Ulises, Marx, los Beatles y la marihuana
A mediados de los sesenta las adolescentes espa?olas hab¨ªan comenzado a gritar y a ara?arse las mejillas en los conciertos ante un macho alfa
Era el tiempo en que las adolescentes espa?olas hab¨ªan comenzado a gritar y a ara?arse las mejillas en los conciertos ante un macho alfa. La pompa del chicle rosa hab¨ªa estallado en su boca para dar paso a la primera generaci¨®n de mujeres guerreras. Al dictador ya se le estaba cayendo el ment¨®n hacia el nudo de la corbata mientras la libertad llegaba a este pa¨ªs ceniciento con el sonido de bater¨ªas y guitarras el¨¦ctricas. Este joven cometi¨® el error de ir al aeropuerto de Barajas a esperar a los Beatles aquella tarde del 1 de julio de 1965 para seguirlos en el coche haciendo sonar el claxon hasta el hotel F¨¦nix, situado junto a la plaza de Col¨®n de Madrid, donde se hospedaron. No le jodi¨® verlos bajar por la escalerilla del avi¨®n tocados con una montera de torero que vulneraba su m¨ªtica melena contestataria, sino el hecho de darse cuenta de que se encontraba fuera de lugar, rodeado de criaturas reci¨¦n salidas de la adolescencia, presas de una histeria convulsiva. Este joven hab¨ªa cumplido ya 25 a?os y en medio de los gritos y las cargas de la polic¨ªa pensaba: que no, Miguel, que a tu edad no puedes estar aqu¨ª, ser¨ªa rid¨ªculo que despu¨¦s de jug¨¢rtela repartiendo panfletos del Partido Comunista en la facultad acabaras apaleado por un guardia en medio de este corro de ni?atos.
El director del colegio mayor no se cansaba de repetir que un joven orteguiano ten¨ªa la obligaci¨®n de aspirar a ser ministro, por supuesto a ser un ministro tecn¨®crata como Ullastres, que es lo que se llevaba. Pero todo cambi¨® el d¨ªa en que Miguel dej¨® de leer a Ortega, se pas¨® por el forro el se?uelo elitista de pertenecer a la minor¨ªa selecta y una noche se fue con unos amigos golfos al baile de Las Palmeras, situado en la glorieta de Quevedo. All¨ª, un cojo a sueldo de la casa abr¨ªa la pista bailando la primera pieza, el pasodoble El gato mont¨¦s. En un altillo hab¨ªa chicas de alterne dispuestas a ser tu pareja y a llevarte despu¨¦s al para¨ªso por un m¨®dico precio. ¡°Se?orita, ?me concede este baile?¡±, le pregunt¨® muy fino Miguel a una de ellas. ¡°No¡±, contest¨® en seco la encausada. ¡°Pero ?por qu¨¦?¡±, insisti¨®. ¡°Porque no me sale del co?o¡±, fue la respuesta expedita que introdujo a este joven orteguiano en la Espa?a real.
En ese tiempo ya hab¨ªan ca¨ªdo en sus manos los primeros libros prohibidos de Ruedo Ib¨¦rico tra¨ªdos clandestinamente de Par¨ªs. En el s¨®tano de una librer¨ªa un empleado que pertenec¨ªa a una c¨¦lula de Bandera Roja le pas¨® dos vol¨²menes envueltos en papel de estraza. Se trataba de La guerra civil espa?ola, de Hugh Thomas, y El laberinto espa?ol, de Gerald Brenan. Su lectura boca arriba en el camastro le hab¨ªa abierto los ojos. Se hab¨ªa enterado de las causas que provocaron la Guerra Civil y del horror acaecido tambi¨¦n en el bando nacional. Era hijo de vencedores por los cuatro costados, de modo que este embrollo mental solo pod¨ªan solucionarlo la hierba y los Beatles cuando cantaban Let It Be y All You Need is Love. Se llevaba ser marxista y Miguel cumpli¨® con el rito y para eso hab¨ªa que leer hasta aprenderlos de memoria El manifiesto comunista y El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado de Engels, pero este joven no encontraba la forma de encajar las formas tan sensitivas y placenteras de la existencia que le provocaba el cannabis con la lucha por el triunfo del proletariado. Con El capital de Karl Marx no pudo de ninguna manera y definitivamente lo abandon¨® al segundo cap¨ªtulo, y tampoco consegu¨ªa coronar el Ulises de James Joyce, aunque en ese momento lo estaba escalando de nuevo a duras penas despu¨¦s de un cuarto o quinto intento en aquella edici¨®n argentina de tapas amarillas y solo por una apuesta. Mientras le¨ªa el mon¨®logo final de Molly Bloom, en la radio sonaba Luna de miel, que cantaba Gloria Lasso, cuya voz tan limpia envolv¨ªa el alba?al del sexo sucio.
Reci¨¦n terminada la carrera sus compa?eros de facultad se dividieron en dos: unos muy formales se enclaustraron en casa dos o tres a?os a preparar oposiciones a registros, notar¨ªas y abogac¨ªas del Estado. Iban por el pasillo en babuchas, aflojada la pretina del pantal¨®n, repitiendo de memoria los temas de Derecho que luego el domingo por la tarde se los tomaba la novia ante el recuelo de un caf¨¦ con leche en una cafeter¨ªa por cuyo ventanal ve¨ªan pasar las motocicletas que llevaban en el trasport¨ªn a las primeras chicas en vaqueros abrazadas a las tripas de los galanes con los que volv¨ªan de la aventura. Uno de ellos era este joven, solo que reci¨¦n descabalgada de la moto aquella chica tan guerrera se fue con otro. Para consolarse o¨ªa una y otra vez Avec le temps, de L¨¦o Ferr¨¦. Con el tiempo todo desaparece, olvidamos el rostro, olvidamos la voz de aquella que am¨¢bamos y busc¨¢bamos bajo la lluvia. Eso dec¨ªa la canci¨®n. Pero, despu¨¦s de todo, nuestro h¨¦roe por fin hab¨ªa conseguido la haza?a de leer entero el Ulises de Joyce.
(Continuar¨¢)
Babelia
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