Una raja de sand¨ªa
Una tarde de confinamiento, la autora hurga en su memoria, practica la arqueolog¨ªa sentimental y se sit¨²a a?os antes en Sicilia, joven, tostada por el sol y con un pedazo de fruta fresca en los labios. Todo era libertad.
Apenas dos semanas despu¨¦s de que cerraran los colegios, desaparecieron del cielo las estelas blancas que dejan los aviones, como si un maestro hubiese borrado los trazos de tiza sobre un encerado azul antes de abandonar el aula. El Gobierno, que hab¨ªa decretado el estado de alarma el 14 de marzo, anunci¨® el cierre de terminales en los principales aeropuertos del pa¨ªs por la ca¨ªda del n¨²mero de vuelos. Las operaciones se hab¨ªan reducido en casi un 90%.
El nuevo virus SARS-CoV-2 era Alien, el octavo pasajero. Hab¨ªa volado en turista y en preferente, en estrechas hileras de asientos y en cabinas de lujo, en desfondados asientos de tela y en amplios asientos de cuero. Los aviones hab¨ªan sobrevolado nuestras cabezas igual que caballos de Troya, con la peste en su seno. El p¨¢nico planetario ante el contagio los forz¨® a aterrizar por tiempo indefinido. En los cielos s¨®lo quedaron aviones ¡°fantasma¡±. Para conservar sus slots, las franjas horarias en las que cada aerol¨ªnea tiene derecho a operar, algunas compa?¨ªas fletaron vuelos vac¨ªos. Semanas despu¨¦s, tambi¨¦n ellos desaparecieron.
En tierra los aviones y en tierra los pasajeros. Confinados. El virus achic¨® el horizonte hasta domesticarlo y movi¨® las fronteras hasta el umbral de cada vivienda. Casa gatera. Casa ¨²tero. Casa telara?a. Casa espejo. Casa clausura. Casa jaula. Casa tumba. Yo no s¨¦ c¨®mo habr¨ªa aguantado el largo encierro sin el sol. Por las tardes sal¨ªa a la terraza de casa con un libro y una cerveza. Cerrar los ojos y sentir el sol, rojo y c¨¢lido, bajo los p¨¢rpados era mi magdalena proustiana, mi alfombra voladora, mi dosis de felicidad. La misma felicidad que hab¨ªa sentido muchos muchos a?os antes en un puesto de sand¨ªas siciliano.
Aunque s¨®lo era media ma?ana, ya hac¨ªa mucho calor. El puesto era una construcci¨®n primitiva: cuatro palos y un toldo que sombreaba las mesas largas y los bancos corridos. En una esquina, sobre el suelo, se alzaba una pir¨¢mide verde de sand¨ªas. Un hombre las cortaba y un chico las serv¨ªa. El puesto estaba al lado de una carretera que atravesaba un paisaje amarillo. A veces pasaba un coche, pero enseguida el cricr¨ª de las chicharras lo convert¨ªa en breve espejismo. C¨®mo gritaban, parec¨ªan el coro de Norma, la ¨®pera de Bellini. En cada mesa hab¨ªa rajas de sand¨ªa, anchas y jugosas como sonrisas. Recuerdo su sabor dulce en la boca, escupir las suaves pipas negras, escuchar c¨®mo se entrelazaban el cricr¨ª y el italiano que hablaban en las mesas vecinas hasta crear una melod¨ªa, vibrante y, al mismo tiempo, tranquilizadora como un mantra repetido sin descanso. La radiante luz de agosto volv¨ªa m¨¢s amarillos los campos, m¨¢s roja la carne de la sand¨ªa.
