Traficantes de tiempo
Aplicaciones y redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es otro: nuestro tiempo
Igual que t¨², el ni?o siente la impaciencia del deseo ¡ªlo quiero ya¡ª, pero no puede comprender la raz¨®n de la prisa. Para qu¨¦ sirve la rapidez, cuando el placer consiste en entretenerse, remolonear y ser lentos. Qu¨¦ inexplicables le parecen vuestras bruscas urgencias, los espabila, los venga vamos, los as¨ª no llegaremos nunca. Experto en demoras, se recrea en cada juego, en el pelda?o de cada escalera, en cada excursi¨®n, como una historia interminable. Tu hijo intuye que el amor exige prodigalidad temporal. Si quieres a alguien, le das tu sosiego, tu desaceleraci¨®n, tu olvido de los relojes.
Sin embargo, tu peque?o sibarita tiene serios competidores: cada instante, los dispositivos digitales y sus voraces pantallas batallan por secuestrar nuestras horas. Los gigantes tecnol¨®gicos codician miradas absortas para subastarlas en un fren¨¦tico mercado de la atenci¨®n. Las aplicaciones y las redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es en realidad otro: nuestro tiempo. Hechizados por im¨¢genes palpitantes y est¨ªmulos adictivos, regalamos informaci¨®n sobre nuestros gustos, movimientos, opiniones, miserias y sue?os. Cuanto m¨¢s, mejor: alimentamos bancos de minutos y bases de datos que las empresas vender¨¢n al mejor postor y que retornar¨¢n en forma de publicidad y propaganda personalizadas. Somos nosotros quienes estamos en venta.
En los a?os setenta, antes de la expansi¨®n de Internet y los primeros m¨®viles, un autor de literatura infantil, Michael Ende, escribi¨® una f¨¢bula visionaria sobre el saqueo de nuestro tesoro temporal. Los habitantes de una gran ciudad empiezan a recibir la visita de unos misteriosos hombres vestidos de gris, agentes de la Caja de Ahorros del Tiempo. Estos persuasivos reci¨¦n llegados prometen suculentos intereses a la gente que deposite en su banco las horas ahorradas cada d¨ªa: en lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente; reduzca el contacto cotidiano con su anciana madre a unas breves palabras; mejor a¨²n, al¨®jela en un buen asilo, pero barato, donde cuidar¨¢n de ella; no pierda ni una fracci¨®n de sus preciosos d¨ªas en cantar, leer o en compa?¨ªa de sus amigos. Los traficantes de tiempo van conquistando calladamente la sociedad, sin ninguna resistencia. La ansiedad, la urgencia y una prisa obsesiva se apoderan de la gente, que sigue ciegamente los consejos de los trajeados hombres grises tom¨¢ndolos por decisiones propias. ¡°Un negocio dif¨ªcil, sangrarles el tiempo a los hombres, segundo a segundo. Nosotros nos lo quedamos, lo necesitamos, lo ansiamos. No sab¨¦is lo que significa vuestro tiempo. Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel. Y necesitamos m¨¢s, cada vez m¨¢s¡±. Solo Momo, una ni?a hu¨¦rfana que vive entre las ruinas de un anfiteatro romano, y la m¨¢gica tortuga Casiopea consiguen desenmascarar y derrotar a los grises banqueros que aspiran el humo de instantes usurpados.
Frente a nuestro empe?o en digitalizar la educaci¨®n, los gur¨²s inform¨¢ticos de Silicon Valley est¨¢n criando a sus hijos sin pantallas. En los car¨ªsimos colegios privados de la meca tecnol¨®gica, los ni?os hacen sus cuentas con l¨¢piz, cuartillas y arcaicas pizarras provistas de tizas de colores. Algo huele a podrido en California, cuando los propios cocineros proh¨ªben a su familia saborear el mismo plato que nos ofrecen.
En la mitolog¨ªa cl¨¢sica existi¨® una divinidad llamada Momo, como la ni?a de Ende. La legendaria Momo encarnaba la burla irreverente hacia todos, incluso contra los habitantes del Olimpo: opinaba con iron¨ªa que la creaci¨®n de los seres humanos estaba sobrevalorada. A su juicio, los dioses deber¨ªan haber previsto una peque?a puerta en el pecho que permitiera vigilar nuestras verdaderas ideas y sentimientos sinceros. No imaginaba que, algunos milenios m¨¢s tarde, regalar¨ªamos con ligereza datos vitales sobre nuestra salud, nuestras ideas pol¨ªticas y nuestros secretos, aut¨¦nticas semillas de control. Hoy, esa portezuela que so?¨® Momo existe, y ciertas empresas la abren para hurtarnos el tiempo y la intimidad con la ganz¨²a de nuestras horas cautivas.
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