Viaje a la memoria de los europeos
La autobiograf¨ªa de Obama domina el oto?o pol¨ªtico-literario. El libro del expresidente americano forma parte de larga una tradici¨®n que tambi¨¦n tiene grandes cultivadores en el Viejo Continente
La promesa de igualdad de los fundadores de Estados Unidos alcanz¨® una prueba tard¨ªa, la elecci¨®n de un presidente negro, Barack Obama. As¨ª lo sosten¨ªa aqu¨ª Llu¨ªs Bassets al visitar sus recientes Memorias. De modo parecido, las promesas de unidad europea recorren un largo camino, erizado no solo de diversidades, sino tambi¨¦n de aut¨¦ntica disparidad. As¨ª se revela en el di¨¢logo entre gobernantes europeos, acelerado desde la Segunda Guerra Mundial, detectable asimismo en sus libros de memorias.
La joya de la corona de las miradas europeas al inmediato pasado es la ¨®pera magna de Winston Churchill. La segunda guerra mundial (1948) despliega el consumado autorretato del arist¨®crata canalla, marginal y reaccionario, convertido en h¨¦roe por su genialidad en la direcci¨®n de la lucha contra el nazifascismo. Y en militante europe¨ªsta en beneficio de todos, salvo de su pa¨ªs. Su penetraci¨®n psicol¨®gica; su preparaci¨®n militar; su ¨¢gil an¨¢lisis pol¨ªtico y geoestrat¨¦gico; su determinaci¨®n en el compromiso democr¨¢tico; la habilidad literaria con que escribe sus propios discursos, arengas, informes b¨¦licos y libros, que le catapult¨® al Premio Nobel; y su iron¨ªa mordaz, todo est¨¢ en ese libro, paradigma del g¨¦nero porque a¨²na an¨¦cdota y categor¨ªa, sentimiento y ensayo, individuos y tendencias, tensiones y estrategia.
De todos los dirigentes coet¨¢neos, solo el que merece su rabia porque encarna lo maligno, y el desprecio de los militares de ambos bandos por sus errores guerreros, tempestivos y megaloman¨ªacos, Adolf Hitler, aparece con perfiles personales borrosos. En cambio, el presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, resulta un gigante: human¨ªsimo, como se descubre cuando sir Wintson pasa tres semanas en la Casa Blanca, en 1941, cenan juntos cada noche, Roosevelt prepara unos ¡°c¨®cteles particulares¡± (?qu¨¦ mezclar¨ªa?) y ¨¦l le ¡°empuja la silla¡± de ruedas.
O el l¨ªder sovi¨¦tico Josif Stalin, a quien respeta y con quien mantiene una relaci¨®n dura, ¡°pero siempre emocionante y a veces genial¡±, con quien se lo bebe todo y que le hospeda en Mosc¨² en una dacha de ¡°lujo totalitario¡±, sorprendi¨¦ndole porque ¡°el agua caliente y la fr¨ªa salen del mismo grifo¡±, esa magia del mono-mando. Y para quien dibuja un cocodrilo (?despanzurrado?) con ¨¢nimo de ilustrarle que hay que atacar ¡°la panza y el morro¡± de la bestia nazi al mismo tiempo. O su ministro de Exteriores, Viascheslav Molotov: los criados de Chequers ¡°se quedaron perplejos al encontrar pistolas bajo la almohada¡±. El que m¨¢s le incomoda es parad¨®jicamente su protegido, el general franc¨¦s resistente, Charles De Gaulle, por su ¡°arrogancia¡±, porque es ¡°altivo¡±, a veces g¨¦lido, y porque sin tener nada, le amenaza con romper lo ¨²nico de que dispone: su conexi¨®n mutua, la protecci¨®n brit¨¢nica: ¡°Los alemanes hab¨ªan conquistado su pa¨ªs, no ten¨ªa un solo punto de apoyo, pero le era igual: lo desafiaba todo¡±.
