Transiberiano, a bordo de un ¡®travelling¡¯ infinito
8.000 kil¨®metros, tres pa¨ªses y un solo tren. Una aventura que empieza en Mosc¨² y finaliza en Pek¨ªn, con paradas en el inmenso lago Baikal o las vastas estepas de Mongolia
Casi dan ganas de que se cometa un crimen. Estamos en el Grand Trans-Siberian Express, el m¨ªtico tren que realiza el recorrido ferroviario m¨¢s largo del mundo. De Rusia a China pasando por Mongolia. Unos 8.000 kil¨®metros de estepa, tundra y desierto en su recorrido entre Mosc¨² y Pek¨ªn, atravesando de punta a punta el continente asi¨¢tico y sus seis husos horarios. Un grupo de viajeros de todo el mundo compartiremos cenas, comidas y excursiones, y haremos de este tren nuestra casa durante las pr¨®ximas dos semanas. Mirando alrededor, solo echamos en falta al inspector Poirot entre el pasaje.
El Transiberiano no es un tren, sino una v¨ªa f¨¦rrea. Lo que suelen hacer los viajeros que la recorren es tomar un convoy cualquiera e ir bajando en las distintas estaciones para quedarse el tiempo que consideren conveniente, y luego subirse al siguiente. Existe, sin embargo, la opci¨®n de tomar un ¨²nico tren en el que llevar a cabo toda la traves¨ªa. Es una versi¨®n de lujo ¡ªen la que viajamos montados¡ª en cuyas paradas el tren esperar¨¢ a que recorramos la regi¨®n para continuar camino al d¨ªa siguiente. Dormiremos en los mejores hoteles y al volver nos encontraremos a los encargados de nuestro vag¨®n que, con sus uniformes grises y sus guantes blancos, nos conducir¨¢n hasta el compartimento, en cuyos armarios estar¨¢ nuestra ropa esperando. A la noche, al regresar de cenar, encontraremos las camas hechas. A la ma?ana, al volver de desayunar, el compartimento estar¨¢ preparado para la vida diurna.
M¨¢s que un viaje en el espacio, se trata de un viaje en el tiempo. Siberia es uno de esos lugares que a¨²n conservan el sabor de los territorios inexplorados. Su extensi¨®n es tan desmesurada y su leyenda tan profunda que es inevitable trasladarse a la ¨¦poca en que los zares de Rusia y los emperadores de China se defend¨ªan como pod¨ªan de los temidos t¨¢rtaros mongoles, un tiempo de exploraciones y de creencias animistas, de chamanes y de conquistas, de presidios y revoluciones. Un efecto que se acent¨²a si el paisaje es contemplado desde la ventanilla de un coche comedor con cortinas y tapicer¨ªa de terciopelo rojo y paredes revestidas de raso bordado. Dos comedores y un bar ¡ªcon pianista incluido¡ª constituyen las zonas comunes en donde encontrarse con el resto del pasaje.
A las afueras de Ekaterimburgo se encuentra la mina a la que fue arrojada la familia Romanov
Dejamos la capital rusa y, poco a poco, Europa va quedando atr¨¢s. Las primeras horas mezclan la expectaci¨®n de lo que queda por delante con la extra?eza de nuestro cuerpo en plena adaptaci¨®n a este hotel ambulante. Del otro lado de la ventanilla los bosques van dando paso a la llanura. La ca¨ªda de la tarde nos encuentra en la soledad del compartimento observando en silencio ese travelling infinito. La primera noche es extra?a en medio del movimiento incesante, y los rostros somnolientos as¨ª lo atestiguan a la ma?ana siguiente en el desayuno.
