Una de tantas formas de aterrizar
El mistral zarandeaba el avi¨®n de forma que a la altura de Cuenca ya hab¨ªa vomitado medio pasaje
El avi¨®n, un DC3 de Iberia, ven¨ªa de Ibiza y hac¨ªa escala en Valencia con destino a Madrid. El aeropuerto ten¨ªa un aire de merendero en medio de la huerta de Manises con algunas palmeras, unos ca?izos y una parra bajo una terraza pintada con blanco de cal y azulete. All¨ª esperaban unos pocos pasajeros, un se?or con bigotito franquista, zapatos de dos tonos con rejilla y un brazalete de luto en la manga de la chaqueta; otro se?or con pinta de empresario perfumado con Var¨®n Dandy que luc¨ªa una insignia de excautivo en la solapa; una francesa de media edad con un perrito lul¨² en brazos, y Miguel que hu¨ªa de Valencia como un tordo que a la hora de emigrar no sabe qu¨¦ direcci¨®n tomar con tal de salvarse de la cazuela. Aquel 12 de octubre de 1960, Fiesta de la Hispanidad y D¨ªa de la Raza, soplaba un mistral muy violento que dejaba el cielo bru?ido por donde apareci¨® el DC3 hasta posarse rateando en la pista.
Miguel sub¨ªa por primera vez a un avi¨®n. Entr¨® reptando por la culata del aparato en busca de su asiento entre un pasaje compuesto por extranjeros, la mayor¨ªa ingleses, ellos y ellas, los primeros exploradores de los placeres de Ibiza, que luc¨ªan un bronceado moderno y vest¨ªan trajes de lino color manteca y otras telas de veraneantes muy selectos. Algunos le¨ªan la revista Life, otros el Times. Iniciado el despegue el avi¨®n dio una amplia circunferencia sobre el mar antes de enfilar hacia Madrid y a trav¨¦s de la ventanilla Miguel pudo contemplar todo el escenario de su adolescencia y juventud que abandonaba, tal vez, para siempre. All¨ª estaban los merenderos de la Malvarrosa, el trampol¨ªn de la piscina del balneario derruido de las Arenas, que tantas veces hab¨ªa soportado el narciso de su cuerpo.
El avi¨®n sobrevol¨® la ciudad, en la que se pod¨ªa ver la plaza Redonda, donde acud¨ªa cada domingo a comprar libros de lance, la Glorieta y su parada del tranv¨ªa que le llevaba a la playa, la acera de Correos de la plaza del Caudillo, la de tantos paseos con aquellas chicas de zapato plano y falda plisada, el caser¨®n de la Universidad Literaria con el claustro presididos por el pedestal de Llu¨ªs Vives. Todos los recuerdos de amigos, de novias adolescentes, de sue?os contrariados quedaron atr¨¢s y de pronto se perdi¨® de su vista el azul del Mediterr¨¢neo, que qued¨® suplantado por la tierra ocre y seca de Castilla.
El mistral zarandeaba el avi¨®n de forma que a la altura de Cuenca ya hab¨ªa vomitado medio pasaje, incluida la azafata, que era una arist¨®crata con apellidos de una familia Grande de Espa?a. Los ingleses que ven¨ªan de Ibiza hab¨ªan agotado todas las bolsas y Miguel tuvo que vomitar en un cucurucho de papel que form¨® con la tercera p¨¢gina del Abc, donde ven¨ªa un art¨ªculo de Azor¨ªn, su escritor preferido, al que tanto admiraba. Al llegar a Madrid segu¨ªa el ventarr¨®n. Los hombres corr¨ªan detr¨¢s de sus sombreros y las mujeres desgre?adas llevaban atado un pa?uelo en la cabeza y con una mano se sujetaban el vuelo de las faldas. El taxi cruz¨® la plaza de Cibeles, donde hab¨ªa un autob¨²s abierto y alguien que gritaba ?al f¨²tbol, al f¨²tbol! Esa tarde jugaba el Real Madrid un partido de la copa de Ferias con Pach¨ªn, Santamar¨ªa, Del Sol, Di St¨¦fano, Puskas y Gento.
No sab¨ªa a qu¨¦ diablos ven¨ªa a Madrid. No ten¨ªa ning¨²n proyecto, ning¨²n trabajo. Miguel se limit¨® a instalarse el primer d¨ªa en un hotel y echar a andar por la ciudad bajo la inspiraci¨®n de sus zapatos, que ya no eran de Segarra. La Gran V¨ªa estaba llena de grandes cartelones de los cines con todos los h¨¦roes de Hollywood con las manos repletas de pistolas y las actrices con actitud de estar dispuestas a todas las caricias permitidas por la censura, mientras por debajo a lo largo de las aceras discurr¨ªa un r¨ªo de peatones sojuzgados vestidos de marr¨®n entre curas, militares y guardias de la porra. Alguna gente se extasiaba ante los primeros pollos al ast instalados en la entrada de alguna cafeter¨ªa. Y los domingos por la tarde se o¨ªan los gritos de ¡®Ha salido Goleada!¡¯.
Miguel se instal¨® cerca de la Casa de las Flores, por Arg¨¹elles. Al cabo de unos d¨ªas de caminar por ese espacio record¨®, seg¨²n hab¨ªa le¨ªdo, que en esa casa con terrazas llenas de geranios hab¨ªa vivido Pablo Neruda y all¨ª celebraban fiestas de disfraces los poetas de la generaci¨®n del 27, con Garc¨ªa Lorca a la cabeza. Sin duda hab¨ªa otro Madrid sumergido en las ruinas que hab¨ªa dejado la Guerra Civil. Estaba todav¨ªa en pie el hotel Florida, en la plaza del Callao, donde se hab¨ªan hospedado los famosos corresponsales extranjeros durante la contienda. En su imaginaci¨®n comenz¨® a abrirse paso aquel trayecto ideol¨®gico que a lo largo de la calle de la Princesa un¨ªa la literatura de la Casa de las Flores con el periodismo de combate del hotel Florida. En ese camino que recorr¨ªa todos los d¨ªas comenzaron a instalarse sus primeros sue?os.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.