En el principio fueron los labios
Cuando no somos capaces de resolver los conflictos meneando los labios, acabamos por ense?ar los dientes |?Columna de Irene Vallejo
Al hablar, como al cantar, nos convertimos en un instrumento musical de carne. Ciertas personas son capaces de seducir con el erotismo de sus palabras, apenas una fr¨¢gil brizna de viento que brota del temblor de la garganta y una caricia de la lengua. Las cuerdas vocales, imprescindibles para que nazca la voz, en realidad no tienen forma de arpa; se parecen m¨¢s a unos labios ¡ªsonrisas interiores y verticales¡ª que vibran al paso de una columna de aire. Como escribi¨® el poeta Fernando Pessoa: ¡°Las palabras son para m¨ª cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. El deseo crea en m¨ª ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremece si hablan bien¡±.
Existe un arte de fascinar a los dem¨¢s con el discurso, y sus m¨¢s tempranos maestros fueron los sofistas griegos. Su trabajo naci¨® a la par que la democracia, cuando por primera vez en la historia los ciudadanos tuvieron voz para intervenir en la asamblea ¡ªsalvo las mujeres, esclavos y extranjeros: calladitos estaban m¨¢s guapos¡ª. La oratoria, con sus t¨¦cnicas, debates y repertorios, fue en origen un hallazgo revolucionario de nuestros antepasados, que la incluyeron en sus programas educativos. El fil¨®sofo Gorgias contrapon¨ªa su peque?o tama?o a sus enormes repercusiones: ¡°La palabra es un poderoso soberano, que con un cuerpo peque?¨ªsimo e invisible realiza empresas divinas: eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegr¨ªa, aumentar la compasi¨®n¡±.
La democracia es una invenci¨®n polif¨®nica y extravagante. En la mayor parte de las especies no son muy habituales las votaciones, los debates, los consensos y los acuerdos por mayor¨ªa. Este estrafalario sistema de organizaci¨®n intenta trenzar una convivencia apoyada no en la fuerza, sino en una delicada urdimbre de acuerdos y en un di¨¢logo incesante. No en vano, llamamos parlamento al espacio parlanch¨ªn donde se engendran las leyes y donde los gobernantes responden. Y tal vez por eso, all¨ª donde estalla el estruendo b¨¦lico, la guerra es confusi¨®n, y la paz, conversaciones.
Para compartir y convivir hay que cultivar la escucha: necesitamos reflexiones serenas y cuidadosas, esas voces discretas que, ante el griter¨ªo, pueden terminar por guardar silencio, t¨ªmidas e intimidadas, con un nudo en la garganta. En un clima de susceptibilidad y hostilidad, hablar en p¨²blico puede ser un ejercicio aterrador. Los psic¨®logos le dan un nombre griego: glosofobia. Una encuesta revel¨® que tomar la palabra ante una audiencia es una de las experiencias cotidianas m¨¢s aterradoras en opini¨®n de los norteamericanos, por delante de la muerte, las ara?as y la oscuridad. En un funeral, los asistentes preferir¨ªan ocupar el puesto del difunto antes que pronunciar el discurso en su honor. Gabriel Conroy, el protagonista del relato Los muertos, de James Joyce, asiste a una fiesta organizada por sus ancianas t¨ªas, Kate y Julia. Bajo la aparente placidez de la celebraci¨®n navide?a, sufre por el discurso que debe pronunciar tras la cena, cohibido por los reproches de una antigua amiga. La angustia le impide percibir la amenaza de una devastadora revelaci¨®n. Cuando puede escabullirse de los grupos de invitados, saca a escondidas un papel del bolsillo y repasa el guion. Duda, suda. A punto de sufrir un gran se¨ªsmo personal, su gran preocupaci¨®n es c¨®mo sobrevivir a su perorata.
El arte de hablar bien apela a la palabra que nutre el pensamiento y no el v¨¦rtigo. La que entreteje iron¨ªa y poes¨ªa, donde palpita el sentido. La que hila significados y revela matices, no el lenguaje sobresaltado, hist¨¦rico, que reduce el mundo a un titular. De hecho, la pol¨ªtica destemplada recurre con demasiada frecuencia a un t¨¦rmino de origen ga¨¦lico, ¡°eslogan¡±, que significaba ¡°grito de guerra¡± y era la invocaci¨®n a las armas de un clan escoc¨¦s. Cuando no somos capaces de resolver los conflictos meneando los labios, acabamos por ense?ar los dientes. Entre el temor, el temblor y la seducci¨®n, a todos nos gusta sonar afinados. Encontrar una frase poderosa, divertida e ingeniosa es uno de los grandes placeres de la vida: la dicha de los dichos.
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