para nuevos desafíos humanitarios.
“Honduras lleva a?os viviendo una situación dramática que no se exhibía en la prensa internacional y eso suele incidir en la desfinanciación de las crisis”, apunta Castro. Como explica la responsable de la Cooperación Espa?ola en Honduras, la única forma de movilizar recursos es poner al país en el mapa, “facilitando cualquier acción que lo visibilice y que acerque su realidad a los ciudadanos espa?oles. El problema es que hace a?os que la sociedad se desligó de la ayuda humanitaria”, lamenta.
Castro achaca esta desconexión, el compromiso con la solidaridad, a la crisis económica. “En 2005, a?o en yo entré en el sector y que el mundo estaba en pleno proceso de globalización, la generosidad fuera del país era un valor muy importante de la sociedad espa?ola. Pero la situación económica y otros procesos políticos internacionales han hecho que la mirada se desvíe más al interior y menos al exterior. Ayudar a otros ya no está en los intereses y sí lo estuvo”, afirma.
Esta desconexión entre la ciudadanía y la aportación de ayuda al desarrollo tiene un gran impacto económico. Por un lado, en la bajada de aportaciones directas a ONG: la recaudación de fondos propios. Pero también en el presupuesto destinado a la cooperación oficial espa?ola, que en la actualidad se sitúa en un 0,25%, la mitad de la media europea. Y esta disminución de recursos afecta a cuestiones clave para el desarrollo de los programas que Castro lidera en Honduras.
“Más allá de los fondos económicos, hay otra cuestión muy importante que afecta a la labor humanitaria, y que está relacionada con la financiación pública”, advierte. “Poder ejecutar ciertos proyectos de desarrollo depende mucho de la voluntad política. Al margen de la ideología del partido que esté gobernando, que por supuesto, tiene un efecto, siempre es más fácil mover la agenda de desarrollo cuando hay una ciudadanía activa reivindicando; así se crean las políticas públicas y se protegen los derechos humanos”, se?ala.
“Honduras no despierta interés, es una región muy olvidada”, expone la directora de Operaciones de Acción contra el Hambre. “Se trata de un país que casi se ahoga por las tormentas, para las cuáles afortunadamente sí se recibió ayuda, aunque nunca es suficiente. La crisis migratoria que enfrenta actualmente, que es terrible, parece que solo provoca indiferencia”, lamenta.
En primera línea desde Honduras
Detrás de la emergencia
PLANETA FUTURO ha colaborado con Acción contra el Hambre para visibilizar el trabajo humanitario con dos especiales informativos bajo el paraguas del proyecto Detrás de la emergencia. La primera parte del mismo, se publicó en noviembre de 2017, con el título Lo que no se ve de una emergencia. Este 2022, con un mundo azotado si cabe aún por más crisis, publicamos esta segunda entrega.
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