Diez instantes para so?ar a lo grande
Bucear entre tiburones ballena, recorrer a pie Groenlandia o visitar el atol¨®n Kapingamarangi, en el Pac¨ªfico Sur. Las experiencias del trotamundos incansable Paco Nadal como inspiraci¨®n
1. La primera vez que vi Machu Picchu
Fue hace mucho, mucho tiempo. Era 1985. Per¨² estaba sumido en un tremendo caos econ¨®mico y social. Faltaban a?os para que el turismo se hiciera masivo y saturara este yacimiento inca. Viajaba con mi hermana y contratamos una excursi¨®n para ir de Cuzco a Machu Picchu y volver en el d¨ªa. Cosas de la inexperiencia. La visita a la ciudadela se hac¨ªa por libre, sin colas, pod¨ªas entrar y salir cuando quisieras. Y la visi¨®n de aquel lugar m¨¢gico me cautiv¨®. Al llegar la hora convenida para bajar nos miramos y, sin que hiciera falta decir nada, decidimos que no pod¨ªamos irnos de semejante lugar as¨ª, con arrebato. Renunciamos al tren de vuelta, nos quedamos sentados en la hierba viendo atardecer sobre las monta?as picudas del valle del Urubamba, con las venerables piedras de Machu Picchu para nosotros (nadie nos ech¨® ni apremi¨® con el cierre), y nos deleitamos como pocas veces he vuelto a hacerlo con una visi¨®n ¨²nica solo para los dos. Luego bajamos a Aguas Calientes a buscar un sitio donde pasar la noche. Nunca olvidar¨¦ ese momento por m¨¢s a?os que pasen.
Hoy su fama ha llegado a tal punto que las autoridades han puesto cupos de 800 visitantes diarios, que pueden permanecer en la monta?a ocho horas. La temporada de m¨¢s aglomeraciones es de julio a agosto, pero en cualquier otro momento de la ¨¦poca seca (de abril a octubre) la visita es igual de atractiva y hay mucha menos gente.
2. Cuando puse un pie en la Ant¨¢rtida
Hay viajes y viajes. Y luego est¨¢ la Ant¨¢rtida. El Viaje con may¨²sculas. El lugar m¨¢s fr¨ªo, remoto e inaccesible del planeta. Tuve la suerte de que me mandaran all¨ª para un trabajo profesional en 2011, con motivo del centenario de la conquista del Polo Sur. Para llegar hay que cruzar, durante dos eternos d¨ªas, el terror¨ªfico Paso de Drake, una traves¨ªa mar¨ªtima de casi mil kil¨®metros que separa el cabo de Hornos (Chile) de la pen¨ªnsula Ant¨¢rtica. Recuerdo que las olas llegaban hasta la cubierta del barco, pero cuando pregunt¨¦ al capit¨¢n en busca de ¨¦picas declaraciones me dijo, sin un ¨¢pice de emoci¨®n, que eso era un d¨ªa normal en aquellas latitudes, los fuertes vientos conocidos como los ¡°rugientes 40¡±. Cuando desembarqu¨¦ en la isla Livingston, la primera tierra ant¨¢rtica donde fondeamos, me arrodill¨¦ y bes¨¦ el suelo, consciente de que hollaba el mismo lugar en el que estuvieron Amundsen, Scott, Shackleton, Ross, Nordenskj?ld y tantos otros venerados exploradores.
3. Un sue?o: por el cabo de Hornos a vela
Tendr¨ªa ya derecho a ponerme cuatro aros en la oreja y a orinar cuatro veces a barlovento porque he estado otras tantas en el cabo de Hornos. Pero siempre recordar¨¦ la primera experiencia all¨ª, cuando lo dobl¨¦ en un barco a vela en compa?¨ªa de unos amigos tan amantes como yo del romanticismo de los ¨¦picos viajes de exploraci¨®n. La goleta, una dos m¨¢stiles con casco de acero patroneada por una pareja de franceses locos por el mar que viv¨ªan en Ushuaia charteando (alquilando) su barco, parti¨® por el canal de Beagle hacia la isla Picton en busca de mar abierto y del m¨ªtico final de las tierras emergidas. Cuando puse un pie en la chilena isla de Hornos fue como si lo hubiera puesto en la mism¨ªsima Luna. La materializaci¨®n del sue?o de un ni?o al que de peque?o le gustaba m¨¢s que le regalaran mapas que balones.
