Qu¨¦ ser¨ªa de la gastronom¨ªa espa?ola sin los arrieros
Durante siglos, estos transportistas abastecieron de alimentos a los habitantes m¨¢s aislados de la Pen¨ªnsula e hicieron que llegaran al norte los ajos manchegos, el aceite andaluz o el piment¨®n extreme?o
?Por qu¨¦ el pulpo a feira lleva piment¨®n y aceite, dos ingredientes que no se producen en la Galicia h¨²meda y fr¨ªa? ?Por qu¨¦ en la ciudad aragonesa de Calatayud, tan lejos de la costa, se come durante la Cuaresma un congrio con garbanzos llamado a la bilbilitana? ?Por qu¨¦ en Castilla-La Mancha preparan tiznao, atascaburras o moje de sardinas? La respuesta al origen de todas estas recetas tradicionales, muchas de ellas propias de las largas abstinencias a las que se deb¨ªa ce?ir todo buen cat¨®lico, est¨¢ en el trabajo de los arrieros. De norte a sur, desde el siglo IX hasta bien entrado el XIX, la arrier¨ªa abasteci¨® de todo lo imprescindible ¡ªalimentos, cordeler¨ªa, lana, seda, sal, vidrio, g¨¦neros de botica, tabacos o especias¡ª a los aislados habitantes de la Pen¨ªnsula sin m¨¢s medios que unas mulas, bueyes de carga e ingeniosos sistemas de conservaci¨®n y transporte. Sin ellos, la mitad de nuestro corpus gastron¨®mico no existir¨ªa.
Los arrieros, tambi¨¦n llamados carreteros, muleros o traginers, comerciaban siguiendo una serie de caminos tortuosos de varias jornadas de viaje a lomos de animales, sobre todo, recuas de mulos, los ¨²nicos que pod¨ªan transitar sin despe?arse. A veces, cuando se ensanchaba la senda, las enormes carretas tiradas por bueyes pod¨ªan, incluso, llevar entre sus mercanc¨ªas de carb¨®n, troncos y congrios del Finisterre a viajeros que no hallaban otro modo de acceder a lugares aislados. La imagen de estas bestias cansadas y ruidosas aparece entre las p¨¢ginas de El Quijote como parte del paisaje de aquellos tiempos: ¡°Oyose asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrido ¨¢spero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan¡±.
El reguero de personas, animales y productos b¨¢sicos fue incesante y propici¨® que el norte dispusiera de sal y aceite andaluz, ajos manchegos, legumbres castellanas y, sobre todo, a partir de finales del XVIII, del valorado piment¨®n extreme?o o murciano que conserv¨® y ti?¨® todos los grandes chorizos espa?oles, ya sean gallegos, leoneses o asturianos. Fue esta nueva especia la base de las alladas, la salsa b¨¢sica de ajo, aceite y piment¨®n que acompa?a a los congrios y caldeiradas. Una salsa que hoy es s¨ªmbolo de identidad culinaria, pero que est¨¢ basada en el intercambio.
Pero, de entre toda la pl¨¦yade de arrieros que convivieron por las antiguas sendas, muchos de ellos simples labradores que encontraron en este oficio una forma de ayudar en la econom¨ªa familiar siempre paup¨¦rrima, fueron los maragatos los que dieron fama y lustre a esta instituci¨®n por contar con el favor y los beneficios de las Casas Reales que confiaban a estos rudos emprendedores el honor de proveerles del pescado durante los d¨ªas de abstinencia y ayuno que pod¨ªan alcanzar, sin prerrogativa papal por medio, la mitad de los d¨ªas del a?o. L¨®gicamente, era durante la Cuaresma cuando la cristiandad echaba los restos en cuesti¨®n de penitencias y ayunos. Desde la pobre escudilla de sopa escaldada con pan, ajo y sebo, la miga del pastor o la legumbre del labriego, todo quedaba desnudo de manteca y vestido de escamas.
La Maragater¨ªa fue tambi¨¦n la responsable de la creaci¨®n de una red de caminos cuyo trazado radial comunicaba la capital con los diferentes puntos del mapa, lo que mejor¨® mucho la distribuci¨®n de mercanc¨ªas, especialmente tras la llegada al poder de los Borbones en el siglo XVIII. A¨²n perduran la llamada Calzada Real, Carrera de Galicia, Camino Real o Camino Gallego que los arrieros compart¨ªan con los peregrinos, los soldados, los segadores, vendimiadores o pastores trashumantes que se desplazaban all¨ª donde les llevara la suerte y la poca comida, que casi siempre hab¨ªa que compartir. De ah¨ª el dicho ¡°arrieros somos y por el camino nos encontraremos¡±, porque la camarader¨ªa era fundamental para sobrevivir en un mundo lleno de incomodidades y peligros. A ellos, a los mercaderes de entonces y a su necesidad de encontrar un plato caliente, cobijo nocturno y descanso para hombres y bestias, se crearon muchas de las ventas y ventorrillos que a¨²n perduran. El maragato experimentado conoc¨ªa tanto los servicios de postas como los lugares donde hab¨ªa neveros o cuevas de nieve donde colocar su material m¨¢s delicado: el pescado fresco. Algunos enormes congrios salidos de Mux¨ªa, en A Coru?a, dicen que llegaban intactos envueltos en paja hasta Calatayud donde ser¨ªan intercambiados por el aparejo de los barcos que se constru¨ªan en los astilleros artesanales de la localidad aragonesa, as¨ª como las sogas y cordajes que dieron fama a Calatayud en el siglo XV, seg¨²n cuenta el autor de En Busca de lo aut¨¦ntico (Ed. Trea), Francisco Abad Alegr¨ªa.
Toda una proeza que las pescader¨ªas madrile?as y los nobles de la corte pagaban bien, por lo que el oficio fue adquiriendo cada vez mayor relevancia social, como indica la pervivencia de una f¨®rmula gastron¨®mica que lleva su nombre. Abad Alegr¨ªa se?ala que la primitiva forma del ajoarriero que aparece en el recetario de Mart¨ªnez Monti?o (siglo XVII) se preparaba con un pescado que llegaba desde Flandes, el escotafix, un ¡°extraordinario pescado que no lo hay en Espa?a¡±, al que hab¨ªa que aporrear para ablandar su carne y espinas endurecidas en sal. En esta vieja receta se fre¨ªa cebolla en manteca, se majaba en un almirez el pimiento molido y se aligeraba con algo de leche. El cocinero y fraile aragon¨¦s Altamira lo guisaba con un poquito de agrio o vinagre. En Extremadura se le a?ade comino, guindilla y pan remojado, y el gallego ?ngel Muro le echaba mucho ajo frito, piment¨®n, aceite y vinagre. As¨ª, hasta llegar a d¨ªa de hoy donde el ajoarriero ha ido cambiando su r¨²stico aspecto por salsas de sofritos generosos con abundante cebolla y pimientos frescos de las huertas de Arag¨®n, Navarra o La Rioja. Todo un ejemplo de que en la era moderna ya no se necesitan ni ajos ni prescripciones religiosas para sobrevivir.
Al arriero se lo llev¨® por delante el ferrocarril y la refrigeraci¨®n. Aquella comida incorrupta que salvaba de la condena eterna, del hambre o de ambas cosas, ya no es necesaria, pero s¨ª conveniente su recuerdo.
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