Churchill, pintor mediocre pero cotizado, solo acaba un cuadro durante el conflicto, pero pinta bien su estrategia, s¨ªntesis de lo pol¨ªtico y lo militar. Logra convencer a Roosevelt de que orille la indignaci¨®n por Pearl Harbour y se concentre en el escenario europeo, un indicio proto-euroc¨¦ntrico que conviene a su pa¨ªs. Le perora que ¡°la derrota de Jap¨®n solo significa la derrota de Jap¨®n mientras que la de Hitler¡± desarticular¨¢ al imperio oriental: ¡°la guerra es una sola¡±, deletrea el orondo fabricante de las frases que todo el mundo acabar¨¢ copiando. Pronto un memor¨¢ndum de la Casa Blanca corrobora que vencer a Berl¨ªn implica la derrota japonesa ¡°probablemente sin disparar un tiro ni perder una sola vida¡±. La vocaci¨®n atl¨¢ntica prima as¨ª sobre la pac¨ªfica, aunque alg¨²n tiro¡ at¨®mico, s¨ª se acabar¨¢ disparando.
El l¨ªder brit¨¢nico tambi¨¦n alecciona sobre el poder. ¡°Es imposible que los generales tomen riesgos si no perciben que en tiempos de guerra tienen detr¨¢s un Gobierno fuerte¡ si se quiere hacer un servicio, debe ofrecerse lealtad¡±, desgrana. O sobre la informaci¨®n como arma: en el ¡°Pac¨ªfico qued¨® clara la importancia del secreto y de la fuga de informaci¨®n en la guerra¡±; en ella, ¡°la verdad es tan valiosa, que siempre debe ir escoltada por mentiras¡±, ironiza.
En t¨¦rminos de europeidad, adelanta posiciones que cristalizar¨¢n en la posguerra. ¡°Europa, el continente que ha dado a luz las naciones modernas y la civilizaci¨®n¡±; ¡°conf¨ªo en que la familia europea act¨²e con unidad: me gustar¨ªa ver unos Estados Unidos de Europa en los que se minimizasen las barreras entre naciones y se pudiese viajar sin obst¨¢culos¡±; ¡°conf¨ªo en ver la econom¨ªa europea estudiada como un todo, Europa es nuestra preocupaci¨®n principal¡±, escribe. Y el primer paso ha de ser una asociaci¨®n entre Francia y Alemania¡± pues ¡°no puede haber una recuperaci¨®n de Europa sin una Francia y una Alemania espiritualmente grandes¡±. Asimismo, profetiza y bautiza el futuro del Este: ¡°Se ha corrido un tel¨®n de acero sobre el frente ruso. No sabemos qu¨¦ es lo que pasa, ah¨ª detr¨¢s¡±, se inquieta.
M¨¢s solemne, ampuloso y prolijo, su aliado De Gaulle perge?a tambi¨¦n unas Memorias de guerra (1954/1958) brillantes, sobre una ¨®ptica patri¨®tica reivindicativa de la grandeza (grandeur) de su pa¨ªs ¨Csin la cual ¡°Francia no puede ser¡±¡ªy en torno a dos ejes narrativos: la heroica lucha contra el invasor nazi, partiendo de la nada; y el tit¨¢nico pulso con sus aliados para hacerse un hueco a su lado en busca del laurel.
Su punto de despegue es dram¨¢tico: su pa¨ªs se ha rendido tras combates precarios, ¡°desmoralizado en todos los partidos, en la prensa, en la Administraci¨®n¡±. Y al pedir un refugio y una radio en Londres, conoce su irrelevancia: ¡°Yo no era nadie, a mi lado, ni una sombra de fuerza, ni una organizaci¨®n¡±. Por eso su llamamiento a resistir del 18 de junio de 1940 convoca no al Hex¨¢gono sino a sus colonias: ¡°el Imperio est¨¢ ah¨ª ofreciendo sus recursos¡±, escribe, ¡°la flota est¨¢ ah¨ª, el pueblo est¨¢ ah¨ª, el mundo est¨¢ ah¨ª¡±.
De Gaulle no se recrea retratando a sus interlocutores; es conmiserativo con el mariscal P¨¦tain que ahora colabora con Berl¨ªn (su ¡°vejez¡± iba a ¡°identificarse con el naufragio de Francia¡±). Y admirativo hacia Stalin: ¡°aparentaba ser un r¨²stico¡± pero que ¡°estaba pose¨ªdo por la voluntad de ser potencia¡± y en su primer ¨¢gape ¡°se levant¨® 30 veces para brindar por la salud de los presentes¡±. Pero en cambio, entabla con Churchill una relaci¨®n cercana a la dial¨¦ctica del amor y el odio. Al conocerlo, aprecia en ¨¦l ¡°su gran cultura¡±, su ¡°conocimiento de temas, pa¨ªses y personas y ¡°su pasi¨®n por los problemas espec¨ªficos de la guerra¡±. Aunque le cree ¡°sin escr¨²pulos¡±, le parece ¡°el campe¨®n de una gran empresa y el artista de una gran historia¡±.
