?Qu¨¦ queda de nuestros amores?
Echaban pestes verbales y escritas del cine acad¨¦mico, del que buscaba coartada intelectual adaptando a cl¨¢sicos de la literatura, del ¨¦nfasis y la esclerosis creativa, de los popes instalados, de la qualit¨¦. Descubr¨ªan el arte m¨¢s puro en directores del cine norteamericano que siempre hab¨ªan sido considerados artesanos sin que ellos hicieran el menor esfuerzo por quitarse la desde?osa y equivocada etiqueta, reivindicaban con amor a francotiradores l¨ªricos como Nicholas Ray o volc¨¢nicos como Samuel Fuller, reservaban su admiraci¨®n incondicional en el cine patrio para directores con identificable y estilizado mundo propio como Jean Pierre Melville y Jacques Becker, genios humanistas y complejos como Jean Renoir, c¨®micos con toque po¨¦tico como Jacques Tati.
Truffaut estren¨® 'Los cuatrocientos golpes' en Cannes hace 50 a?os
Estos j¨®venes irreverentes y consecuentemente airados escrib¨ªan de lo que ve¨ªan en la pantalla con tanta pasi¨®n como inteligencia, con estilo y capacidad vitri¨®lica, sin medias tintas, sin pudor al declarar sus filias y sus fobias. Lo hacen en Cahiers du cin¨¦ma, en textos llenos de sentimiento y de furia que da gusto releer. Y est¨¢ claro que a esa gente no le basta con teorizar, que est¨¢n pidiendo a gritos una c¨¢mara para expresarse en im¨¢genes, que en poco tiempo los opinadores van a transformarse en narradores de historias.
Han pasado 50 a?os del bautizo p¨²blico de sus primeras criaturas. Ocurri¨® en el incomparable escaparate del Festival de Cannes, lugar donde Fran?ois Truffaut hab¨ªa sido declarado a?os antes como visitante no grato por la ferocidad de sus juicios. Era coherente que muchas v¨ªctimas del ni?o terrible esperaran su ¨®pera prima con las escopetas cargadas. Pero Los cuatrocientos golpes cerr¨® el envenenado pico de sus enemigos y conmovi¨® a todo tipo de espectadores. El desamparo afectivo y familiar del problem¨¢tico ni?o Antoine Doinel, su vocacional enfrentamiento con la autoridad y los consecuentes castigos que padece, la sensaci¨®n de no ser entendido ni querido por nadie, su encuentro final con ese mar que simboliza la libertad, pose¨ªan observaci¨®n de primera clase y emoci¨®n contagiosa. Truffaut no estaba solo en Cannes. Le acompa?aba en la secci¨®n competitiva su intelectual colega Alain Resnais con Hiroshima, mon amour. Ambos salieron bendecidos por el festival m¨¢s trascendente del mundo. La puerta estaba abierta para que el destroyer Godard pariera sus inclasificables historias salt¨¢ndose las reglas ancestrales y creando un lenguaje que va a alborotar lo establecido, para los cuentos morales del racionalista Rohmer, para la mordacidad de Chabrol, para los arriesgados y muy personales experimentos de Rivette.
"?Qu¨¦ queda de nuestros amores?", se preguntaba Charles Trenet en una canci¨®n inmarchitable. Por mi parte lo tengo claro respecto a aquella nouvelle vague que iba a purificar el cine. Recuerdo con renovada admiraci¨®n y transparente amor a los difuntos Truffaut y Malle, aunque tambi¨¦n realizaran algunas pel¨ªculas muy malas. Rohmer siempre ha hecho lo mismo con poderosa e inconfundible personalidad, no enga?a a nadie, pero mi fascinaci¨®n por esa gente que habla y habla est¨¢ agotada desde hace tiempo. No soporto los poemas f¨ªlmicos (creo que as¨ª definen su obra los indesmayables fans) del productivamente maldito Godard, ni los ensayos po¨¦ticos o costumbristas de Resnais, ni el universo pretendidamente inquietante de Rivette. Pero puedo ver una y otra vez obras maestras como El peque?o salvaje, Mi noche en casa de Maud y Adi¨®s, muchachos. Es lo que ocurre con los cl¨¢sicos. Que no envejecen, que no se deterioran.
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