Diana y yo hab¨ªamos alquilado un coche y durante 15 d¨ªas viajamos por Sicilia con las ventanillas bajadas, las piernas flacas y morenas pegadas por el sudor a la tapicer¨ªa del coche. En mi recuerdo, yo conduzco. La arqueolog¨ªa sentimental es una ciencia inexacta, pero siento mis pies en los pedales, las manos en el volante. La memoria limpia los detalles innecesarios y conserva lo esencial. No recuerdo el coche, s¨®lo el placer de conducir por caminos desconocidos; no recuerdo de d¨®nde ven¨ªamos ni ad¨®nde ¨ªbamos, s¨®lo aquel puesto improvisado a la vera de la carretera. Recuerdo, sobre todo, c¨®mo brillaba la raja de sand¨ªa en nuestras manos como un coraz¨®n. Lo devoramos. ?ramos muy j¨®venes. M¨¢s j¨®venes de lo que son hoy nuestros hijos: la hija de Diana, mi hijo. Ten¨ªamos hambre. Pod¨ªamos caminar durante todo el d¨ªa sin cansarnos. Nadar sin cansarnos. Mirar sin cansarnos. Hablar sin cansarnos. Callar sin cansarnos. Nuestro pasado era muy corto y gran parte de ¨¦l lo hab¨ªamos vivido juntas. Nuestros pies anhelaban el futuro. El presente era la luz, el calor, las chicharras, las rajas de sand¨ªa. El sol era un opi¨¢ceo que se filtraba bajo la piel y recorr¨ªa nuestro cuerpo, nos convert¨ªa en cuerpos. Eso ¨¦ramos nosotras, dos cuerpos j¨®venes y hambrientos.
No hab¨ªamos volado hasta Sicilia como pasajeras. Nosotras ¨¦ramos viajeras. And¨¢bamos abiertas al hallazgo, a lo inesperado, a la aventura, a las sorpresas que depara el mundo. Ten¨ªamos la esperanza de topar con el camino que recorrer¨ªamos a partir de entonces. Est¨¢bamos anhelantes de destino. Y Sicilia nos regal¨® m¨¢s de lo que jam¨¢s hubi¨¦semos sospechado.
He olvidado los lugares monumentales, los palacios, las iglesias, las calles de las ciudades¡ He olvidado todos los recorridos que planificamos cuidadosamente. He olvidado las lecturas, la m¨²sica, los sabores, los museos, los rostros, el mar, el Etna¡ O tal vez no lo he olvidado, sino que todo lo que hicimos, lo que vimos, lo que escuchamos, lo que comimos, lo que bebimos es la sangre que vivifica mi memoria de una Sicilia extraordinaria donde brillan dos soles: uno incandescente en el cielo, otro rojo y dulce que mi amiga y yo devoramos en un puesto instalado en medio de un paisaje amarillo.
La memoria no vive en el pasado. Es una dimensi¨®n temporal y espacial. Interioriza lo que est¨¢ fuera. Transforma tu mirada. Te transforma a ti. No vuelves a ella, ella te acompa?a: es presente y futuro. La memoria es nuestra carne emocional.
A quien visite Sicilia, yo no podr¨ªa recomendarle restaurantes, itinerarios, calas, hoteles, museos¡, pero animar¨ªa encarecidamente a cualquiera a que conociera la isla. Sicilia no es un lugar por el que pas¨¦, como antes hab¨ªa pasado por otras ciudades italianas y por otros pa¨ªses. Sicilia entr¨® dentro de m¨ª, forma parte de m¨ª. ?C¨®mo sucedi¨®? No lo s¨¦. Tampoco s¨¦ por qu¨¦ nos enamoramos de una persona y no de otra. Las cosas m¨¢s importantes en la vida escapan a la raz¨®n. Lo que me sucedi¨® con Sicilia no fue por decisi¨®n propia. Fue aquella isla la que cambi¨® mi percepci¨®n.
En una novela de John Banville, La guitarra azul, la hermana del protagonista lo llama mientras ¨¦l se aleja por la calle. Al girarse, la ve corriendo para alcanzarlo y entonces advierte con asombro c¨®mo su hermana, alta y desgarbada, se parece a toda la familia: a sus padres, a otro hermano que falleci¨® y a ¨¦l, a su hija peque?a muerta y a una multitud de personajes a quienes s¨®lo reconoce a medias. ¡°As¨ª regresaban los muertos, llevados por los vivos para arremolinarse en torno a nosotros, p¨¢lidos espectros de ellos y de nosotros mismos¡±.