4. Bautizo con tiburones
Una de mis pasiones es el buceo. He tenido la suerte de recorrer medio mundo filmando los mejores fondos marinos para la serie de televisi¨®n Viaje a las profundidades. Desde que me sumerg¨ª por primera vez en mi cabo de Palos (Murcia) natal tuve una obsesi¨®n: ver tiburones en su h¨¢bitat natural. Lo intent¨¦ por primera vez en Madagascar, pero no avist¨¦ ni uno (aparte de que casi muero por una imprudencia de novato). Lo consegu¨ª en mi siguiente viaje: Gal¨¢pagos. Y all¨ª fue una locura: sumergirte en las islas Wolf y Darwin, entre cientos de tiburones martillo, enormes galapague?os de m¨¢s de tres metros de largo, puntas blancas o de arrecife, adem¨¢s del premio gordo en estas aguas (el tibur¨®n ballena), es un subid¨®n de adrenalina imposible de olvidar. Nada de lo que he vuelto a ver, en cientos de inmersiones y decenas de mares visitados despu¨¦s, ha conseguido igualar a aquellos d¨ªas bajo las aguas del archipi¨¦lago ecuatoriano. Bueno, casi nada: aquellos enormes tiburones ballena que film¨¦ para un documental en la bah¨ªa de Cenderawasih, en Pap¨²a, tambi¨¦n me dejaron huella.
5. Y entonces dije basta en el Aconcagua
Hubo un tiempo en que estaba m¨¢s en forma y me dio por el monta?ismo de altura. Mis amigos Jos¨¦ Luis y Bego?a me propusieron ascender el Aconcagua (6.982 metros), el techo de Am¨¦rica, y a Argentina que nos fuimos los tres. No consegu¨ª hacer cima, lo confieso. Me qued¨¦ a unos 6.500 metros de altitud, antes de la famosa Canaleta que da paso a la arista final. Estaba totalmente agotado, con principio de mal de altura, me costaba respirar y adem¨¢s iba solo. Me sent¨¦ en una piedra admirando los Andes a mis pies y cuando me recuper¨¦ escrib¨ª unas palabras en el cuaderno de notas que siempre llevo encima, una reflexi¨®n sobre el esfuerzo, la b¨²squeda de tus l¨ªmites y el sentido de la vida que cada vez que las releo me entran ganas de llorar de emoci¨®n y felicidad.
6. Esperando helic¨®ptero en Groenlandia
Para celebrar nuestro 50? cumplea?os, cuatro amigos decidimos que cruzar¨ªamos una parte de Groenlandia con esqu¨ªs. Sin ninguna experiencia previa; de hecho, uno de ellos no se hab¨ªa puesto unas tablas en la vida. Pero no hay nada m¨¢s atrevido que la ignorancia. Partimos del glaciar Qaleragdlit, en el sur de la isla, y caminamos unos 200 kil¨®metros hacia el interior helado de Groenlandia en busca de unos nunatak que emergen solitarios en mitad de este desierto blanco. Nunatak es la palabra inuit que define las negras monta?as que sobresalen del hielo. En realidad, lo que se ve no son m¨¢s que los ¨²ltimos 400 o 500 metros de la c¨²spide, el resto de sus m¨¢s de 2.500 metros de altitud est¨¢n bajo el hielo. Arrastramos durante 12 d¨ªas una pulka (trineo peque?o de transporte) y logramos el objetivo: llegar hasta los pies de una monta?a en medio de la llanura helada a la que nadie hab¨ªa ascendido antes, y escalarla. Pero durante la bajada se desat¨® el foem, el viento huracanado que barre el casquete helado groenland¨¦s con r¨¢fagas de m¨¢s de 100 kil¨®metros por hora. Estuvimos tres d¨ªas encerrados en una tienda casi cubierta de nieve (la otra la rasg¨® el viento), sin apenas comida ni agua. Le vimos las orejas al lobo. Si aquella tienda tambi¨¦n hubiera sucumbido al vendaval, probablemente hubi¨¦ramos muerto congelados. Cuando al tercer d¨ªa el viento amain¨® y el helic¨®ptero que ten¨ªamos contratado para sacarnos de all¨ª pudo volar, el ruido del motor me pareci¨® la m¨¢s excelsa de las melod¨ªas.
7. Selfi en el Nido del Tigre de But¨¢n
Hay escenarios cuya sola contemplaci¨®n justifican un viaje. But¨¢n, un peque?o reino enclavado en la cordillera del Himalaya, es uno de los destinos so?ados por cualquier viajero, aunque para m¨ª, si he de ser sincero, el paisaje fue algo decepcionante (no as¨ª su gente, cultura y estilo de vida). Pero aqu¨ª hay un lugar que justifica por s¨ª solo el largo periplo para llegar a este pa¨ªs que mide su riqueza por la felicidad de sus habitantes: Taktshang o el Nido del Tigre. Un monasterio del siglo XVII ¡ªreconstruido en 2005 tras un fulminante incendio en 1998¡ª al que solo se puede llegar caminando por senderos del valle de Paro. Levantado sobre la repisa de un precipicio que se asoma, vertiginoso, a 700 metros de acantilado cortado a pico, es adem¨¢s un importante lugar de peregrinaci¨®n para el budismo tibetano. Se me saltaron las l¨¢grimas al contemplarlo por primera vez.