Luego se pelean ?tantas veces! El primer ministro le atribuye, entre distintas ¡°crisis de c¨®lera¡±, una ¡°actitud de anglofobia¡±; el militar le imputa hacer de sus ¡°desacuerdos un asunto personal¡±. El dif¨ªcil trato es m¨¢s que una met¨¢fora: es trasunto, consecuencia y s¨ªmbolo de las distintas visiones que el franc¨¦s y los anglosajones sostienen sobre la conflagraci¨®n, y sobre el futuro de Europa. Sobre la guerra, aqu¨¦l denigra la cesi¨®n del mando pol¨ªtico a Roosevelt de un Churchill que se erige en su ¡°lugarteniente¡±, lo que Francia no puede compensar desempe?ando ¡°el rol tradicional de jefe de filas del viejo continente¡±; a¨²n as¨ª, apoya a su anfitri¨®n para ¡°establecer un teatro de operaciones saharianas¡± desde el cual saltar Mediterr¨¢neo arriba para la reconquista.
Y al cabo se ve obligado a justificar por qu¨¦ no desempe?a ¡°otro papel que el franc¨¦s, pues los dem¨¢s¡±, acusa algo injustamente, ¡°solo desempe?an los suyos¡±. Por esa desconfianza, cada operaci¨®n, cada toma de una plaza, alumbra litigios, aunque el m¨¢ximo jefe aliado Ike Eisenhower le capea con frecuentes concesiones simb¨®licas, siempre tan valiosas en la cosmovisi¨®n francesa. La reitera: ¡°Nuestros aliados est¨¢n de acuerdo para separarnos, tanto como puedan, de las decisiones sobre Italia¡±. De ello extrae que Rusia aporta, respecto a los anglosajones, ¡°un elemento de equilibrio el que yo preve¨ªa servirme¡±. Late aqu¨ª su ardua subida al podio de los vencedores.
Y qu¨¦ dise?o se aplicar¨¢ a Europa, sobre el que anuncia ¡°malos augurios¡±. ¡°?Qu¨¦ ser¨ªa de Europa tras la derrota de Alemania y que suerte correr¨¢ ¨¦sta? Era el problema principal que los acontecimientos iban a plantear¡±, adelanta, ¡°y del que, cr¨¦anme, yo me ocupaba antes que nada¡±. Y es que frente a la subyacente filosof¨ªa federal de los EEUU y la apuesta churchilliana por unos Estados Unidos de Europa, De Gaulle preconiza una mera y vaga ¡°asociaci¨®n entre eslavos, germanos, galos y latinos¡±, una suerte de laxa confederaci¨®n ¡°de sus pueblos, de Islandia a Estambul y de Gibraltar a los Urales¡± necesitada de una hegemon¨ªa. Esa Europa francesa en la que sue?a.
La otra tanda de recuerdos del general (Memorias de esperanza, 1958/1970), abarca su segundo mandato, desde 1958, reci¨¦n creadas las Comunidades Europeas. Es menos amena, m¨¢s profesoral. Y entra de lleno en el proyecto, ya iniciado por otros, de la nueva Europa, al que dedica un breve y agrio capitulito, para renegar del Tratado de Roma porque su ¡°esp¨ªritu y t¨¦rminos no responden a lo que necesita nuestro pa¨ªs¡±; son ¡°incompatibles con sus proyectos¡± nacionalistas, y proteccionistas en agricultura (los que al final logra imponer en 1962); y contradicen su visi¨®n de que ¡°para alcanzar la uni¨®n de Europa, los ¨²nicos elementos v¨¢lidos son los Estados¡±, los ¡°pilares sobre los que se puede construir¡±. As¨ª que si no obtiene correcciones satisfactorias, amenaza literalmente con ¡°liquidar el Mercado com¨²n¡±¡ a la par que critica a los brit¨¢nicos, ora por atacar hoy a la Comunidad desde fuera con la EFTA, ora por pretender ¡°paralizarla desde dentro¡±.
