Lo sagrado es el hombre, no la naturaleza
La sacralizaci¨®n del medio ambiente supondr¨ªa, en ¨²ltima instancia, la prohibici¨®n de su instrumentalizaci¨®n, lo cual podr¨ªa entrar en contradicci¨®n con los intereses de nuestra especie
La naturaleza se deja desvelar por la ciencia pero, en lo profundo, no se deja violentar por la t¨¦cnica del hombre, la cual s¨®lo puede realizar aquello que la naturaleza misma posibilita. Esta incapacidad del hombre para modificar la din¨¢mica profunda de la necesidad natural no es ¨®bice para que pueda perturbar el fr¨¢gil equilibrio que supone un entorno favorable a las sociedades humanas: impotente ante la naturaleza, el hombre s¨ª tiene capacidad para hacerse da?o a s¨ª mismo. Conscientes de este peligro y de que el creciente deterioro del entorno incrementa adem¨¢s las desigualdades sociales, organizaciones sindicales y partidos pol¨ªticos han erigido la causa ecologista en cap¨ªtulo clave de sus reivindicaciones. Pero hay aqu¨ª cierto equ¨ªvoco.
Un tiempo, la jerarqu¨ªa entre los dos polos de la reivindicaci¨®n estaba clara. El objetivo ¨²ltimo era la causa del hombre, es decir, la abolici¨®n de situaciones en las que el ser humano es convertido en un mero instrumento, y as¨ª literalmente deshumanizado. Y,siendo indispensable para el objetivo la salud del entorno natural, la defensa del mismo se presentaba como corolario del proyecto humanista. Sin embargo, a veces esta jerarqu¨ªa entre el objetivo y una de las condiciones para alcanzarlo se diluye e incluso invierte. El sentimiento de desarraigo que embarga a tantas personas en nuestras sociedades, da nueva vida a la idea pante¨ªsta de fusi¨®n con una naturaleza considerada como causa final e irredenta. Significativo es al respecto el t¨ªtulo de uno de los libros de la escritora brit¨¢nica Karen Armstrong (Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2017), La naturaleza sagrada. El t¨¦rmino sagrado es equ¨ªvoco, pero en unos de sus sentidos sagrado es aquello que consideramos merecedor de respeto absoluto, y en consecuencia no puede ser reducido a medio para otros fines. En una hip¨¦rbole, ciertos discursos sit¨²an como meta final de la ecolog¨ªa el ¡°salvar la naturaleza¡±, considerando incluso las facultades del hombre, concretamente su potencialidad t¨¦cnica, un medio para tal objetivo. Vana supervaloraci¨®n de nuestras capacidades, ya que la naturaleza persiste por s¨ª misma, en altiva indiferencia a nuestra superficial intervenci¨®n.
Pero no hay simetr¨ªa, pues la naturaleza s¨ª puede modificar los proyectos de los hombres y eventualmente hacer bald¨ªo todo esfuerzo en pos de los mismos. De ah¨ª que ya sea mucho intentar salvaguardar las azarosas formas del equilibrio natural que posibilitan un amejoramiento por la t¨¦cnica del hombre. El ¨¦xito en el empe?o facilitar¨¢ la aparici¨®n de esas sociedades en las que se despliega el pensamiento, y acaban por surgir ideas como la de igualdad entre los hombres, sofisticad¨ªsima construcci¨®n de la raz¨®n que, entre otras cosas, encierra un proyecto de control del mero despliegue de fuerzas, control del que la naturaleza precisamente no da ejemplo. Por controvertido que sea a veces el pensamiento de Nietzsche, es dif¨ªcil negar veracidad a las siguientes l¨ªneas: ¡°Las situaciones de derecho no son nunca m¨¢s que situaciones de excepci¨®n, restricciones parciales de la aut¨¦ntica voluntad de la vida, la cual tiende hacia el poder¡±.
La sacralizaci¨®n de la naturaleza supondr¨ªa, en ¨²ltima instancia, la prohibici¨®n de su instrumentalizaci¨®n, lo cual podr¨ªa entrar en contradicci¨®n con los intereses de nuestra especie. Por el contrario, la prohibici¨®n de instrumentalizaci¨®n del ser humano, la erecci¨®n del hombre en sagrado, adem¨¢s de perfectamente compatible con el orden natural, es garant¨ªa de un orden social. De hecho, la naturaleza no es sagrada m¨¢s que en raz¨®n de que el hombre la consagra, erigi¨¦ndola en divinidad favorable o temible.
Sagrado el hombre, expresi¨®n de esa enorme ruptura de continuidad en la historia evolutiva que supuso la aparici¨®n del lenguaje y la raz¨®n, ese Verbo que la tradici¨®n b¨ªblica polariza frente a la naturaleza, pero que en todo caso es testigo de la misma. Si las cosas tienen peso en la medida en que significan algo, y no habiendo constancia de otra fuente de significaci¨®n que el lenguaje del hombre, el tiempo de nuestra presencia en el devenir de la naturaleza aparece como esa suerte de par¨¦ntesis entre una nada pret¨¦rita y una nada por venir, evocadas con serena lucidez por el poeta Francisco Brines.
Dif¨ªcil entonces complacerse en la idea de que antes del hombre hab¨ªa la naturaleza y despu¨¦s del hombre sigue la naturaleza. Recordar¨¦ la frase c¨¦lebre que (ante la subversi¨®n que para nuestra concepci¨®n de la naturaleza supuso la f¨ªsica cu¨¢ntica) Arthur Eddington escrib¨ªa hace ya un siglo: ¡°All¨ª donde la ciencia ha alcanzado mayores progresos, la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza aquello que la propia mente hab¨ªa depositado en ella. Hab¨ªamos encontrado una extra?a huella en la rivera del mundo desconocido. Y hab¨ªamos avanzado, una tras otra, profundas teor¨ªas que dieran cuenta de su origen. Finalmente, hemos logrado reconstruir la criatura que hab¨ªa dejado tal huella. Y ?sorpresa!, se trataba de nosotros mismos¡±.
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