Comparaciones reales
Los defensores de Juan Carlos I consideran que su papel en la Transici¨®n supera sus corruptelas, pero olvidan que ha dejado tras de s¨ª un pa¨ªs dividido ante la jefatura del Estado, por lo que nunca podr¨¢ ser celebrado como lo ha sido Isabel II
Les supongo agotados tras el atrac¨®n informativo que se ha producido con motivo del fallecimiento de la reina Isabel II en el Reino Unido. Todo ha sido excesivo, la cantidad de tiempo y espacio dedicado al suceso, los textos exaltados de celebraci¨®n de la monarqu¨ªa brit¨¢nica, las reacciones populares, miles de personas esperando durante largas horas para pasar a toda velocidad delante del f¨¦retro, el arresto de unos pocos republicanos que se han atrevido a protestar, en fin, una extravagancia muy de nuestro tiempo. Por casualidades de la vida, me ha tocado vivirlo en Inglaterra y les aseguro que ha habido que armarse de paciencia. Lo malo es que no se pod¨ªa huir a ninguna parte, pues pr¨¢cticamente todo el planeta estaba pendiente del asunto. Este lunes, por fin, enterraron a la reina.
En medio de todo este l¨ªo, era inevitable que en alg¨²n momento alguien se animara a establecer una comparaci¨®n entre Isabel II y Juan Carlos I. En las p¨¢ginas de este peri¨®dico, el m¨¦rito corresponde a Laurence Debray, una de las pocas apologetas del rey Juan Carlos I y alguien que opina sin pelos en la lengua.
Su art¨ªculo era peculiar por motivos muy variados. Peculiar era la forma de componer la pieza, utilizando la primera persona del plural: ¡°Europa ha perdido a su querida abuela. Todos vamos a llorarla¡±, u ¡°hoy nos despertamos todos un poco hu¨¦rfanos¡±. Estos lugares comunes se ¡°nos¡± pueden atragantar si se escriben en singular, pero en plural resultan un tanto irritantes.
Y peculiar, sin duda, es la comparaci¨®n que ofrece entre las sociedades brit¨¢nica y espa?ola por lo que toca a sus comportamientos y actitudes con respecto a Isabel II y Juan Carlos I, respectivamente. Mientras que los brit¨¢nicos, a su juicio, forman una sociedad unida en torno a su reina, cuya muerte ha supuesto una inyecci¨®n de cohesi¨®n y fraternidad, los espa?oles, divididos en bandos ideol¨®gicos, somos incapaces de valorar y celebrar conjuntamente a Juan Carlos I.
Seg¨²n Debray, el reinado de Isabel II palidece ante el de su hom¨®logo espa?ol: la reina brit¨¢nica no tuvo que ¡°forjar una democracia¡± ni parar un golpe de Estado. Durante su largo reinado, se produjo la descomposici¨®n del Imperio Brit¨¢nico e incluso el aislamiento de su pa¨ªs tras el abandono de la Uni¨®n Europea. En cambio, Juan Carlos I coloc¨® a Espa?a en la escena internacional. Y, pese a estos logros tan dispares y favorables sin duda al rey de Espa?a, Isabel II se ha ido a la tumba en loor de multitudes, mientras que Juan Carlos I vive un triste exilio en Abu Dabi, capital de los Emiratos ?rabes Unidos, repudiado por su pueblo, un pueblo ingrato y desagradecido que no sabe apreciar los servicios prestados por el monarca.
De acuerdo con la sagaz observaci¨®n de Debray, en ambas monarqu¨ªas se han registrado algunos incidentes desgraciados, pero incluso en este terreno la Monarqu¨ªa espa?ola sale bien parada: m¨¢s grave le parece a la autora del art¨ªculo el esc¨¢ndalo del hijo de la reina, el pr¨ªncipe Andr¨¦s, involucrado en la trama de Jeffrey Epstein, que ¡°una cacer¨ªa de elefantes y una cuenta bancaria en Suiza¡±.
