La rara normalidad de Franz-Josef Selig
El bajo alem¨¢n ofrece un recital lleno de obras infrecuentes en el Teatro de la Zarzuela
En sus 25 a?os de vida, el Ciclo de Lied ha puesto sobradamente de manifiesto la tendencia de cantantes y pianistas a volver una y otra vez sobre las mismas canciones, a pesar de tener la fortuna de poder elegir de entre un repertorio que cuenta con, literalmente, centenares de obras maestras. Nada nuevo, por otra parte, si lo comparamos con lo que sucede d¨ªa tras d¨ªa con otros int¨¦rpretes en otros ¨¢mbitos. En su primer recital en solitario en el Teatro de la Zarzuela (solo hab¨ªa cantado hace dos a?os como parte de un cuarteto vocal masculino, junto a Markus Sch?fer, Christian Elsner y Michael Volle), Franz-Josef Selig ha interpretado catorce canciones, de las que ocho, sin embargo, no hab¨ªan sonado nunca en este escenario en el ¨²ltimo cuarto de siglo. Incre¨ªble, pero cierto.
De entrada, el bajo alem¨¢n y su pianista, Gerold Huber, dedicaron toda la primera parte a Carl Loewe, nacido tan solo dos meses antes que Franz Schubert, pero fallecido m¨¢s de cuarenta a?os despu¨¦s. Dotado con una hermosa voz de bar¨ªtono que se encaramaba con facilidad a las notas agudas, fue tambi¨¦n un famoso int¨¦rprete de sus propias canciones e hizo gala de una querencia natural por poner m¨²sica a esas largas baladas narrativas, muy en boga en el siglo XIX, protagonizadas por parricidas, esp¨ªritus, hadas, h¨¦roes legendarios, uxoricidas o muertos que vuelven a la vida. Loewe no tem¨ªa a las comparaciones y su op. 1, por ejemplo, incluye una canci¨®n compuesta a partir de Erlk?nig, la famosa balada de Goethe, que un adolescente Schubert parec¨ªa haber dejado ya vista para sentencia.
Lieder de Carl Loewe, Hugo Wolf y Rudi Stephan. Franz-Josef Selig (bajo) y Gerold Huber (piano). Teatro de la Zarzuela, 12 de noviembre.
Selig es un espl¨¦ndido narrador, como demostr¨® en su encarnaci¨®n de Gurnemanz en el ¨²ltimo Parsifal representado en el Teatro Real, y aqu¨ª dio cuenta de los diversos relatos elegidos por Loewe, a menudo impregnados de goticismo y firmados por ilustres escritores como Herder y Fontane (adem¨¢s del propio Goethe), con una dicci¨®n de alt¨ªsima escuela y una ausencia total de artificio. Los poemas se prestan a ser vertidos con una cierta teatralidad, pero Selig renunci¨® a ella y los ofreci¨® como un narrador objetivo e imparcial. Y es justamente por aqu¨ª por donde cabr¨ªa ponerle alguna pega, ya que algunos relatos invitan a plantearlos, cuando menos, con una creciente gradaci¨®n expresiva, ya que el ¨²ltimo verso suele traer consigo a modo de cl¨ªmax la muerte de uno de sus protagonistas. Selig, de aspecto bonach¨®n, prefiri¨® mostrarse casi impasible y ajeno a toda truculencia, a la vez que no hab¨ªa detalle de la clasicista escritura de Loewe, frecuentemente sil¨¢bica, que no tuviera su perfecta traducci¨®n vocal. Es incre¨ªble que Der Pilgrim vor St. Just, una peque?a obra maestra protagonizada por un espectral Carlos V a las puertas del monasterio de Yuste, y una de las cuatro baladas hist¨®ricas que Loewe compuso sobre nuestro rey, con ese fatalista e incesante repique de campanas en la mano izquierda del piano, no se hubiera interpretado nunca en este ciclo. Gerold Huber aport¨® en todo momento el contrapunto perfecto desde el piano, trazando con cuidado cada pincelada de las ocasionales pinturas sonoras ideadas por Loewe, con tan solo un peque?o punto negro, o gris oscuro: los trinos de la secci¨®n final de Die N?chtliche Heerschau, casi siempre poco precisos y audibles.