De Gaulle llevar¨¢ el invento a la par¨¢lisis de las ¡°sillas vac¨ªas¡± de 1965. Pero acabar¨¢ perdiendo la partida frente a esos ¡°federadores¡± de quienes se mofa, en primer lugar su antiguo colaborador y eficaz puente para obtener suministros b¨¦licos de Churchill y Rossevelt, Jean Monnet, el verdadero padre intelectual de la actual Uni¨®n.
En su duelo escrito con las Memorias de ¨¦ste (1976), el general pierde estrepitosamente ¨Ccomo le ocurrir¨¢ en la pr¨¢ctica con sus propios sucesores europe¨ªstas Val¨¦ry Giscard d¡¯Estaing y Fran?ois Mitterrand¡ª igual que el pasado (patri¨®tico) cede turno al futuro (supranacional y federal). Monnet ajusta cuentas con estilete, pues el razonamiento gaullista redunda en que ¡°no se puede hacer nada europeo mientras Europa no tenga realidad pol¨ªtica, pero al mismo tiempo¡± opina ¡°que la ¨²nica realidad pol¨ªtica era la naci¨®n¡±, lo que conduce a un concepto de Europa como ¡°confederaci¨®n¡± de ¡°l¨ªmites y zonas imprecisos¡±: la ¨²nica voluntad del general-presidente es as¨ª incluir a una ¡°Alemania atada con Francia por un acuerdo¡± que asegure a esta una ¡°posici¨®n preeminente¡±.
Ese veneno aparte, sus encuentros con los personajes que va tratando, como el excanciller Br¨¹ning (¡°Los Aliados tienen que entrar en Alemania, porque si no, tarde o temprano habr¨¢ guerra, si ustedes no reaccionan, Hitler se creer¨¢ invencible y el ej¨¦rcito alem¨¢n se convencer¨¢ de que siempre tiene raz¨®n¡±, le advierte en 1936); Roosevelt (entra?able y comprometido: ¡°las fronteras de Estados Unidos est¨¢n en el Rin¡±); o Churchill: ¡°lo ¨²nico que le interesaba era el poder¡±) son vivaces. Lo esencial, sin embargo, del libro memorial¨ªstico de Monnet estriba en que es a Europa lo que los papeles de El Federalista a EEUU: cimiento intelectual.
Los h¨¦roes de su relato no son ni los gobernantes ni las pol¨ªticas, sino los recovecos del m¨¦todo (funcionalista) aprendido desde los fracasos de la Sociedad de Naciones, y que aplicar¨¢ en tanto que Autoridad de la CECA. A saber, la t¨ªpica ¡°coordinaci¨®n¡± no desemboca en ¡°decisi¨®n¡±; los ¡°recursos¡± deben ponerse en com¨²n para que ¡°cada aliado ya no pueda disponer¡± de ellos ¡°sin acuerdo del otro¡±; los hombres solo ¡°aceptan el cambio por necesidad¡± y no la perciben ¡°sino en la crisis¡±; ¡°hay que buscar la fusi¨®n de intereses¡± en la que el ¡°objetivo no es negociar ventajas, sino buscar nuestra ventaja en la ventaja com¨²n¡±.
De la generaci¨®n fundadora, tras los de Monnet, los recuerdos m¨¢s agudos son seguramente los del belga Paul-Henri Spaak (Combates sin acabar, 1963), primer ministro y ministro de Exteriores belga, exiliado en Londres durante la guerra y personaje clave en todas las movidas posteriores. Presidi¨® la Asamblea de Naciones Unidas, fue secretario general de la OTAN y encabez¨® las negociaciones del Tratado de Roma que originar¨ªa en 1957 la Comunidad Econ¨®mica Europea.
