Por un pelo
Este es un asunto de bigotes. Saber c¨®mo vivimos y por qu¨¦. Vivimos sin mirarnos. Hemos ido armando un mundo donde nada tiene explicaci¨®n.
ACABO DE ARRANCARME un pelo del bigote ¡ªcon perd¨®n. Lo miro, es uno de los oscuros todav¨ªa, me da pena: ya no me quedan muchos y lamento y extra?o cada uno que se va. Pero el hombre es un animal optimista ¡ª?son los animales optimistas?¡ª y consigo, todav¨ªa, preguntarme si en su lugar me crecer¨¢ otro oscuro o una cana prepotente, desde?osa; no lo s¨¦. La ignorancia ¡ªesa peque?a ignorancia, esa ignorancia que deber¨ªa ignorar¡ª me impresiona: no s¨¦ siquiera si el pelo que crece cuando me arranco uno es otro igual ¡ªsi es la misma ra¨ªz que reto?a o es una nueva que ocupa el lugar de la anterior y si, aun as¨ª, conserva sus caracteres principales.
Llevo mi bigote conmigo a casi todas partes desde hace m¨¢s de cuatro d¨¦cadas. Me identifican por ¨¦l, con ¨¦l; para mi sorpresa y mi verg¨¹enza, soy de muchos modos, mi bigote. Y ni siquiera s¨¦ c¨®mo crecen sus pelos. Supongo que podr¨ªa averiguarlo, pero no lo s¨¦. Y s¨ª s¨¦ que he vivido todos estos a?os sin saberlo.
Es un ejemplo muy menor ¡ªy es, por eso, un gran ejemplo. Vivimos sin saber c¨®mo vivimos ni por qu¨¦: vivimos sin mirarnos. Sin saber, sin ir m¨¢s lejos, cu¨¢les son los billones de procesos que se suceden todo el tiempo para que yo pueda escribir las palabras todo el tiempo, para que usted pueda leerlas, para que ambos podamos olvidarlas.
A veces creo que esa ignorancia es necesaria: que si pudi¨¦ramos ver lo que sucede dentro de nuestros cuerpos nos ser¨ªa muy dif¨ªcil mirar cualquier otra cosa. ¡°Que ese espect¨¢culo ser¨ªa tan fascinante, tan aterrador, tan exigente para su ¨²nico espectador interesado que ese espectador ¡ªhipnotizado, reh¨¦n de lo que el espect¨¢culo produzca¡ª no podr¨ªa distraerle su atenci¨®n ni un segundo. Que la fascinaci¨®n ser¨ªa completa: que no habr¨ªa nada m¨¢s o mejor en el mundo. Que en esto, como en tantas otras cosas, la ignorancia es condici¨®n indispensable. Que tener piel nos salva¡±, escribi¨® un autor casi contempor¨¢neo. As¨ª que vivimos ¡ª¡°nos dejamos vivir¡±, dec¨ªa el maestro¡ª sin saber c¨®mo.
Nunca necesitamos saberlo: somos m¨¢quinas que funcionan m¨¢s all¨¢ de la supuesta voluntad de sus supuestos conductores. Pero cuando empezamos a crear m¨¢quinas m¨¢s all¨¢ de nuestros cuerpos, tuvimos que entenderlas. Y as¨ª lo hicimos, las hicimos. Durante la mayor parte de la historia los utensilios y herramientas que los hombres y mujeres usaban fueron lo suficientemente simples como para que todos los comprendieran. Un martillo, un tornillo, una palanca, un engranaje, una vela, un telar incluso estaban claros. El hombre era, entonces, un amo de la creaci¨®n: un cuerpo opaco, lleno de misterios, controlando cuerpos comprensibles.
Es obvio que ya no. En los dos ¨²ltimos siglos nuestras m¨¢quinas se fueron humanizando: volvi¨¦ndose, a imagen y semejanza de nuestros cuerpos, incomprensibles, oscuras. Y ahora no s¨¦ m¨¢s sobre el proceso biol¨®gico que consigue que mi dedo anular pulse una tecla con la I que sobre ese electr¨®nico hace que, tras la presi¨®n, aparezca, en esta pantalla, una letra I.
Parece tonto y es, sin embargo, uno de esos grandes cambios civilizatorios: hemos ido armando un mundo donde nada tiene explicaci¨®n ¡ªo, por lo menos, donde la inmensa mayor¨ªa vive sin conocerla. No entendemos procesos, conocemos funciones. Y eso funciona para todo. Somos m¨¢quinas que no entendemos que manejando m¨¢quinas entendemos menos. Por eso, supongo, tantas cosas nos dan tanto miedo.
O, por eso, nos resignamos a no entender, en general, el mundo: a dejar que otros ¡°lo entiendan¡± y lo manejen por nosotros. Por eso, supongo, nos dejamos gobernar por quienes nos gobiernan, contar cuentos por quienes nos los cuentan, rezar por esos que nos rezan. Decidimos no saber, y as¨ª estamos tan bien. Si el bigote, al fin y al cabo, crece igual.?
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