Sueldos miserables, hacinamiento y frustraci¨®n: el sue?o migrante se estrella en Ciudad de M¨¦xico
Miles de migrantes centroamericanos y haitianos ven en la capital el ¨²nico destino posible ante la represi¨®n estadounidense en la frontera. Pero los bajos salarios, el alto precio de la vivienda y la falta de una respuesta a su solicitud de asilo los ha dejado varados en el pa¨ªs
En la ¨²ltima caravana de migrantes que parti¨® el pasado fin de semana de Tapachula, en Chiapas, uno de los hombres que caminaban en la primera fila gritaba: ¡°Queremos llegar a la Ciudad de M¨¦xico¡±. La capital del pa¨ªs se ha convertido en la nueva tierra prometida. Estados Unidos queda demasiado lejos para una ola de cientos de hombres, mujeres y ni?os deshechos, sin m¨¢s ahorros que los que les env¨ªan sus familiares y los que todav¨ªa las mafias no han logrado arrebatarles. Las im¨¢genes de la represi¨®n de la patrulla fronteriza estadounidense de hace unos meses les envi¨® un mensaje muy claro: qu¨¦dense del otro lado. Mientras avanzaban hacia el norte, cruzando pueblos, selva y v¨ªas del tren, Daniel Arias los segu¨ªa desde su celular sorprendido: ¡°?En serio quieren venir ac¨¢?¡±.
Arias tiene 18 a?os y lleva tres sobreviviendo en la capital de M¨¦xico desde que lleg¨® de un pueblito de El Salvador. Jam¨¢s se imagin¨® que su ¨²ltima parada en La Bestia ¡ªel temido tren de mercanc¨ªas que transporta tambi¨¦n en su lomo miles de migrantes¡ª ser¨ªa en esta ciudad, antes de tiempo. Pero estaba muy chiquito para continuar solo hacia el norte. Sus hermanos, algunos lo hab¨ªan hecho ya tres veces ¡ªy tres veces deportados¡ª, le aconsejaron asentarse en el pa¨ªs. Y a ¨¦l le sigue dando mucho miedo las historias que vienen del desierto, del R¨ªo Bravo, del narco y las masacres.
Pero M¨¦xico tampoco es Oklahoma. De donde le llegaban por tel¨¦fono las historias de prosperidad a su casita salvadore?a. Su hermano ganaba en d¨®lares, muchos m¨¢s a la semana de los que hab¨ªan pasado por la choza de los Arias en la vida. Y su sueldo los libraba de m¨¢s jornadas de sol a sol trabajando la tierra: ma¨ªz y frijoles. Gracias a los d¨®lares, Arias pudo ir a la escuela. Y antes de que le ense?aran a leer, aprendi¨® lo que era la muerte. A su padre lo asesinaron a balazos delante de ¨¦l cuando ten¨ªa seis a?os. Y solo por eso, nunca quiso meterse a una pandilla. El menor de nueve hermanos huy¨® de El Salvador el d¨ªa que unos mareros amenazaron con matarlo a ¨¦l y a cualquier hombre de su sangre.
A su madre prefiere no contarle que ha dormido en cajeros en el Estado de M¨¦xico. Tampoco que los bancos de la Alameda, en el centro de la capital, son un lugar seguro, donde adem¨¢s por las noches bailan cumbia y le amenizan el sue?o. Mucho menos que cuando por fin consigui¨® un trabajo, en un taller de herrer¨ªa, una clienta le grit¨®: ¡°Vete a tu pa¨ªs, muerto de hambre¡±, y ¨¦l no se qued¨® callado. Y ahora no tiene m¨¢s ingreso que un plato de arroz con pollo que est¨¢ a punto de comerse en un albergue para migrantes. Que comparte un cuarto de literas sin ventanas con seis haitianos.
¡°?Y por qu¨¦ quieren venir ac¨¢?¡±
Gabriela Hern¨¢ndez dirige Casa Toch¨¢n, uno de los pocos centros de Ciudad de M¨¦xico que dan asilo a la nueva ola de migrantes que buscan en la capital lo que hace unos meses hubieran buscado en Estados Unidos. De enero a septiembre de este a?o, han llegado a la ciudad al menos 11.311 personas, seg¨²n las cifras de la Comisi¨®n Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar). Unas estad¨ªsticas que posiblemente escondan a todos aquellos que no han iniciado el tr¨¢mite todav¨ªa; o que lo hicieron en Chiapas, pero se hartaron de esperar una respuesta ¡ªen la frontera sur lo han solicitado m¨¢s de 63.000, la cifra m¨¢s alta de la historia¡ª o quienes directamente no han podido hacerlo.