Su relato de las bambalinas de esas negociaciones en las que ¡°en varias ocasiones estuvimos al borde del fracaso¡± es v¨ªvido y ¨²til; sus referencias a problemas que parec¨ªan dram¨¢ticos, como los derechos de aduana aplicables a los pl¨¢tanos, ir¨®nicas. Su foco en el gran nudo, el denso cat¨¢logo de condiciones nacionalistas de Francia vehiculadas por Maurice Faure -resueltas al fin por la calma, comprensi¨®n, radiograf¨ªa de cada una y flexibilidad a cargo de sus cinco colegas-, preciso. Su lecci¨®n de negociador, aprendida en su roce con los brit¨¢nicos, se concentra en que ¡°donde hay una voluntad pol¨ªtica, no hay dificultades t¨¦cnicas insuperables; pero en donde no hay voluntad pol¨ªtica, cada dificultad t¨¦cnica se convierte en un pretexto para hacer fracasar una negociaci¨®n¡±.
Su conclusi¨®n sobre la arquitectura dise?ada, a¨²n viva, consiste en que si ¡°la regla de la unanimidad es la plaga de las organizaciones actuales, la causa de su ineficacia¡±, la Europa naciente la superaba al disponer el voto por mayor¨ªa en muchas cuestiones, lo que se ha ido ampliando; combinada con su reconocimiento de que ¡°aceptar que el voto de los pa¨ªses m¨¢s peque?os pesa lo mismo que el de los m¨¢s grandes es burlarse de la realidad¡±, algo significativo puesto en boca de uno de los peque?os por antonomasia. ¡°El ¨²nico medio de hacer renunciar¡± a los grandes ¡°al privilegio que constituye el derecho de veto¡± era ¡°un sistema que diera a su voto una importancia a la medida de su poder¡±.
De la segunda generaci¨®n de pol¨ªticos europeos de la postguerra destacan los textos del alem¨¢n Helmut Schmidt y del franc¨¦s Val¨¦ry Giscard d¡¯Estaing. Al ministro de Finanzas y canciller que fue Helmut Schmidt le interesa m¨¢s la doctrina que los actores. Puede ser en¨¦rgico al defender que a Europa -y al Jap¨®n- ¡±mucho m¨¢s entrelazados en la econom¨ªa mundial¡± que las grandes potencias, ¡°est¨¢n interesados de forma vital¡± en su ¡°buen funcionamiento¡±, as¨ª que sus Estados ¡°deben aunar sus intereses comunes a fin de formar juntos un sujeto de la pol¨ªtica mundial¡±. Y demoledor con la pretensi¨®n de la reaganiana curva de Laffer seg¨²n la que bajar impuestos genera m¨¢s recaudaci¨®n, porque la experiencia demuestra que econvierte a EEUU en ¡°el mayor deudor internacional del mundo¡± y al d¨®lar en ¡°una veleta¡± (Hombres y poder, 1989 ): sus turbulencias acabar¨ªan siendo la causa ¨²ltima de que se forjase la moneda ¨²nica.
¡°En realidad, usted y yo somos los ¨²nicos comprometidos en dicho proyecto¡±, le espeta sobre uno de los pasos previos del euro Giscard, en una de sus frecuentes reuniones a solas. Su relato brioso pero no muy profundo (El poder y la vida, 1988) prodiga an¨¦cdotas sobre su colega alem¨¢n (de ministerio y de presidencia), una pareja que relanz¨® la Comunidad desde los a?os setenta. Como cuando Schmidt se desvanece en el El¨ªseo y ¨¦l debe ocultarlo en su sof¨¢, o cuando le confiesa secretamente que su padre era jud¨ªo, y por tanto, bajo Hitler ¨¦l tambi¨¦n era considerado como tal, ese peso humanizador de la historia.
Entre los de la tercera hornada, Margaret Thatcher escribe ¨¢gilmente y m¨¢s incisivamente que sus colegas de generaci¨®n, aunque con menos estilo que Fran?ois Mitterrand (Memorias interrumpidas; De Alemania, de Francia, 1996) y menos empaque que Helmut Kohl. Dado que siempre aire¨® sus bien conocidas posiciones euroesc¨¦pticas, el principal inter¨¦s de su legado escrito (Los a?os de Downing Street, 1993) es la aspereza privada con que trata a los europe¨ªstas, su perspectiva m¨¢s aut¨¦ntica ante la soledad de la cuartilla. Ajusta cuentas con sus ministros de Econom¨ªa, Nigel Lawson, y de Exteriores, Geoffrey Howe, partidarios de entrar en el Sistema Monetario Europeo en 1989: ¡°me tendieron una emboscada¡±, se dedican a ¡°meter ciza?a¡±, a ¡°causarme problemas a cualquier precio¡±, se venga. O con sus colegas continentales al negociar el Acta ?nica de 1985-86, cuando prefiere ¡°no despertar a los perros¡±, que luego ¡°se despertaron y empezaron a ladrar¡± porque quieren mencionar en ese tratado la uni¨®n monetaria.
