Uganda no era el para¨ªso, pero se convirti¨® en un hogar
Las dificultades de los refugiados congole?os no terminan cuando salen de su pa¨ªs de origen; para protegerse entre ellos, han creado una cooperativa en Kampala
A Solange Kabuo le gustaba la vida que los rebeldes le arrancaron. Estaba enamorada de un pastor evangelista con el que hab¨ªa tenido cinco hijos. Despu¨¦s de pasar las ma?anas en el huerto familiar, casi siempre encontraba tiempo para charlar con sus amigas. En Bunyakiri, una ciudad peque?a en el este de la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo, los problemas de Kabuo sol¨ªan llegar de noche. En ocasiones, el estruendo espeluznante de la guerra la despertaba en medio de la oscuridad. Cuando escuchaba disparos o bombas, su marido la tranquilizaba. No ten¨ªan por qu¨¦ asustarse porque su casa era un lugar seguro. Los grupos armados luchaban en los pueblos, a muchos kil¨®metros de distancia. Eran ruandeses: los mismos milicianos que, tras matar a al menos 800.000 personas durante el genocidio contra los tutsis de 1994, se trasladaron a las entra?as del Congo.
Las Fuerzas Militares de la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo (FARDC) no eran capaces de detener el horror que se esparc¨ªa por las regiones rurales del noreste del pa¨ªs. Para derrotar a los rebeldes, algunos lugare?os determinaron armarse a s¨ª mismos. Kabuo no recuerda c¨®mo conoci¨® esa noticia. Quiz¨¢s la escuch¨® en la radio. O quiz¨¢s la comentaron sus amigas. Pero sabe que, tras descubrirla, se alegr¨® mucho. Nunca imagin¨® que, con el paso del tiempo, esos grupos se transformar¨ªan en otra pesadilla para la poblaci¨®n. Los milicianos congole?os eran a¨²n m¨¢s violentos. Copiaron los m¨¦todos de los de Ruanda: adem¨¢s de luchar contra otros rebeldes, atacaban a los civiles. Estaban por todas partes, tambi¨¦n en las ciudades. Para Kabuo, recoger los casquillos de los AK-47 en el huerto que antes usaba para alimentar a su familia se convirti¨® en una rutina.
¡°Era imposible descansar¡±, dice Kabuo. ¡°Pensaba que los rebeldes pod¨ªan entrar en nuestra casa en cualquier momento¡±.
Kabuo tiene 44 a?os. Ahora vive en una casa humilde en Kampala, la capital de Uganda. Es una refugiada. Los ni?os corretean de una esquina a otra de la habitaci¨®n como si no hubiese nada m¨¢s importante en el mundo que divertirse. Mientras tanto, ella, sentada en un sof¨¢ amplio, cuenta con una voz suave, casi susurrando, que su esposo desapareci¨® en 2014. Entonces decidi¨® escapar. Se escondi¨® en el remolque de un cami¨®n para emprender el viaje m¨¢s largo que ha hecho hasta ahora. Pensaba que en Uganda encontrar¨ªa un rinc¨®n seguro con oportunidades para sus peque?os. Sin embargo, hall¨® un escenario distinto.
Una cooperativa de refugiados urbanos
En Uganda residen 1,4 millones de refugiados. La legislaci¨®n ugandesa les permite circular con libertad de una ciudad a otra, acudir tanto a los hospitales como a las escuelas p¨²blicas, o abrir cualquier tipo de negocio. Seg¨²n el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), esta naci¨®n tiene uno de los modelos de acogida m¨¢s generosos del mundo. Sin embargo, esas medidas no son suficientes para integrar a los refugiados ni garantizan su bienestar.
En ocasiones, cuando Williamson Kajibwami, un hombre congole?o de 46 a?os, repasa los problemas que ha soportado desde que busc¨® refugio en Uganda, se arrepiente de haber escapado de su pa¨ªs. Pero en el momento en el que parti¨®, pensaba que no ten¨ªa otra opci¨®n. Los rebeldes hab¨ªan quemado su casa. Quer¨ªan matarlo. Camin¨® durante tres d¨ªas, desde la ciudad de Goma hasta la frontera de Bunagana, en Uganda, ocult¨¢ndose entre los arbustos. ¡°Sobre todo durante los primeros a?os, sin conocer los idiomas locales ni las costumbres de Uganda, era pr¨¢cticamente imposible conseguir un empleo¡±, recuerda Kajibwami. ¡°Mis cinco hijos pasaban hambre. No ten¨ªamos dinero para pagar el alquiler de nuestra casa o las facturas de los hospitales. Depend¨ªamos de la solidaridad de otros refugiados¡±.