Primera parada
Ekaterimburgo es la primera parada. Fundada a principios del siglo XVIII, en tiempos de Pedro el Grande, para explotar la riqueza de los yacimientos metal¨²rgicos de los Urales, estuvo cerrada a los extranjeros hasta 1991 para proteger los secretos de la industria armament¨ªstica que all¨ª se erigi¨®. Hoy se trata de una ciudad universitaria de donde han salido importantes bandas de rock y cuyas sonadas revueltas le han dado fama de contestataria. Pero lo que la hace m¨¢s famosa es el hecho de haber constituido el escenario del tr¨¢gico final de la familia Romanov, los ¨²ltimos zares de Rusia, asesinados en 1918 por los bolcheviques en una casa que fue demolida para evitar que se convirtiera en un sitio de peregrinaje. Sus cuerpos fueron arrojados al interior de una mina abandonada en las afueras de la ciudad, y hasta all¨ª nos desplazamos para visitar las siete iglesias que se levantaron en honor de los siete integrantes del clan. Sacerdotes ortodoxos y mujeres con la cabeza cubierta deambulan en silencio por los senderos que unen las capillas, en medio de las cuales una cruz de madera preside la entrada de la mina. En 1981 la familia fue canonizada por la Iglesia ortodoxa rusa en el extranjero y el sitio se ha convertido hoy en un s¨ªmbolo del resurgir de la fe cristiana.
Seguimos camino. El segundo destino es Novosibirsk, capital del distrito federal de Siberia. Erigida por los trabajadores del ferrocarril como campamento mientras levantaban el puente sobre el r¨ªo Obi, ostenta el r¨¦cord Guinness por ser la poblaci¨®n del mundo que m¨¢s r¨¢pido ha alcanzado el mill¨®n de habitantes. Hoy, con 1,6 millones, es la tercera ciudad m¨¢s poblada de Rusia, tras Mosc¨² y San Petersburgo. Su avenida de Krasny alberga el Teatro Acad¨¦mico Estatal de ?pera y Ballet, que supera en tama?o al mism¨ªsimo Bolsh¨®i de Mosc¨². La plaza de Lenin, ubicada a pocos metros de all¨ª, ofrece, adem¨¢s del monumento al l¨ªder bolchevique, una serie de imponentes figuras que en contundente estilo sovi¨¦tico homenajean a las principales fuerzas vivas de la revoluci¨®n. Aqu¨ª hay que visitar tambi¨¦n el museo de historia de la regi¨®n, que nos remonta a la tradici¨®n de los pueblos originarios, y el museo del ferrocarril, en donde se comprende la magna obra que constituy¨® la construcci¨®n del Transiberiano, impulsada por el zar Alejandro III a finales del siglo XIX para conectar la regi¨®n con el resto del imperio. Por la noche salimos a corroborar la merecida fama de la vida nocturna de la ciudad. A trav¨¦s de un portal que conecta con el centro de una manzana se llega a un patio interior de ladrillos que alberga el bar Fry (Ulitsa Lenina, 6 k1), un street food pub que ofrece una variedad de salchichas y cervezas que lo hacen sentir a uno en un callej¨®n del Soho londinense. Despu¨¦s de cenar nos acercamos en un corto paseo al Friends (friendsorchestra.ru/friendsbar), un coqueto local en el que un grupo de camareros hipsters preparan elaborados c¨®cteles para una clientela de lo m¨¢s sofisticada.
El r¨ªo Yenis¨¦i representa la frontera entre la Siberia occidental y la oriental, m¨¢s desconocida
A Siberia se llega poco a poco. Si bien Ekaterimburgo y Novosibirsk est¨¢n ubicadas geogr¨¢ficamente en Asia, de alg¨²n modo siguen siendo europeas. M¨¢s all¨¢ de algunas casas tradicionales de madera, de ese aire de suburbio que impregna sus calles y avenidas y de algunos coches que se conducen por el lado derecho, las vestimentas y los h¨¢bitos siguen resultando familiares. El r¨ªo Yenis¨¦i, en cuya orilla se ubica la ciudad de Krasnoyarsk, representa la frontera entre la Siberia occidental y la oriental, mucho m¨¢s vasta y desconocida. Del otro lado de la ventanilla el paisaje empieza a hacer pensar en el comienzo del libro En Siberia (1999), en el que Colin Thubron intenta plasmar el desasosiego que le produce ese vac¨ªo insondable: ¡°Hay siempre un hombre encadenado que cruza los campos de hielo. En la lejana distancia se desplaza quiz¨¢ un reba?o de renos, o proyecta su sombra en la nieve un cazador. Pero eso es todo¡±. La regi¨®n de Krasnoyarsk tiene cinco veces el tama?o de Espa?a y menos de tres millones de habitantes. La infinitud de su horizonte hace que las palabras tundra y taiga cobren de pronto un significado m¨¢s tangible. Las calles y las casas de su centro urbano presentan ese aire de desnudez de las estaciones de esqu¨ª en verano, una crudeza de estructuras y un vac¨ªo en los espacios que solo la nieve y el hielo saben llenar. Aqu¨ª ya empieza a resultar natural escuchar el relato de los cosacos que remontaron el curso de los r¨ªos desde el oc¨¦ano Glacial ?rtico para luchar contra las tribus locales y fundar los primeros asentamientos; unos r¨ªos que a¨²n sirven de principal v¨ªa de comunicaci¨®n para llevar suministros a los poblados del norte en los escasos meses en los que el clima lo permite. Poco a poco, nuestro afanoso tren empieza a adquirir cariz de hogar y de refugio en medio de esa inmensidad que nos sobrecoge y desborda.
