El hambre: con la esperanza entre los dientes
A los se?ores del hambre que con ella han escrito historias de muerte y mutilaci¨®n, de confinamientos, desplazamientos y exterminios, habr¨¢ que darles su lugar en la historia de la infamia y la barbarie
Un hombre regresaba a su casa por la vereda La Miranda, en Ituango. Ese 31 de octubre de 2009, como siempre lo hac¨ªa, empuj¨® la puerta de madera sin bajarse del caballo para abrirse paso y seguir. Los vecinos que viv¨ªan arriba de la escuela resguardada por la puertecita de madera oyeron la explosi¨®n y vieron al hombre volar con todo y caballo. La guerrilla de las FARC hab¨ªa plantado una mina antipersona que ¨¦l activ¨® al abrir la puerta o al paso del caballo, nadie sabe.
Recuerdo bien ese expediente, por la crueldad del evento y las secuelas que despojaron a ese hombre de tantos rasgos de su humanidad. La mina le rob¨® la olfacci¨®n y, con ella, todos los recuerdos que s¨®lo visitan la memoria alentados por aromas. Tambi¨¦n la vista casi por completo, el equilibrio y la movilidad de la mano derecha. No pudo, nunca m¨¢s, caminar solo, trabajar o leer. Esa mina lo despoj¨® incluso de su estima propia. Campesino y proveedor del hogar, se sinti¨®, desde entonces, prescindible mientras ve¨ªa el progresivo empobrecimiento de su familia, que hasta entonces hab¨ªa tenido alimento suficiente gracias a su trabajo y a los frutos de la tierra. Desde la explosi¨®n todo fue peor. A la tristeza por su condici¨®n, se sumaba la de la amenaza del hambre de sus hijas y su mujer.
Recuerdo bien ese expediente, adem¨¢s, por ella, la mujer del herido. Aunque el caso no se trataba de ella, gran parte de los testimonios y de la historia cl¨ªnica la mencionaba. Su marido hab¨ªa sido evacuado desde Ituango hasta Medell¨ªn, en donde estuvo largamente hospitalizado. Ella debi¨® viajar por su cuenta a acompa?arlo. Y tuvo hambre desde el segundo d¨ªa hasta que se anim¨® a hablar con la trabajadora social que visitaba al paciente. En Medell¨ªn, cont¨® despu¨¦s, no pod¨ªa acceder a alimentos porque s¨®lo ten¨ªa el dinero para regresar a casa en autob¨²s.
A la trabajadora social le explic¨® que el miedo al rechazo, a la humillaci¨®n, al estigma o a decisiones imaginadas sobre la atenci¨®n m¨¦dica a su marido le impidieron hablar del hambre durante d¨ªas. Esa trabajadora social movi¨® cielo y tierra. Despu¨¦s de un tiempo y muchas gestiones, consigui¨® que la se?ora accediera a un programa de ayuda humanitaria para quedarse en Medell¨ªn hasta que le dieran el alta al paciente, cuyo estado emocional demandaba de la compa?¨ªa de su mujer.
Esta historia me hizo evocar otra. Distinta, pero no tanto. Un relato sufi de hace ocho siglos, que record¨® hace a?os John Berger a prop¨®sito de la publicaci¨®n de un libro suyo que lleva el t¨ªtulo que tom¨¦ prestado para esta columna: Con la esperanza entre los dientes. La historia va de un hombre que viaja y est¨¢ muy hambriento. Se aproxima a un palacio y toca la puerta para pedir alimento. Los due?os del palacio abren, pero, antes de o¨ªr el ruego del hambriento, sueltan a un perro feroz que se acerca amenazante al hombre. ?l busca una piedra para mostrarle al perro y espantarlo. Pero el caminante, que adem¨¢s de tener hambre est¨¢ congelado, no puede coger ni un guijarro. Hace tanto fr¨ªo que las piedras est¨¢n pegadas al suelo. Y entonces dice: cuando le avientan un perro fiero a un hombre hambriento y las piedras est¨¢n pegadas al piso, estamos en un tiempo de barbarie.
En Colombia se superponen distintos tiempos y m¨²ltiples realidades. No es f¨¢cil ver con claridad si vivimos o no en tiempos de barbarie. Vivimos las democr¨¢ticas convulsiones ciudadanas propias de las din¨¢micas de un estado en maduraci¨®n constitucional, pero a la par vivimos las imposiciones de los armados. Vivimos en los caminos de la pol¨ªtica y el derecho, y a la vez presenciamos los pulsos de los descre¨ªdos de la democracia. Vivimos la construcci¨®n de la paz, pero tambi¨¦n vivimos sometidos a la crudeza de la guerra. Vivimos entre la abundancia y el hambre. Vivimos, en efecto, entre todos esos pares imposibles que se superponen a la vez sobre la misma gente y la misma tierra.
En el tiempo del postconflicto, la construcci¨®n de paz avanza en algunas regiones. All¨ª, el tiempo del calentamiento global enfurece r¨ªos voraces que se tragan casas. Las familias que las habitaban, a su vez, viven el tiempo de una guerra gobernada por violentos que imponen paros armados. Todos son confinados a vivir el abandono y sus afugias en el reino del hambre.
El hambre ha servido como munici¨®n de guerra en este pa¨ªs. Algunas sentencias judiciales han dejado constancia de ello. Han contado al pa¨ªs urbano lo que no se ve: que a las mujeres ind¨ªgenas las amenazan con el sometimiento sexual si van a las chagras (huertas o cultivos). A los hombres campesinos, ind¨ªgenas y negros les aseguran un tiro y la eternidad bajo el r¨ªo si salen a pescar. A todos les decomisan alimento, insumos y cosechas. Cuando el hambre acecha, todo es escenograf¨ªa. El hambre quiebra a mujeres y hombres, a ni?os y mayores sin condescendencia con artificios del lenguaje pol¨ªtico o acad¨¦mico.
S¨ª. Vivimos tiempos y realidades superpuestas, pero a los se?ores del hambre que con ella han escrito historias de muerte y mutilaci¨®n, de confinamientos, desplazamientos y exterminios, habr¨¢ que darles su lugar de una vez. En la historia de la infamia y la barbarie. No en la de la democracia.
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