En Uganda residen 1,4 millones de refugiados. La legislaci¨®n ugandesa les permite circular con libertad de una ciudad a otra, acudir a los hospitales y las escuelas p¨²blicas, o abrir cualquier tipo de negocio
Kajibwami es profesor de franc¨¦s, pero trabaja vendiendo relojes de pl¨¢stico en las calles de Kampala. En el 2017 comprendi¨® que los refugiados deb¨ªan unirse para protegerse entre ellos. Por eso cre¨® la Asociaci¨®n de Refugiados para el Desarrollo (RAD). Es una especie de cooperativa urbana donde sus miembros ponen en com¨²n una parte de sus ahorros. Adem¨¢s de socorrer a ni?os hu¨¦rfanos, ense?ar ingl¨¦s a los reci¨¦n llegados, cubrir las tasas escolares de decenas de chicos, organizar reuniones para que los refugiados compartan sus problemas, o movilizar fondos para impedir que los caseros expulsen a las familias que no pueden pagar sus alquileres, RAD ha abierto una peluquer¨ªa que emplea a algunos miembros.
RAD estaba creciendo hasta que la COVID-19 la golpe¨®. La puerta met¨¢lica de su peluquer¨ªa, que generaba casi todos los ingresos de la organizaci¨®n antes de que el virus aterrizase en Uganda, permaneci¨® sellada durante m¨¢s de tres meses, hasta el pasado 22 de julio. El gobierno hab¨ªa ordenado el cierre temporal de todos los salones de belleza, donde era imposible mantener el distanciamiento personal, entre otras restricciones para contener la pandemia. Aunque las autoridades ugandesas est¨¢n retirando esas medidas poco a poco, muchos refugiados a¨²n no pueden continuar sus actividades habituales. Las furgonetas de tr¨¢nsito de pasajeros, los autobuses de Kampala, ahora deben circular con la mitad de sus asientos vac¨ªos y sus precios han aumentado. No todos pueden pagar esas tarifas para desplazarse hasta el centro de la ciudad y trabajar como vendedores ambulantes. Otros han perdido sus mercanc¨ªas. Los polic¨ªas las confiscaron mientras intentaban venderlas durante el confinamiento. Seg¨²n Acnur, la proporci¨®n de familias refugiadas en Kampala sin fuentes de ingresos ha crecido desde 31% antes de la pandemia hasta el 72% en la actualidad.
En Uganda, los refugiados deben optar entre depender de las donaciones de las agencias de las Naciones Unidas dentro de campamentos abarrotados de personas, o probar su suerte en ciudades donde el desempleo es rampante. Los que escogen salir de los asentamientos dise?ados para ellos no reciben asistencia humanitaria regular porque las autoridades presumen que son autosuficientes. Sin embargo, a pesar de las dificultades, los refugiados congole?os no quieren regresar a sus hogares: tienen miedo. Han escapado de una guerra que, despu¨¦s de causar al menos un mill¨®n de muertos desde 1998 hasta el 2003, se resiste a terminar. Las heridas que causaron tanto dolor permanecen abiertas. En el este del Congo, donde el estado no garantiza al pueblo ni siquiera los servicios sociales m¨¢s b¨¢sicos ni su seguridad, 130 grupos armados contin¨²an luchando para protegerse de otras milicias, consolidar algunas reclamaciones pol¨ªticas, o conseguir un pedazo de uno los subsuelos m¨¢s ricos del mundo, abarrotado de minerales. En este momento, 4,7 millones de congole?os ¡ª3,8 millones desplazados internos, y 914.000 refugiados¡ª han abandonado sus casas para salvar sus vidas.
Resistir a pesar de los obst¨¢culos
Mariam Kilimani (nombre ficticio por razones de seguridad) se siente c¨®moda mientras canta. Lo hace bien. Tiene una de las mejores voces de su coro, un grupo de amigas que se concentra cada semana en una iglesia en las afueras de Kampala para practicar canciones religiosas. Gracias a esas reuniones, Kilimani para de pensar en sus problemas durante unos minutos. Poco a poco, la m¨²sica borra las im¨¢genes horribles que ha acumulado en su cabeza desde que era peque?a.