Dejamos Krasnoyarsk por la tarde y a la ma?ana siguiente despertamos en Irkutsk. Aqu¨ª ya no es necesario preguntar por las casas tradicionales de madera siberianas porque todo su centro hist¨®rico est¨¢ invadido por ellas. En la calle muchas personas exhiben rasgos asi¨¢ticos ¡ªsobre todo sus vecinos m¨¢s humildes¡ª y puede sentirse en el aire el cruce de las razas y las culturas. Los monumentos ya no presentan a un pr¨®cer a caballo, sino a un trampero cubierto por pieles que avanza bien armado por la estepa. El caf¨¦ en el que entramos a calentarnos es regentado por un hombre musulm¨¢n y una mujer de rasgos orientales cuyo hijo combina los ojos rasgados de ella con la forma de la cara y el color de piel de ¨¦l. Por la tarde vamos a un palacio tambi¨¦n de madera que perteneci¨® a uno de los decembristas exiliados en la regi¨®n para asistir a una velada (nunca mejor dicho) en la que, con la sola luz de la velas, se celebra un concierto como los que ten¨ªan lugar en este sal¨®n a mediados del siglo XIX. Escuchando al pianista ejecutar a Chaikovski, uno llega a imaginar la soledad del destierro en ese rinc¨®n del mundo. Al parecer, el desarrollo cultural de la zona le debe mucho a la llegada de los decembristas ¡ªmovimiento revolucionario que se alz¨® contra el imperio a inicios del XIX¡ª, que trajeron consigo sus conocimientos y su educaci¨®n, y fundaron escuelas y bibliotecas.
Ba?o en el lago Baikal
Irkutsk representa tambi¨¦n la puerta de entrada al lago Baikal, la masa de agua dulce m¨¢s grande del planeta. Hacia all¨ª se dirige nuestro hogar sobre ra¨ªles. Poco a poco el cuerpo se ha ido adaptando al espacio y el traquetear de los vagones sirve de tel¨®n de fondo a las lecturas so?olientas y a las largas sobremesas con el resto de los pasajeros, que ya han dejado de ser los brasile?os o los malayos para empezar a tener nombre propio y una historia que contar. Visitamos el pueblo de Listvianka, en el nacimiento del r¨ªo Angar¨¢, el ¨²nico cauce de los m¨¢s de 300 que conectan con el lago Baikal que no muere en ¨¦l, sino que nace de sus aguas. Tras cruzar en barco hasta Puerto Baikal, en el muelle espera en formaci¨®n la tripulaci¨®n del tren al completo, en una escena que nos hace sentir como colonos ingleses en la India. Tras saludar efusivamente, nos ayudan a volver a nuestros vagones para continuar el viaje.
El paisaje de Mongolia est¨¢ poblado de caballos, yaks, ovejas y de los gers que decoran la estepa
Hay una v¨ªa abandonada que, partiendo de Puerto Baikal, recorre el lago por el sur. Como ning¨²n convoy circula ya por all¨ª, a la salida de uno de sus muchos t¨²neles es posible detenerse para tomar un ba?o en el lago. El d¨ªa sin viento nos regala una superficie inmaculada que se confunde con el fondo del cielo. El agua es fr¨ªa y dicen que rejuvenecedora, y el chapuz¨®n nos sienta de maravilla. Cuando regresamos, el personal del tren ha preparado una barbacoa en el bosque. Nos reciben con vodka y con toallas, y un grupo de m¨²sica folcl¨®rica local anima los bailes hasta pasada la medianoche, momento de volver al vag¨®n y continuar el camino hacia el este.