Nada tiene que ver la m¨²sica siempre ordenada y eficaz de Loewe con la inspiraci¨®n fugaz e inesperada que hac¨ªa nacer a borbotones (en d¨ªas y a horas anotadas con precisi¨®n en su manuscrito por el compositor) las canciones de Hugo Wolf. A ¨¦l dedicaron Selig y Huber casi toda la segunda parte de su recital, y s¨®lo en la primera de las tres canciones del arpista (del Wilhelm Meister de Goethe) depar¨® el cantante alem¨¢n los ¨²nicos pasajes de afinaci¨®n vacilante de todo el recital. Fue extraordinario poder o¨ªr Abendbilder, tres canciones juveniles de Wolf muy raramente interpretadas y rebosantes de aliento po¨¦tico, compuestas sobre otros tantos poemas de Nikolaus Lenau. Pero el momento y de mayor intensidad, po¨¦tica y filos¨®fica, lleg¨® de la mano de una canci¨®n de plena madurez (las fechas que figuran en el programa de mano de unas y otra son claramente err¨®neas), de nuevo a partir de un poema de Goethe, Grenzen der Menschheit (¡°Los l¨ªmites de lo humano¡±, traduce con su pericia y talento habituales Isabel Garc¨ªa Ad¨¢nez), en la que a Wolf tampoco le tembl¨® la mano al volver sobre unos versos que ya hab¨ªa inmortalizado tambi¨¦n Schubert d¨¦cadas atr¨¢s. Si extraordinaria fue la interpretaci¨®n de Selig (y esta m¨²sica parece casi pedir a gritos una voz noble y profunda como cabr¨ªa imaginar la de un dios), no lo fue menos la prestaci¨®n pian¨ªstica de Huber, ya que aqu¨ª es absolutamente esencial el contraste entre el extenso pr¨®logo pian¨ªstico y el no menos sustancial ep¨ªlogo, otra larga sucesi¨®n de acordes cuyo planteamiento arm¨®nico parece plantar cara a la tesis defendida por el poema, seg¨²n la cual todos formamos parte de la ¡°infinita cadena de la existencia¡±, con nuestra individualidad absorbida inexorablemente por el universo. Wolf, el feroz individualista, osa negarlo, su ult¨ªlogo para el piano en solitario as¨ª lo demuestra y Gerold Huber defendi¨® la causa del compositor con total convicci¨®n (y emoci¨®n).
Si novedosa era la elecci¨®n de determinadas canciones, ins¨®lita result¨® la presencia en el programa de Rudi Stephan, un compositor alem¨¢n fallecido en combate a los 28 a?os en la Primera Guerra Mundial, concluida con un armisticio cuyo centenario acabamos de conmemorar. Ambos int¨¦rpretes deben de sentir un especial aprecio por estas dos ¡°canciones serias¡± de Stephan publicadas por primera vez en 1920, porque la interpretaci¨®n de ambas fue extraordinaria, quiz¨¢s incluso lo mejor del recital. Un Mi agudo sobre ¡°Tode¡± (muerte) en la primera, Am Abend, y un Si bemol grave sobre ¡°Grab¡± (tumba) en la segunda, Memento vivere, marcan el cl¨ªmax de una y otra, al tiempo que remiten de alguna manera al mundo expresivo de las baladas de Loewe escuchadas en la primera parte, si bien aqu¨ª en un ambiente po¨¦tico muy diferente y mucho m¨¢s concentrado.
Franz-Josef Selig nos hab¨ªa deparado incesantes alegr¨ªas oper¨ªsticas, tanto en papeles alemanes (Sarastro, Rocco, Daland, Fasolt, rey Marke, Hunding o Gurnemanz) como franceses (Arkel). Ahora sabemos tambi¨¦n que es un gran liederista, humilde y sin un solo resabio de divismo, con una d¨²ctil voz de bajo que brinda su mejor versi¨®n en el registro grave, con notas c¨¢lidas y resonantes, profundamente humanas e indefectiblemente musicales. De Huber -otro m¨²sico que irradia bonhom¨ªa- ya sab¨ªamos que es uno de los mejores acompa?antes de cantantes al piano gracias a sus frecuentes visitas a este mismo ciclo con su compatriota Christian Gerhaher, la ¨²ltima en el concierto inaugural de esta temporada hace tan solo dos meses. En la misma l¨ªnea de modestia, y a pesar de los insistentes aplausos, ambos ofrecieron tan solo una canci¨®n fuera de programa, Frage nicht, otra creaci¨®n juvenil de Hugo Wolf cuyo ¨²ltimo verso nos volv¨ªa a hablar de muerte, pero ya sin las truculencias tan caras a Carl Loewe. En este caso, Nikolaus Lenau habla de otro final tristemente habitual: la muerte del amor.
Babelia
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