Cient¨ªficas escondidas por la historia
Un libro reivindica el papel de 14 grandes investigadoras desaparecidas o relegadas a un segundo plano en el relato cient¨ªfico
Un experimento: dos curr¨ªculums exactamente iguales, mismos estudios, misma experiencia, misma formaci¨®n y mismas competencias. Solo una diferencia: el nombre. Uno de ellos se presenta como Jennifer; el otro, como John. Se reparten sendos curr¨ªculums a 127 profesores de biolog¨ªa, qu¨ªmica y f¨ªsica para evaluar sus competencias y la posibilidad de ser contratados. Resultado: a juicio de los expertos, Jennifer tiene un 17,5% menos de competencias que John y deber¨ªa cobrar un 12,4% menos.
Jennifer y John no existen. Son dos personajes inventados por Corinne Moss-Racusin en una investigaci¨®n publicada en 2012 en los Porceedings of the National Academy of Sciences. Pero las cifras ¡ªy la realidad¡ª son tozudas: solo el 3% de los casi 600 premios Nobel cient¨ªficos entregados hasta la fecha han reca¨ªdo en manos de una mujer. Tampoco hay ning¨²n nombre femenino al frente de alguno de los organismos p¨²blicos de investigaci¨®n en Espa?a (seg¨²n datos de 2015). Pero mujeres investigadoras hay. Muchas. Y siempre las ha habido, aunque la historia se encargase de esconderlas.
Pero de desempolvar esos nombres y darles el lugar que les corresponde en el mundo de la ciencia se ha encargado, entre otros, el catedr¨¢tico de farmacolog¨ªa, Sergio Erill. A trav¨¦s del libro La Ciencia oculta, editado por la Fundaci¨®n Dr. Antonio Esteve, el profesor repasa el papel de 14 grandes investigadoras que quedaron desplazadas a un segundo plano ¡ªo al m¨¢s miserable anonimato¡ªpese a su gran contribuci¨®n a la ciencia. ¡°El papel de la mujer en la ciencia ha estado y est¨¢ lleno de dificultades¡±, resume el catedr¨¢tico.
Erill desmenuza la historia vital de 14 mujeres que tuvieron un papel capital en el desarrollo de varias disciplinas cient¨ªficas. Empezando, por ejemplo, por Hipatia, de la que no se sabe con certeza ni su a?o de nacimiento ¡ªse calcula entre el 355 y el 370¡ª, pero s¨ª se conoce su aportaci¨®n a la geometr¨ªa, al ¨¢lgebra y a la astronom¨ªa; y tambi¨¦n se sabe sobre su muerte, a manos de un grupo de cristianos por una especie de herej¨ªa.
Grandes y llamativas im¨¢genes, a priori sin nexos de conexi¨®n, son el punto de partida de cada historia de vida seleccionada por Erill. Reconoce el autor que se ha dejado muchas, much¨ªsimas, en el tintero. ¡°Y tantas otras de las que no se sabe nada¡±, agrega. Se trata de un homenaje breve ¡ªcada caso apenas dura un par de p¨¢ginas¡ª, en un lenguaje sencillo y coloquial, dice Erill, para acercarse a un p¨²blico concreto: los adolescentes. ¡°Quer¨ªa transmitir a la gente joven que las mujeres han tenido un papel importante y est¨¢ escrito de manera informal para que les resulta atractivo¡±, se?ala.
Maria Kirch, descubridora de un cometa en 1702, pas¨® su vida como ayudante, siempre a la sombra de alguien: primero de su marido; luego de otro astr¨®nomo; m¨¢s tarde, de su hijo. Ada Lovelace, hija del poeta Lord Byron, sent¨® las bases de lo que ahora es la programaci¨®n inform¨¢tica, pero su nombre qued¨® siempre sometido al de Charles Babbage, a quien se le conoce como el precursor del ordenador, un concepto que, en realidad, fue desarrollado por Ada.
Mina Fleming entr¨® al Harvard College Observatory como criada del profesor E.C. Pickering y termin¨® catalogando m¨¢s de 10.000 estrellas y descubriendo 10 novas, 52 nebulosas y 310 estrellas variables. En ese mismo centro, Pickering contrat¨® a Henrietta Swan Leavitt tambi¨¦n para catalogar estrellas. Pero la cient¨ªfica encontr¨®, adem¨¢s, un elemento clave para determinar la distancia entre las estrellas, una herramienta capital en la cosmolog¨ªa que sirvi¨® a?os despu¨¦s para descubrir que el universo se expande.
Mina Fleming entr¨® al Harvard College Observatory como criada y? descubriendo 10 novas, 52 nebulosas y 310 estrellas variables
Emmy Noether, que demostr¨® una teor¨ªa de la f¨ªsica de part¨ªculas y tuvo un papel trascendental en el campo del ¨¢lgebra abstracta, estuvo 25 a?os trabajando sin cobrar un salario. A Rosalind Franklin, art¨ªfice de la imagen que demuestra la estructura helicoidal del ADN, directamente le ¡°robaron¡± sus datos. Estos le sirvieron a Watson y Crick para hacerse en 1962 con el premio Nobel por su aportaci¨®n a la comprensi¨®n de la estructura del ADN como una doble h¨¦lice. A ella ni la mentaron.
Nadie les reconoci¨® su papel y, si se hizo, fue con la boca peque?a o demasiado tarde. Cuando alguien propuso darle el Nobel a Leavitt, la investigadora llevaba cuatro a?os muerta. Lisa Meitner, una de las descubridoras de la fisi¨®n nuclear, tampoco fue siquiera mencionada cuando la Academia Sueca otorg¨® el Nobel por este hallazgo a su compa?ero Otto Hahn. En 1967, cuando Jocelyn Bell apenas era una estudiante de doctorado, describi¨® el p¨²lsar, un hallazgo que le vali¨® el Nobel a su tutor de tesis Antony Hewish y a Martin Ryle. Pese a que ella fue la primera que detect¨® la se?al, Hewish dijo entonces que darle el Nobel a una estudiante de doctorado habr¨ªa devaluado el premio.
Para expiar las culpas de la historia, la comunidad cient¨ªfica ha intentado subsanar las ignominias que sufrieron estas mujeres. As¨ª, a Kirch le pusieron su nombre a un asteroide; tambi¨¦n la ge¨®loga Florence Bascom, que tuvo que asistir a la universidad escondida tras una pantalla para no distraer a sus compa?eros masculinos, fue condecorada p¨®stumamente con su nombre en un cr¨¢ter en Venus y en un asteroide. A Leavitt le dieron otro cr¨¢ter en la Luna. Para homenajear a Meitner, pusieron su nombre a un elemento de la tabla peri¨®dica.
Termina Erill con el no-caso de Jennifer y John, con sus p¨¢ginas en blanco, sin rostro. Porque Jennifer, constata el autor, todav¨ªa puede ser cualquiera de las j¨®venes investigadoras que copan las aulas universitarias de las facultades de ciencias de medio mundo. ¡°El prejuicio est¨¢ tan arraigado en la sociedad, que llevar¨¢ su tiempo. Primero, habr¨¢ que tomar conciencia del problema¡±, avisa el catedr¨¢tico.
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