Do?a Gaby, como la llaman los inquilinos, batalla estos d¨ªas para aprovechar cada rinc¨®n de este espacio en obra gris. Un entramado de cuartos, escaleras y m¨¢s cuartos improvisados de l¨¢mina donde conviven en literas 32 migrantes, en su mayor¨ªa hombres haitianos que llegaron hace un mes desde Tapachula. ¡°Esos d¨ªas llegamos a ser m¨¢s de 80 personas. Se colocaron colchones en los pasillos, en la terraza, en la puerta de los ba?os¡±, cuenta la directora.
Desde el albergue, que no obtiene apoyo institucional y solo se financia a trav¨¦s de donaciones particulares, tratan de conseguirles un trabajo y que poco a poco logren independizarse. Pero est¨¢ siendo especialmente duro para la poblaci¨®n haitiana, pues la barrera del idioma supone un obst¨¢culo m¨¢s para los posibles empleadores, seg¨²n cuenta Hern¨¢ndez. Los que han conseguido alg¨²n trabajo temporal lo han hecho en una obra en la calle de atr¨¢s, 200 pesos al d¨ªa (casi 10 d¨®lares). Y los jueves, entre talleres de asesor¨ªa jur¨ªdica para sus tr¨¢mites de asilo, dan clases de espa?ol.
El Gobierno de la capital, liderado por Claudia Sheinbaum, advirti¨® de que no se tomar¨ªan medidas excepcionales ante la nueva llegada de cientos de migrantes. No se habilitar¨¢n albergues gubernamentales ni otra medida que palie la presi¨®n que reciben estos d¨ªas los centros de la sociedad civil. ¡°Por lo que conocemos, no va a ser muy larga su presencia¡±, apunt¨® hace unas semanas la mandataria. La ¨²nica opci¨®n que tienen es solicitar en refugio en la Comar ¡ªrebasada de casos y con poco presupuesto¡ª y regularizar su estancia para conseguir un empleo formal. Pero la burocracia ha extendido los plazos de lo posible y muchos llevan meses sin una respuesta. Mientras eso sucede, la ¨²nica salida es tratar de sobrevivir.
Si Arias pudiera elegir, porque escoger la muerte no es una opci¨®n, volver¨ªa a su pueblo. Echa de menos el campo, el aire fresco, jugar al f¨²tbol con sus amigos, salir a caminar de la mano de su madre despu¨¦s de comer. Extra?a mucho a su madre. Ahora vive en una colonia de callejones grises y casitas empinadas, sin m¨¢s ¨¢rea verde que el huerto urbano que una ONG ha instalado en la azotea del albergue. Y los meses, como este, en los que no hay trabajo, ni un peso para ir al cine, se la pasa pegado a Facebook. ¡°?Y por qu¨¦ quieren venir ac¨¢?¡±, insiste mientras observa los v¨ªdeos de la ¨²ltima caravana.
¡°Ganamos lo justo para comer¡±
A media hora en coche de all¨ª, un grupo de haitianos busca sobrevivir colocando y cargando cajas en la Central de Abastos, el mercado m¨¢s grande del pa¨ªs. Max Boyer, de 24 a?os, Gerline Louis, de 25, y Jean Hyppolite, 45, forman parte de los m¨¢s de 500 compatriotas que lograron romper el cerco de Tapachula, en la frontera sur, y llegar a la capital en autobuses hace un mes.
Se levantan a las cinco de la ma?ana. Se lavan la cara. Se ponen la ropa. Apenas desayunan: a esas horas nada entra. Tienen que tomar un metro y un autob¨²s para recorrer un trayecto de m¨¢s de dos horas desde el centro de la capital, donde viven en una pensi¨®n, hasta su puesto de trabajo: una comercializadora que lo mismo vende especias que legumbres, salsas, siropes o mezcla para micheladas. Las cajas llegan desde el suelo hasta el techo. El mostrador tiene expositores de cristal con chocolates, frutos secos y golosinas. ¡°?bamos hacia Estados Unidos, pero no porque amemos ese pa¨ªs, queremos una vida mejor. Si conseguimos trabajo y papeles aqu¨ª, nos quedamos en M¨¦xico¡±, cuenta Boyer.
Boyer y Louis son pareja desde que se conocieron hace a?os en Chile. Para la mayor¨ªa de los haitianos el viaje comenz¨® hace a?os: de la isla a Sudam¨¦rica. ?l, t¨¦cnico inform¨¢tico, viaj¨® con 19 a?os, solo. Ella un poco despu¨¦s. En Hait¨ª estudi¨® Qu¨ªmica y trabajaba en un laboratorio. Pero ahora no encuentra nada de lo suyo, comenta mientras coloca botes de salsa en una de las estanter¨ªas del puesto de la Central de Abastos. Boyer fue el primero en conseguir empleo al llegar a la capital. De Tapachula se vinieron con una sorpresa inesperada. Louis estaba embarazada. Pero a los pocos d¨ªas, comenz¨® a sentir mucho dolor de cabeza. Le subi¨® la presi¨®n. Se cay¨®. Empez¨® a sangrar. Perdi¨® el beb¨¦. Hace una semana, se sum¨® al trabajo junto a Boyer e Hyppolite, que entr¨® poco antes que ella.