Otra vez un pol¨ªtico supranacional, su gran rival Jacques Delors ¨Ccompiten, se respetan- obtiene el estrellato, no tanto de la popularidad, como de un proyecto duradero. Su primer libro de Memorias (2004), aunque elaborado en forma de di¨¢logo (con el escritor Jean-Louis Armand), est¨¢ estructurado, contiene un fajo de an¨¦cdotas significativas y explica y entra en todos los debates que protagoniza, en su condici¨®n factual de refundador de la Europa comunitaria: el Acta ¨²nica que pavimenta el mercado interior; la transformaci¨®n del presupuesto anual a la condici¨®n de paquete presupuestario septenal; la duplicaci¨®n de los fondos estructurales; la ampliaci¨®n mediterr¨¢nea, la creaci¨®n del euro, la unificaci¨®n alemana¡ Lo que completa, en el tambi¨¦n memorial¨ªstico, pero m¨¢s ensay¨ªstico La unidad de un hombre (1994) siempre en versi¨®n di¨¢logo, m¨¢s denso que personalizado,
As¨ª, sabemos por su testimonio que le apadrina al cargo el canciller Helmut Kohl: ¡°es turno de Alemania, pero puede haber un inter¨¦s pol¨ªtico de que presida la Comisi¨®n un franc¨¦s, en cuyo caso solo aceptar¨¦ a quien lleva JD por iniciales¡±, le adelanta. Y que le propone para encabezar la comisi¨®n que deb¨ªa redactar el decisivo Informe sobre la uni¨®n monetaria: ¡°eres t¨² quien debe presidirla¡±, Que Thatcher estudiaba y ¡°conoc¨ªa bien los dosieres¡±. Que los dirigentes se desnudan a veces obscenamente en privado, como John Major, quien combate la incorporaci¨®n de un Protocolo Social al Tratado de Maastricht porque considera ya equiparable la legislaci¨®n brit¨¢nica a la continental (como hoy Boris Johnson), pero sobre todo porque ¡°no puedo firmarlo¡± ya que ¡°tendr¨ªa que afrontar una rebeli¨®n¡±.
Sabemos tambi¨¦n el detalle con que reconstruye la locomotora francoalemana, que ¨¦l mismo simboliza. ¡°Ich habe keine angst¡± (no tengo ning¨²n miedo), responde en alem¨¢n al periodista que le inquiere si teme que la unificaci¨®n de Alemania perjudique la construcci¨®n europea. Y cu¨¢nto esta debe a la fragua de la confianza personal: ¡°¡§Kohl supo¡± hacer concesiones, ¡°sobre todo en materia presupuestaria, lo que se tradujo en un aumento de la contribuci¨®n alemana¡± a la UE. Y es que ¡°para que Europa progrese, un jefe de Gobierno debe aprestarse a concesiones con frecuencia dif¨ªciles de explicar a sus conciudadanos¡±. Porque al cabo la Comunidad es ¡°el centro de gravedad de la historia de Europa¡±.
?l la empuja, desde la convicci¨®n de que ¡°no tiene otra opci¨®n que entre el declive y la supervivencia¡±. Con la receta m¨¢gica de los equilibrios. Mediante la ampliaci¨®n al Sur, que provoca ¡°paroxismo¡± en su Francia a causa de la competencia agr¨ªcola, pesquera y salarial. Entre Estado (regulaci¨®n) y mercado en relaci¨®n a los ultraliberales, de modo que proclama como su Tratado ¡°favorito¡±, no al de Maastricht que consagra el camino al euro, sino al Acta ?nica que ampl¨ªa el mercado com¨²n a ¡°mercado interior¡±, sin fronteras internas. Busca compensarlo y completarlo con las dimensiones social y medioambiental. Todo, bajo un lema de s¨ªntesis: ¡°la competencia que estimula, la cooperaci¨®n que refuerza, la solidaridad que une¡±. Ese colof¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.