Los pasos en la acera
En 1974 estuve tres d¨ªas encerrado. Los grises me golpearon entre varios y en el interrogatorio me llev¨¦ algunas bofetadas
Una frase le¨ªda en un art¨ªculo desata de golpe el caudal del recuerdo: un fogonazo o una punzada de dolor antiguo y revivido precede a la memoria consciente. Estoy leyendo el peri¨®dico en la placidez de la ma?ana del domingo y me encuentro de regreso en un pasado lejano que sin embargo no pierde nunca su filo. Dentro del hombre de pelo gris entrado en a?os que soy ahora despierta un muchacho que acaba de cumplir 18 a?os y empieza a asomarse al mundo, que lleg¨® a Madrid hace apenas dos meses, con su apocamiento y su ilusi¨®n de provinciano, con sus enso?aciones de rebeld¨ªa personal y de activismo pol¨ªtico, todo mezclado con una vocaci¨®n del todo adolescente por la literatura.
El regreso lo ha despertado una frase en un art¨ªculo de Edurne Portela. La lectura empieza siendo un ejercicio de reflexi¨®n pol¨ªtica y en un instante se ha convertido en algo m¨¢s, un recuerdo latente que el tiempo no amortigua porque es el de un ingreso s¨²bito y cruel en la vida adulta. Portela escribe sobre la verg¨¹enza espa?ola de la desmemoria, de la falta de inter¨¦s y de reconocimiento p¨²blico hacia los perseguidos por la dictadura, los que se alzaron contra ella y recibieron el azote de su crueldad. Justo en el centro de lo m¨¢s visible y lo m¨¢s degradado tur¨ªsticamente de Madrid est¨¢ el esc¨¢ndalo de lo invisible y lo borrado. La sede enf¨¢tica de la Comunidad de Madrid fue la Direcci¨®n General de Seguridad durante la dictadura, el agujero negro al que fueron arrojados millares de detenidos, muchos de ellos golpeados, torturados, asesinados. De la fachada de lo que llam¨¢bamos hace muchos a?os la degeese colgaba a finales del a?o pasado una gran bandera espa?ola sin el escudo constitucional, rodeada de una variedad de decoraciones navide?as. En esa fachada hay una placa que recuerda el levantamiento popular del 2 de mayo de 1808, pero ninguna conmemorando otros hero¨ªsmos y sufrimientos m¨¢s cercanos, los de los presos ¡ªy las muchas presas, puntualiza Portela¡ª que padecieron en las celdas de los s¨®tanos y fueron interrogados y torturados en oficinas de un aire del todo administrativo, con muebles met¨¢licos grises, m¨¢quinas de escribir, ceniceros llenos de colillas.
Quien pase por la acera, siempre invadida de turistas, puede que no repare en las ventanas enrejadas que hay al nivel de la calle. Los dinteles son de granito, y las rejas, muy s¨®lidas. Detr¨¢s de ellas se distingue el arranque de b¨®vedas que descienden hacia una negrura de pozo. Escribe Edurne Portela: ¡°Me asomo a esas ventanas del s¨®tano desde las que los presos dec¨ªan que o¨ªan pasar a la gente¡±. Desde el suelo de las celdas, y desde el bloque corrido de cemento sobre el que se alineaban las colchonetas, las ventanas quedaban muy altas. Ni aun alz¨¢ndose sobre los hombros de otro habr¨ªa podido un preso alcanzar los barrotes y asomarse a la calle, a la altura de la acera, donde sonaban los pasos de la gente. Ese es el recuerdo m¨¢s preciso, m¨¢s exacto, al cabo de tanta vida, 45 a?os. Se o¨ªan muy claros los pasos de la gente, y por su sonido se distingu¨ªan los hombres de las mujeres, el taconeo r¨¢pido y atareado de la juventud y los pasos arrastrados de los viejos o de los mendigos o los enfermos. Gracias a esa percusi¨®n el o¨ªdo compensaba la ausencia de la vista.
Pero no solo se o¨ªan los pasos desde el fondo del pozo, desde el interior de la celda. Se o¨ªan tambi¨¦n los bastones de los ciegos que en aquella ¨¦poca todav¨ªa pregonaban su loter¨ªa por las esquinas, y el fuelle de los frenos hidr¨¢ulicos de los autobuses que ten¨ªan la parada muy cerca. A veces se notaba el rumor s¨ªsmico de los trenes del metro. Se o¨ªan r¨¢fagas y fragmentos de conversaciones, risas, gritos, la voz perentoria de un hombre llamando un taxi, los silbatos de los guardias de tr¨¢fico. Cuando el sol daba con un cierto ¨¢ngulo, en el aire gris de la celda se entreve¨ªa la sombra de alguien que pasaba. La luz filtrada por la tela met¨¢lica sucia ten¨ªa un color de rata. La libertad, la simple vida cotidiana, estaba a unos pasos por encima de nosotros, y tambi¨¦n tan lejos como si no existiera, como el recuerdo doloroso de lo que se ha perdido para siempre.
Los sonidos que llegaban desde las profundidades de aquel s¨®tano eran m¨¢s siniestros. Las puertas de las celdas se abr¨ªan y se cerraban con una violencia amenazante. ?ramos 20 en una celda para 10. El n¨²mero est¨¢ inscrito en mi memoria igual que en la puerta, encima de la mirilla: 47. El murmullo de nuestras conversaciones en una penumbra sin matices en la que siempre ard¨ªa una bombilla pelada se deten¨ªa cuando escuch¨¢bamos pasos, tacones de botas sobre el suelo helado de piedra. Era marzo de 1974. Acababan de ejecutar a Salvador Puig Antich. Sin conocer a casi nadie todav¨ªa en la Facultad, yo me hab¨ªa unido a una manifestaci¨®n de protesta contra el crimen, cortando el tr¨¢fico en la avenida Complutense. Los grises con botas altas y cascos de acero, con p¨¦rtigas negras y espuelas relucientes, cargaban contra nosotros a caballo, bajo el tableteo de un helic¨®ptero de la polic¨ªa que volaba muy bajo.
Dentro de todo, yo tuve suerte. Me golpearon entre varios tirado en el suelo, y en el interrogatorio me llev¨¦ algunas bofetadas, delante de una mesa con ceniceros y expedientes. Amenazar a un adolescente asustado y esposado deb¨ªa de ser un pasatiempo entretenido. Me tuvieron encerrado tres d¨ªas en aquella celda y me pusieron una multa administrativa que equival¨ªa casi a la cuarta parte de mi beca y me forzaba a la extrema penuria. Me condenaron perdurablemente a tener miedo: a ser detenido otra vez, a perder la beca y, por tanto, a renunciar a la universidad. La primera o la segunda noche se abri¨® la puerta de la celda y un preso al que tra¨ªan entre dos grises se derrumb¨® como un gui?apo en el suelo. Nos cont¨® que lo hab¨ªan torturado golpe¨¢ndole durante horas las plantas de los pies. A lo largo de los pasillos, junto a las puertas de las celdas, estaban las botas y los zapatos sin cordones de los detenidos. La llegada y el progreso de la noche pod¨ªan medirse por el silencio que se hac¨ªa poco a poco en la acera. Despu¨¦s de media noche no hab¨ªa autobuses y se escuchaban pasos aislados, risas de juerguistas. En ese silencio era cuando llegada de verdad el miedo.
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