Por no molestar
Estas mujeres de abnegaci¨®n extrema van desapareciendo, pero sigue quedando un eco de esa patol¨®gica falta de autoestima
Hay un tipo de mujer que llega a conmoverme hasta las l¨¢grimas. Que es a la vez grandiosa y desastrosa. A la que admiro tanto como me desespera. Cada vez hay menos, y eso en realidad es bueno, pero a¨²n quedan bastantes. Son f¨¢cilmente distinguibles, por ejemplo, en los pasos de cebra. Te detienes con el coche ante una se?ora mayor, de estas que andan con bamboleo marino y despacito, y al verte la mujer se lanza a una de esas carreras imposibles, a un penoso trote cochinero con el que apenas logra avanzar m¨¢s r¨¢pido y que tan solo la pone en riesgo de caerse. Y a ti te dan ganas de salir del veh¨ªculo y agarrarla por los hombros, besar esa mejilla contra¨ªda por el esfuerzo y decirle: tranquila, no corras, no es necesario, est¨¢s en tu derecho de cruzar y no molestas.
Porque, por desgracia, eso es lo que sucede. Son mujeres con un sentido tan humilde de su propia realidad, de sus necesidades y derechos, que siempre creen que est¨¢n molestando. No son en absoluto idiotas; si se sienten as¨ª, es porque el mundo se ha encargado de educarlas de forma machacona en esa postergaci¨®n, en la posici¨®n zeta de la escala social. Todo en su entorno les ha dicho, desde siempre, que sus deseos y sus necesidades son las ¨²ltimas. Ellas, generosas y estoicas hasta la heroicidad, han asumido ese no lugar del sacrificio sin resquemores ni reivindicaciones. Y desde ah¨ª, desde el puesto m¨¢s modesto de la realidad, han sido y son capaces de mover el mundo. Sin ellas, la vida hubiera sido m¨¢s pobre y m¨¢s dif¨ªcil. Hacen maravillas. Son la sal de la Tierra.
Ya hab¨ªa hablado de ellas con anterioridad, pero hoy vuelvo al tema por algo que acaba de suceder. He tenido la suerte de tratar muy de cerca a una de estas mujeres maravillosas. Cuando la conoc¨ª, hace 45 a?os, ella ten¨ªa unos 50 y apenas sab¨ªa leer y escribir (por entonces a¨²n quedaba mucho analfabetismo en Espa?a). De todos los hermanos, ella hab¨ªa sido la designada para cuidar a los padres hasta su muerte, destino habitual en estas mujeres que ella cumpli¨® con abnegaci¨®n y sin rechistar. No se cas¨®, y que yo sepa jam¨¢s tuvo relaciones con ning¨²n hombre. Tampoco se amarg¨® por eso. A los 50 se puso a estudiar, y no solo se alfabetiz¨® por completo, sino que adem¨¢s se sac¨® el graduado escolar. Proven¨ªa de un medio social muy pobre, de la Espa?a profunda, pero siempre tuvo una elegancia natural y un sentido est¨¦tico innato y formidable. Hac¨ªa preciosas labores manuales y era capaz de improvisar con cuatro hierbajos hermosos ramos de flores dignos de un concurso de ikebana.
Esta mujer, vamos a llamarla C., tiene ahora 92 a?os, y, dentro de lo que cabe, sigue siendo la misma. Hace unas semanas se cay¨® y se rompi¨® la cadera; la operaron, se recuper¨® bien y le dieron el alta. Iba a irse ya a su casa cuando intent¨® levantarse de la cama ella sola. Como es natural, volvi¨® a caerse. Nueva rotura, nueva intervenci¨®n quir¨²rgica. Y todo eso sucedi¨® porque no quer¨ªa molestar.
C. es fuerte como un roble y se recuperar¨¢, pero esta historia me ha parecido una f¨¢bula ejemplar. Una sociedad que condena a parte de su poblaci¨®n a vivir en la periferia de la vida paga un precio elevado. Son heroicas, son estoicas, son maravillosas estas mujeres, pero no conocer ni ocupar tu propio lugar sobre la Tierra provoca una cascada de nefastos efectos secundarios, un alud de desgracias. Un corrimiento perverso del lugar de todos los dem¨¢s. Por no molestar, C. no solo se puso en grave riesgo f¨ªsico, sino que adem¨¢s caus¨® una catastr¨®fica molestia a su familia y un gasto innecesario a la Seguridad Social. Ya se sabe que el infierno est¨¢ empedrado de buenas intenciones.
Ya digo que estas mujeres de abnegaci¨®n extrema van desapareciendo, al menos en el mundo occidental. Pero en las siguientes generaciones sigue quedando un eco de esa patol¨®gica falta de autoestima. Siempre he envidiado la tenaz naturalidad con la que los hombres priorizan sus propios deseos. Mientras que, para nosotras, nuestros deseos nos parecen m¨¢s superficiales, menos trascendentales, m¨¢s prescindibles. Se nos ha ense?ado a vivir para el deseo de los otros: padres, hijos, pareja, y muchas todav¨ªa guardan resabios de eso. Es una versi¨®n aguada del no molestar. Recuerda: si t¨² no te tomas en serio, fogosa y profundamente en serio, y no priorizas tus necesidades, ?qui¨¦n m¨¢s lo va a hacer? Porque, adem¨¢s, perder el propio lugar no solo es enfermizo y da?ino para ti, sino, como ense?a el tropez¨®n de C., un verdadero desastre para todos.
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