A la hora de la muerte
El libro ¡®Mis entierros de gente importante¡¯, de la periodista Amelia Castilla, revisa la cobertura medi¨¢tica del fallecimiento de figuras de la canci¨®n y su evoluci¨®n en las ¨²ltimas d¨¦cadas
La frase hizo fortuna: ¡°Los espa?oles enterramos muy bien¡±. Aunque su autor, Alfredo P¨¦rez Rubalcaba, no se refer¨ªa espec¨ªficamente a los sepelios. De ser as¨ª, ahora podr¨ªamos aportar ocho testimonios en contra: los contenidos en Mis entierros de gente importante (Demipage), el tomo reci¨¦n publicado de Amelia Castilla.
No se trata de una frivolidad. Todo lo contrario: a lo largo de su extensa carrera como periodista en EL PA?S, Castilla recibi¨® encargos urgentes de cubrir los velatorios y posteriores entierros de muchas figuras de la canci¨®n, desde Camar¨®n de la Isla a Antonio Vega. No era un trabajo particularmente c¨®modo: a veces requer¨ªa acudir a la otra punta de Espa?a, intentar extraer informaci¨®n de familias destrozadas, sobrevivir a multitudes levantiscas, esbozar unos textos que luego deb¨ªa dictar, contra reloj, a las legendarias cabineras en la redacci¨®n de Madrid.
El periodismo mortuorio ocupa un lugar parad¨®jico: tiene un enorme gancho entre los lectores, pero resulta antip¨¢tico a los propios periodistas. Las noticias de una muerte importante caen en las Redacciones como una bomba: se desechan maquetaciones, parrillas, escaletas ya preparadas, obligando a que los curritos dirijan sus esfuerzos en otra direcci¨®n. La prensa anglosajona tiene m¨¦todos ejemplares para lidiar con esas emergencias: departamentos especializados, una visi¨®n cr¨ªtica de la trayectoria del difunto, datos contrastados, fotos seleccionadas; en definitiva, trabajo hecho de antemano (almacenado en la llamada morgue). Digamos que no son ense?anzas asimiladas aqu¨ª, donde nos regimos por categor¨ªas r¨ªgidas. El peri¨®dico puede facturar sin problemas un cuadernillo de 24 p¨¢ginas dedicado a Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, pero en 1995, cuando fallece Lola Flores, se descubre que en la nevera no hay ni un solo texto necrol¨®gico sobre ella, a pesar de que su deceso estaba a la vista.
Tampoco las autoridades han aprendido la lecci¨®n. Castilla est¨¢ presente en San Fernando en 1992 cuando irrumpe el f¨¦retro de su hijo m¨¢s idolatrado, Jos¨¦ Monge Cruz, y la ciudad colapsa: ¡°El descontrol fue tan grande que los propios seguidores de Camar¨®n se encargaron de montar la capilla ardiente y vigilar el cad¨¢ver, expuesto en el sal¨®n de plenos del Ayuntamiento¡±. Muchas horas despu¨¦s, llega a la Isla una brigada de los Grupos de Operaciones Especiales. Pero nadie puede impedir que, durante la jornada, Paco de Luc¨ªa, mano derecha de Camar¨®n en sus discos de los setenta, sea vituperado por un problema de derechos de autor derivado esencialmente de la idiosincrasia de los flamencos (explotada, cierto, por la industria musical).
La autora es minuciosa en su libro: explica todo, desde las peculiaridades profesionales del redactor jefe que hace el encargo hasta la cena posterior con los colegas para celebrar la misi¨®n ya resuelta. Ese final puede ser un espejismo: a veces, debe a?adir posdatas, intentando aclarar las circunstancias de la enigm¨¢tica ¡°muerte accidental¡± de Antonio Flores o el recorrido judicial de las amargas acusaciones de la familia Morente por negligencia m¨¦dica.
Castilla tambi¨¦n cuenta interioridades de su peri¨®dico, de cualquier peri¨®dico: la lucha por hacerse un hueco en la portada, el conflicto cuando dos eminencias de disciplinas diferentes fallecen en la misma fecha, la trascendencia del d¨ªa y la hora en la que se conoce una defunci¨®n. Asuntos que, me temo, han perdido relevancia en la presente era internet, cuando las redes sociales difunden la noticia escueta y los medios reducen sus obituarios a refritos de Wikipedia.
La muerte de una persona muy popular, descubre Amelia Castilla, se convierte en ingrediente esencial de la dieta televisiva, con las cadenas levantando la programaci¨®n para informar desde el tanatorio o el correspondiente chalet de La Moraleja, mientras en el estudio central se improvisan tertulias donde campean los t¨®picos. Todo en un tono, reflexiona Vicente Molina Foix, entre ¡°hist¨¦rico y santurr¨®n¡±. Durante el velatorio a Roc¨ªo Jurado, la reportera alucina al ver que el respetable se emociona m¨¢s ante la presencia de Jorge Javier V¨¢zquez o Mar¨ªa Pati?o que ante la llegada de familia y allegados (¡°seguramente ese d¨ªa algunos de los herederos de La Chipionera ya hab¨ªan empezado a vender exclusivas¡±). Como dice el himno, verdaderamente ¡°la muerte no es el final¡±.
Babelia
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