Kilimani tiene 26 a?os. Creci¨® en Beni. Esa ciudad congole?a, adem¨¢s de recibir ataques constantes de los rebeldes desde el 2014, fue el epicentro de una epidemia de ¨¦bola que ha matado a por lo menos 2.280 personas. La crueldad de ese mundo gener¨® un nudo de terror en el interior de Kilimani. Soport¨® la sensaci¨®n horrenda de acostarse sin saber qu¨¦ ocurrir¨¢ cada noche hasta 2017, cuando unos hombres armados entraron en su casa para violarla. Sucedi¨® durante un combate. Adem¨¢s de otras heridas invisibles, Kilimani conserva de ese momento una cicatriz profunda en el brazo derecho. Los milicianos hab¨ªan ocupado el barrio de la universidad de Beni para castigar a los estudiantes que protestaban contra la inseguridad, como el marido de Kilimani. Al amanecer, Kilimani y su familia decidieron refugiarse en Uganda. Caminaron durante dos d¨ªas. Los ni?os lloraban porque les dol¨ªan los pies. Tras recorrer cerca de 100 kil¨®metros, llegaron a la frontera de Uganda. La cruzaron escondidos entre las monta?as, de noche, en silencio, porque no ten¨ªan dinero para pagar sus visados.
El sitio donde Kilimani reside no se parece en nada a la ciudad de edificios brillantes que imaginaba mientras caminaba hacia Uganda. Es un barrio humilde con las calles sin asfaltar. El agua de un r¨ªo cercano anega su casa despu¨¦s de cada tormenta. Kampala tampoco es el lugar seguro para las mujeres que Kilimani esperaba encontrar. Lo descubri¨® una noche de marzo. La congole?a hab¨ªa pasado todo el d¨ªa en la calle, intentando vender sin mucho ¨¦xito relojes de pl¨¢stico a los transe¨²ntes. Unos hombres le cortaron el paso en un rinc¨®n oscuro: la violaron.
¡°Pas¨¦ dos d¨ªas sin saber qu¨¦ hacer hasta que los denunci¨¦¡±, dice Kilimani. ¡°En la comisar¨ªa, los polic¨ªas no comprend¨ªan mis idiomas. Nadie hablaba suajili ni franc¨¦s. Tard¨¦ mucho tiempo en describirles mi agresi¨®n. Pensaban que estaba mintiendo. Me preguntaron por qu¨¦ no hab¨ªa acudido antes. Me ignoraron. Siempre me ignoran. Tampoco nos defendieron cuando unos vecinos golpearon a uno de mis hijos en la calle mientras le gritaban: ¡®?Vuelve a tu pa¨ªs!¡¯¡±.
Kilimani mantuvo la segunda violaci¨®n como un secreto. Tem¨ªa que su esposo le echase la culpa. Permaneci¨® en silencio incluso cuando era imposible ocultar que su vientre estaba creciendo: se hab¨ªa quedado embarazada.
El marido de Kilimani abandon¨® a su familia poco despu¨¦s porque, seg¨²n la congole?a, no toleraba el estr¨¦s de escuchar con el est¨®mago vac¨ªo las amenazas del propietario de su casa cuando no pod¨ªan pagar el alquiler a tiempo.
Kilimani se ha pintado los labios de rojo. Est¨¢ preparada para marcharse a cantar. Antes de calzarse sus sandalias, acuesta con cuidado a su hija m¨¢s peque?a, de dos a?os, en una cama de matrimonio, y la cubre con una mosquitera. Una amiga congole?a la cuidar¨¢ durante su ausencia. Kilimani est¨¢ contenta. Camina con un paso firme. Desde que canta en un coro tiene m¨¢s confianza en s¨ª misma. Avanza por un laberinto de callejuelas, mujeres cocinando en las puertas de sus casas, puentes precarios de madera que cruzan r¨ªos, pastos donde las vacas comparten el espacio con docenas de garcillas. Habla sobre sus sue?os: quiere que sus hijos estudien en un tercer pa¨ªs donde haya m¨¢s oportunidades.
Kilimani encontr¨® en RAD una comunidad en la que confiar. Gracias a la organizaci¨®n conoci¨® a otras mujeres con historias parecidas. Para ella, "permanecer unidas en la ¨²nica manera de resistir" porque, as¨ª, son "a¨²n m¨¢s fuertes".
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