No s¨®lo llevamos con nosotros a los muertos, tambi¨¦n llevamos con nosotros los lugares donde fuimos felices y aquellos donde fuimos desgraciados.
Sicilia es un curso de agua helada que recorre una garganta estrecha y sombr¨ªa, los labios azules de Diana, la desesperaci¨®n de estar atrapadas y no poder escapar. Busco el nombre en internet: Le Gole di Alcantara, las gargantas de Alc¨¢ntara, ¡°una formaci¨®n de basalto volc¨¢nica que ha sido erosionada por el r¨ªo que da nombre a las gargantas, esculpiendo un cauce de unos 400 metros de largo por 5 de ancho, cuyas paredes negras reflejan la luz, bosquejando brillos y tonos espectaculares¡±. El agua a veces apenas llegaba a las rodillas y otras nos cubr¨ªa los hombros. Tan pronto el fr¨ªo nos cal¨® los huesos, las paredes se hicieron m¨¢s altas, m¨¢s adusto el aire, m¨¢s inh¨®spita la corriente, m¨¢s largo el camino. Si avanz¨¢bamos era porque los dem¨¢s turistas nos empujaban. Nos casta?eaban los dientes cuando por fin la garganta dio paso a una explanada.
El sol siciliano templ¨® nuestros cuerpos ateridos, pero un soplo fr¨ªo permaneci¨® agazapado dentro.
Sicilia es tambi¨¦n ese soplo fr¨ªo. Hab¨ªamos alquilado el coche en una agencia que llevaba un venezolano muy simp¨¢tico. Era un tipo algo mayor que nosotras, quiz¨¢ ya hab¨ªa cumplido los 30. Nos aconsejaba sitios donde ir, donde comer, donde ba?arnos¡ La ¨²ltima noche nos invit¨® a cenar a su casa con otros amigos. Ya casi de madrugada, antes de regresar a nuestro hotel, nos regal¨® dos frascos de cristal, uno para cada una. Nos previno que si uno se romp¨ªa, la due?a deb¨ªa avisar a la otra para que rompiese a su vez su frasco. Con sus palabras cre¨® un nuevo lazo, hermoso y fr¨¢gil, entre nosotras. En la puerta de su casa, al despedirnos, hubo un momento de vacilaci¨®n. Diana regres¨® sola al hotel. Cuando entr¨¦ en nuestra habitaci¨®n al d¨ªa siguiente, me ech¨¦ en la cama, junto a ella, y me rode¨® con los brazos en silencio.
Regresamos a Madrid. Al entrar en casa, volqu¨¦ el contenido de la bolsa en el suelo, sin acordarme del frasco que con tanto cuidado hab¨ªa envuelto en Sicilia. O¨ª el cristal hacerse a?icos. Sent¨ª c¨®mo los pedazos se me clavaban dentro. Llam¨¦ inmediatamente a Diana para que rompiese su frasco. Cuando le cont¨¦ lo sucedido, permaneci¨® en silencio. Le ped¨ª que lo rompiese en ese momento. Necesitaba escuchar el estallido del vidrio. Lo hizo.
Sicilia es una raja de sand¨ªa, una garganta de agua sombr¨ªa, un amor que te hiela el coraz¨®n.
Nuria Barrios. Madrid, 1962, es doctora en Filosof¨ªa, periodista, escritora y traductora al espa?ol de la obra del novelista John Banville. Inici¨® su carrera literaria en 1998 con la novela Amores patol¨®gicos. Ha escrito, adem¨¢s, cuentos, poes¨ªa y relatos. Su ¨²ltimo libro es Todo arde (Alfaguara, 2020).
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