Como colaborador habitual en prensa escrita, soy perfectamente consciente de las angustias que se pasan ante el l¨ªmite infranqueable de palabras que nos asignan los directores de opini¨®n y que nos vemos obligados a cumplir con disciplina marcial. No obstante, espacio ten¨ªa Debray para alargar un poco la lista de pecadillos de la familia real espa?ola: adem¨¢s de la cacer¨ªa y la cuenta suiza, no nos olvidemos de muchos esc¨¢ndalos que han salido a la luz, como el caso N¨®os; el uso de tarjetas black por parte de toda la familia (incluidos los nietos) a cargo de las cuentas de un empresario mexicano de nombre novelesco, Allen Sangin¨¦s-Krause; las comisiones millonarias de los jeques ¨¢rabes; las misteriosas fundaciones Lucum y Zagatka; el pago de cantidades tambi¨¦n millonarias a la actriz B¨¢rbara Rey, quien estuvo chantajeando al jefe del Estado durante a?os; el acoso del CNI a Corinna Larsen; el fraude fiscal masivo, bien acreditado por los tribunales; la m¨¢quina de contar billetes que, seg¨²n Corinna, Juan Carlos ten¨ªa en la Zarzuela; la condena de c¨¢rcel a su administrador privado, Manuel Prado y Col¨®n de Carvajal, por una comisi¨®n de 2.000 millones de pesetas (unos 12 millones de euros de hace 30 a?os); las comisiones que todo indica que Juan Carlos I se llevaba por la importaci¨®n de petr¨®leo de los pa¨ªses ¨¢rabes; el dinero que pidi¨® al sah de Persia para financiar la UCD y que no lleg¨® nunca al partido de Adolfo Su¨¢rez, etc¨¦tera, etc¨¦tera, etc¨¦tera. Con que solo la mitad de todo esto fuera verdad, ser¨ªa suficiente para tumbar una trayectoria regia.
No puedo estar m¨¢s en desacuerdo con Debray: el pueblo espa?ol ha sido incre¨ªblemente agradecido, pues durante d¨¦cadas hemos celebrado la contribuci¨®n del rey Juan Carlos a la democracia, prefiriendo hacer la vista gorda sobre todo lo dem¨¢s. Una vez descubierta la cara oculta de la Monarqu¨ªa, muchos mon¨¢rquicos han intentado salir del paso mediante un c¨¢lculo utilitario sui generis seg¨²n el cual, si se ponen en un plato de la balanza las contribuciones pol¨ªticas del monarca y en el otro sus abusos y corrupciones, pesa m¨¢s el primero que el segundo. Consecuencia: echemos un tupido velo sobre los comportamientos dudosos del rey y santifiquemos su papel en la Transici¨®n.
Es este un agradecimiento, quiz¨¢, excesivamente generoso, pues que la Monarqu¨ªa haya actuado as¨ª durante d¨¦cadas habla mal de la instituci¨®n y de la jefatura del Estado, pero habla a¨²n peor de nuestro sistema democr¨¢tico. La inmensa mayor¨ªa de las ¨¦lites pol¨ªticas y medi¨¢ticas han actuado en este asunto m¨¢s como unos serviles, por utilizar la expresi¨®n que se populariz¨® en las Cortes de C¨¢diz, que como verdaderos ciudadanos.
El servilismo hacia el rey no es una buena estrategia. En Espa?a se ha practicado durante d¨¦cadas y el resultado no puede ser m¨¢s descorazonador: a la vista de todo lo que se ha ido sabiendo, la sociedad est¨¢ profundamente dividida. El principal baluarte del sentimiento mon¨¢rquico lo forman los mayores de 60 a?os, es decir, las generaciones que vivieron el final del franquismo y la Transici¨®n. Los m¨¢s j¨®venes sienten indiferencia o rechazo. En las izquierdas, predomina el ¨¢nimo republicano. Y en el Pa¨ªs Vasco y Catalu?a, la valoraci¨®n popular de la Monarqu¨ªa, seg¨²n constatan las encuestas, es catastr¨®fica.
No es buena cosa que la jefatura del Estado parta un pa¨ªs en varios trozos. Pero la responsabilidad de que la situaci¨®n se haya deteriorado tanto no corresponde, me parece, a la sociedad civil espa?ola, sino que es resultado de la impunidad que se le ha garantizado durante tanto tiempo a Juan Carlos I. No se quiso ejercer control alguno por miedo a la posible reacci¨®n ciudadana, por miedo a la posible inestabilidad pol¨ªtica, por miedo a revisar los consensos de la Transici¨®n, como si los ciudadanos no pudieran asimilar que su rey se estaba comportando de aquella manera. Al final, las cosas han explotado y, mal que le pese a Laurence Debray, Juan Carlos I nunca podr¨¢ ser celebrado como lo ha sido Isabel II. El da?o que el anterior rey ha realizado a la instituci¨®n que tanto admira Debray tardar¨¢ mucho tiempo en ser reparado, si es que alguna vez se consigue.
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