8. Los cocoteros de Kapingamarangi
El encargo profesional m¨¢s loco que me han propuesto hacer fue un reportaje sobre Kapingamarangi, un atol¨®n de la Micronesia perdido en medio del Pac¨ªfico Sur donde viven 350 personas aisladas de todo. No hay vuelos regulares, ni barcos, ni otro medio de llegar o salir. Despu¨¦s de mucho buscar, de intentar alquilar un helic¨®ptero o un hidroavi¨®n (no hab¨ªa problema de presupuesto), localic¨¦ en Pohnpei, la capital de los Estados Federados de Micronesia, a Rodney Collier, un loco de los mares que estaba all¨ª de forma temporal y charteaba su Satisfaction Plus, un monocasco de 15 metros con el que viv¨ªa vagabundeando por los siete mares. Acordado el precio, accedi¨® a llevarme a trav¨¦s de las 500 millas n¨¢uticas que separan Pohnpei de Kapingamarangi, no sin antes advertirme que si nos pasaba algo en altamar, nadie podr¨ªa ir a socorrernos. Tras cinco d¨ªas de navegaci¨®n logr¨¦ llegar. Cuando vi los penachos de palmeras que se?alaban el min¨²sculo atol¨®n, solitario en medio de la inmensidad oce¨¢nica, sent¨ª el mismo ¨¦xtasis que tuvo que experimentar Rodrigo de Triana al avistar el Nuevo Mundo.
9. Pasi¨®n por ?frica
Adoro ?frica, es el lugar al que siempre quiero volver. Llevo casi 40 a?os viajando por este continente a¨²n misterioso y lleno de energ¨ªa, por lo que tengo muchos momentos felices en ¨¦l. Puestos a elegir uno, recuerdo una Pascua et¨ªope en Lalibela, una peque?a localidad al norte del pa¨ªs famosa por sus iglesias rupestres. No ser¨ªamos m¨¢s de 20 los extranjeros esos d¨ªas all¨ª, entre cientos y cientos de peregrinos que acud¨ªan desde todas partes de Etiop¨ªa a celebrar uno de los momentos cumbre del calendario cristiano copto. El ritmo monocorde de los kebro (tambores) y los c¨¢nticos en geez de los sacerdotes ortodoxos retumbaba contra las paredes de piedra roja de los templos excavados en la roca. Su eco se perd¨ªa entre los t¨²neles y pasadizos que los un¨ªan. En un momento dado, el ritmo de la m¨²sica y de la letan¨ªa se hizo m¨¢s vivo. Los peregrinos se levantaron, encendieron cada uno una vela y marcharon en procesi¨®n en torno a las iglesias, siguiendo a la comitiva de popes, m¨²sicos y portaestandartes que alzaban iconos de pan de oro y cruces meskal fundidas en bronce varios siglos antes. A los forasteros, la emoci¨®n se nos anud¨® en la garganta. Era como si nos hubieran transportado a una p¨¢gina de la Biblia, porque lo que en ese momento acontec¨ªa all¨ª deb¨ªa haber variado muy poco, por no decir nada, desde hac¨ªa milenios.
10. Solo en el Camino de Santiago
Y para terminar, un momento feliz en Espa?a: la primera vez que hice el Camino de Santiago. He completado tantas peregrinaciones como para ganar m¨¢s jubileos que vida de pecador me queda, porque durante m¨¢s de una d¨¦cada escrib¨ª gu¨ªas de todos los caminos a Compostela para la editorial El Pa¨ªs-Aguilar. Pero ninguna de aquellas rutas jacobeas de trabajo pudo igualar a la emoci¨®n de mi primera vez en el Camino Franc¨¦s. Fue en 1994, cuando a¨²n no hab¨ªa estallado el boom de la peregrinaci¨®n tur¨ªstica. Era febrero, hac¨ªa un fr¨ªo que pelaba e iba yo solo en bicicleta. La ruta no dispon¨ªa ni del 10% de los servicios que hoy se ofrecen al caminante. Apenas hab¨ªa albergues abiertos en invierno y recorr¨ªas kil¨®metros y kil¨®metros en solitario. Aquellas maravillosas soledades, aquellos soliloquios, la hospitalidad verdadera que a¨²n hallabas en el Camino y el ¨¦xtasis al llegar por fin a Santiago no lo he vuelto a sentir jam¨¢s.
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