Ul¨¢n-Ud¨¦ es la capital de Buriatia, la provincia que mejor conserva las tradiciones cham¨¢nicas que eran mayor¨ªa en Siberia antes de la conquista rusa. Hoy la mayor parte se ha convertido al budismo que ha llegado desde el T¨ªbet a trav¨¦s de China y Mongolia, pero en la pr¨¢ctica ambas tradiciones conviven decorando el paisaje con monolitos multicolores que rinden homenaje a los esp¨ªritus del lugar, al padre cielo y a la madre tierra. Nos desplazamos hasta un asentamiento de antiguos creyentes, cristianos ortodoxos que no quisieron aceptar las reformas del siglo XVII y partieron a pie desde la Rusia europea hasta estas tierras remotas. En el camino aparece una monta?a sagrada para la tradici¨®n cham¨¢nica en cuya cima, excavado en la roca, se observa el agujero que contiene los fuegos ceremoniales.
Retomamos la marcha y poco a poco Rusia va quedando atr¨¢s. Mientras el pianista interpreta As Time Goes By en el vag¨®n bar, la planicie siberiana va cediendo paso a las llanuras mongolas. Apenas cruzamos la frontera, el paisaje se puebla de animales que pr¨¢cticamente no hab¨ªamos visto en el resto del trayecto. Reba?os de caballos y de yaks, de ovejas y de vacas decoran ahora la estepa con los gers (yurtas) de los pastores n¨®madas desperdigados aqu¨ª y all¨¢ como manchas de espuma en un mar de hierba. La nueva parada es Ul¨¢n Bator, la ca¨®tica capital de Mongolia cuyas temperaturas pueden ir de 25 grados bajo cero en invierno a 25 sobre cero en verano. Preparada para albergar unos 600.000 habitantes, hoy posee cerca de un mill¨®n y medio. La gente que emigra desde el campo tiene acceso a la tierra gracias a un programa del Gobierno que se las cede, pero como no tienen dinero para construir instalan all¨ª sus gers. Entre el 60% y el 70% de la poblaci¨®n vive en lo que se llama el Ger District. Al no estar conectados a los servicios b¨¢sicos, estos se calientan con carb¨®n, lo que ha provocado un serio problema de contaminaci¨®n en la ciudad.
Es momento de desplazarse hasta el parque nacional de Terelj, en donde surge la ocasi¨®n de conocer una familia n¨®mada en su h¨¢bitat natural. Nos muestran su yurta, que desmontan en una operaci¨®n que dura media hora para mudarse cuatro veces al a?o (una por cada estaci¨®n), y nos dan a probar los derivados de la leche de sus animales, algunas variedades de queso y una especie de mantequilla ¨¢cida con la que lo sazonan.
La aventura termina en Pek¨ªn. La visita a la capital china, que en cualquier otra circunstancia hubiera constituido un destino en s¨ª misma, se antoja apenas como el amable ep¨ªlogo del viaje. Tardaremos un tiempo en digerir todo lo vivido. No solo los lugares, sino la vida en esos vagones rodantes. Los espacios elegantes, no tanto en el decorado como en el tiempo sin prisas que esa locomotora nos ense?¨®. Ni la gula por fotografiar, ni la prisa por llegar. Una forma de viajar en la que el destino no es lo importante, sino el recorrido que se hace presente en cada r¨ªo y en cada ¨¢rbol. En el di¨¢logo amable con cada viajero con el que se comparte esta enorme experiencia. Algunos volver¨¢n a casa siguiendo el sol. Otros, por el lado contrario. Tan peque?o se nos ha quedado de pronto el planeta. Tan inmensa es la Siberia y la experiencia de recorrerla a paso de tren. A partir de aqu¨ª nos podremos encontrar en cualquier barrio, en Sudam¨¦rica u Ocean¨ªa, en Vladivostok o en Ul¨¢n-Ud¨¦. El discreto encanto con el que este a?oso tren nos ha graduado como ciudadanos de la Tierra.
Javier Arg¨¹ello es autor de la novela Ser rojo (editorial Random House).
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