Louis ve la realidad con crudeza. A la fuerza, se ha vuelto la m¨¢s pesimista de los tres. Cuando habla siempre gasta un tono serio, sobrio. Y domina el ambiente una pregunta, una duda constante: despu¨¦s de llevar fuera de casa a?os; de haber atravesado una docena de pa¨ªses buscando una vida mejor en un viaje en el que cada esquina representa un nuevo peligro; de llegar a una ciudad donde se supone que al pedir el refugio deben acoger al migrante, pero donde en realidad no queda de otra que resistir; de no ganar lo suficiente ni para enviar dinero a casa; de sentir el riesgo permanente de ser deportada, ?alg¨²n d¨ªa acabar¨¢ todo esto?
¡°Esto no es como pens¨¢bamos¡±, apunta Louis. Los tres cobran 250 pesos al d¨ªa (poco m¨¢s de 12 d¨®lares), descansan el domingo y viven en el cuarto de una pensi¨®n en el centro de la ciudad que les cuesta 1.600 pesos al mes (casi 78 d¨®lares). No tienen cocina, preparan la comida en un fog¨®n el¨¦ctrico. ¡°No s¨¦ si quedarme, no cobro bien por los trabajos. Solo ganamos lo justo para comer y la casa no es buena¡±, contin¨²a la chica. ¡°Ni siquiera podemos hacer nuestra comida. Llego muy cansada, no me da tiempo a cocinar. Mi mam¨¢ en Hait¨ª no trabaja, tengo tres hermanas, siete sobrinos, ellos son mi responsabilidad, tengo que mandar dinero, y todav¨ªa no mando nada. Pero no quiero volver, es peligroso. All¨ª matan personas por puro gusto¡±.
Lo ¨²nico que hacen es trabajar. Cuando acaban, se van a su pensi¨®n. Tienen miedo de que les pare la polic¨ªa si est¨¢n en la calle. Los dos pasaron por Brasil despu¨¦s de Chile, pero tampoco les convenci¨®. ¡°En Chile el dinero alcanzaba, pero no ten¨ªa papeles; en Brasil ten¨ªa papeles, pero no dinero¡±, resume Boyer. Hyppolite, por su parte, sali¨® de Hait¨ª hace casi dos a?os y fue directamente a Brasil, pero el salario tampoco le llegaba. Su familia est¨¢ diseminada por el continente, busc¨¢ndose la vida, y su ¨²nico objetivo es poder enviarles remesas.
Racismo
Olga Mart¨ªnez, la gerente del local en el que trabajan, explica que es complicado conseguirles empleo por el racismo que todav¨ªa existe en la sociedad mexicana: ¡°Unos tipos me maltrataron a Max porque no quer¨ªan que tocara la mercanc¨ªa por el color de su piel¡±. Cuando contrat¨® a Boyer, Hyppolite comenz¨® a acudir tambi¨¦n a la tienda, confiando en que pudieran encontrarle alguna tarea. Le siguieron m¨¢s haitianos. ¡°Se quedaban fuera parados esperando a que saliera algo, era terrible. Ahora hay puestos que me piden trabajadores. Me han tomado como una agencia¡±, narra Mart¨ªnez.
Cuando empieza a caer el sol, se suben a un autob¨²s atestado de pasajeros de regreso a la pensi¨®n. Hoy Hyppolite ha tenido suerte: ha conseguido un sitio junto a la ventana. El cansancio sobre los hombros y los ¨²ltimos rayos de luz en los ojos le cierran poco a poco los p¨¢rpados. Pero el transbordo llega antes de lo esperado e interrumpe el sue?o. Carga un racimo de pl¨¢tanos que ha comprado en el mercado. La cena de esta noche. Los tres arrastran los pies hacia el metro. Empiezan a hablar entre ellos en franc¨¦s. Se r¨ªen. Y, de pronto, son solo tres trabajadores m¨¢s que vuelven a casa despu¨¦s de una larga jornada, bromeando, como si se hubiera abierto un breve par¨¦ntesis, como si el camino del migrante se hubiera detenido ah¨ª, y la vida fuera del vag¨®n no existiera por un rato.
La ¨²ltima caravana con cientos de migrantes haitianos y centroamericanos que parti¨® de Tapachula rumbo a la capital a¨²n est¨¢ por llegar. Este monstruo de 20 millones de habitantes que van y vienen todos los d¨ªas tiene la capacidad de absorber cualquier reto demogr¨¢fico, desde ind¨ªgenas de la sierra de Oaxaca hasta afroamericanos de Hait¨ª. Pero esconde tambi¨¦n otra realidad, la de 2,5 millones de pobres. Y a partir de esta semana, unos cientos m¨¢s. Sin m¨¢s apoyo institucional que el de esperar un tr¨¢mite de refugio y la solidaridad de las ONG, el sue?o migrante se estrella en Ciudad de M¨¦xico.
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