En la lucha final
Una consecuencia de la polarizaci¨®n es que cada elecci¨®n se presenta a los ciudadanos como una batalla escatol¨®gica entre el bien y el mal, una estrategia eficaz pero que acaba legitimando la sublevaci¨®n contra la legalidad

El resultado de las elecciones parciales en Estados Unidos parece haber conjurado, al menos por el momento, el riesgo de una involuci¨®n democr¨¢tica en la que sigue siendo la potencia hegem¨®nica mundial. Sin embargo, m¨¢s all¨¢ de que los resultados no hayan avalado la deriva a la que el antiguo presidente Donald Trump desea arrastrar al Partido Republicano, especialmente peligrosa en una coyuntura internacional como la provocada por la invasi¨®n rusa de Ucrania, el problema que deja detr¨¢s esta convocatoria de los norteamericanos a las urnas, y que desborda las fronteras de Estados Unidos, es por qu¨¦ elecciones que en otras circunstancias se inscribir¨ªan en un procedimiento constitucional reglado y hasta rutinario adquieren, de pronto, la dimensi¨®n de un conflicto escatol¨®gico entre tiran¨ªa y democracia. El fen¨®meno no solo afecta a Estados Unidos, sino que, con creciente intensidad, est¨¢ produci¨¦ndose en la mayor parte de los sistemas democr¨¢ticos, sin importar la latitud ni el continente, como demuestran los recientes casos de Italia o Brasil. Tambi¨¦n en Espa?a algunos l¨ªderes pol¨ªticos no han dudado en dramatizar el voto hasta el extremo de afirmar que unas simples elecciones auton¨®micas decidir¨ªan nada m¨¢s ni nada menos que entre el comunismo y la libertad, mientras que, desde el otro extremo, se sosten¨ªa que lo que se jugaba en esas mismas urnas ag¨®nicas era la libertad o el fascismo.
Por descontado, excesos como estos responden a la asfixiante polarizaci¨®n de la vida pol¨ªtica en todo el mundo. Pero la polarizaci¨®n, por su parte, ?a qu¨¦ responde? Vincularla a los estragos provocados por la crisis de 2008 forma parte de un recetario sociol¨®gico del que no se puede disentir, pero que tampoco contribuye a identificar causas m¨¢s concretas ni, en consecuencia, a entrever una soluci¨®n. Porque la crisis de 2008 no fue una cat¨¢strofe natural ocurrida en un entorno econ¨®mico y social surgido de manera espont¨¢nea, sino el fracaso de una pol¨ªtica que se impuso tras el final de la Guerra fr¨ªa, y que, a diferencia del modelo keynesiano desde el que las democracias hab¨ªan hecho frente a la Uni¨®n Sovi¨¦tica, sosten¨ªa que la igualdad no deb¨ªa ser un objetivo expl¨ªcito de la acci¨®n gubernamental, y que, por tanto, el Estado redistributivo deb¨ªa reducir su tama?o. Lo sorprendente de la crisis es que en 2008 sucedi¨® lo que, al menos desde comienzos del siglo XX, la literatura econ¨®mica estaba en condiciones de anticipar que suceder¨ªa, y es que las fuerzas del mercado, libradas a su propia din¨¢mica sin reglas, eran incapaces de detener la l¨®gica absorbente de la optimizaci¨®n de beneficios un paso antes de la cat¨¢strofe. En esta ocasi¨®n se lleg¨® a afirmar, incluso, que los ciclos descritos en los m¨¢s elementales manuales de teor¨ªa econ¨®mica hab¨ªan sido abolidos por la nueva ortodoxia.
Con todo, el paisaje en ruinas con el que la econom¨ªa mundial ha debido convivir desde la crisis de 2008 no ten¨ªa por qu¨¦ traducirse en crispaci¨®n pol¨ªtica, como se da por descontado. Es dif¨ªcil imaginar una devastaci¨®n mayor que la que enfrentaron los gobiernos tras la Segunda Guerra Mundial, y, sin embargo, fue precisamente esa devastaci¨®n, fue precisamente la inequ¨ªvoca conciencia acerca de las pol¨ªticas que la hab¨ªan provocado ¡ªno solo el nazismo, sino tambi¨¦n las reparaciones de guerra impuestas a Alemania en 1918, seg¨²n denunciar¨ªa Keynes¡ª lo que permiti¨® construir un sistema internacional de normas para preservar la paz, la libertad y la igualdad pese a las graves amenazas que persist¨ªan. Lejos de aprender del pasado y adoptar una actitud equivalente ante una realidad menos dram¨¢tica, algunos gobiernos, o, por mejor decir, algunas fuerzas pol¨ªticas que han aspirado al Gobierno desde 2008, se han ido dejando arrastrar elecci¨®n tras elecci¨®n a una estrategia originalmente puesta en circulaci¨®n por los republicanos del presidente George W. Bush. Elaborada por Karl Rove, miembro de su Gabinete, dicha estrategia consist¨ªa, y consiste, en elegir como eje central de campa?a asuntos capaces de polarizar a los votantes, de manera que, apropi¨¢ndose acto seguido de la posici¨®n m¨¢s conveniente seg¨²n el principio de claridad moral, un partido consigue el pleno de sus apoyos mientras que los rivales pierden la mayor parte de los suyos.
La estrategia, sin duda, resulta electoralmente eficaz, como bien se ha demostrado esta semana en Estados Unidos, donde, confirmando hasta qu¨¦ punto una vez que se pone en circulaci¨®n todos los partidos se ven forzados a seguirla, los dem¨®cratas no solo han planteado que las urnas decidir¨ªan acerca del futuro de la democracia americana ¡ªalgo en lo que podr¨ªa no faltarles raz¨®n seg¨²n quien acabe siendo el candidato republicano a la Casa Blanca¡ª, sino que, seg¨²n la prensa, en algunos Estados han apoyado a los rivales m¨¢s extremistas para dar credibilidad a su eje de campa?a. Una vez m¨¢s, el fen¨®meno desborda las fronteras de Estados Unidos, porque el efecto secundario de dirimir las elecciones en los extremos para, a continuaci¨®n, apelar al principio de claridad moral, no ha sido otro que ir generalizando poco a poco la convicci¨®n de que, en democracia, la legitimidad no solo deriva del voto, sino tambi¨¦n de una serie de criterios o valores que se situar¨ªan por encima de la voluntad expresada en las urnas, y que, al no estar reglados, al no estar contemplados en los textos constitucionales, los ciudadanos, llegado el caso, podr¨ªan invocar espont¨¢neamente para impugnar los resultados electorales que no coinciden con sus preferencias. Los partidarios de Trump asaltando el Capitolio es el ejemplo m¨¢s dram¨¢tico, pero no es necesario llegar tan lejos. Cuando Mario Vargas Llosa, por lo dem¨¢s, un dem¨®crata respetuoso y convencido, a diferencia del expresidente americano, escribi¨® que los ciudadanos pueden votar bien o votar mal, solo pod¨ªa estar haciendo impl¨ªcita menci¨®n a esos criterios o valores por encima del resultado de las urnas. Y otro tanto cabe decir de Fernando Savater, cuando en un art¨ªculo reciente dejaba entrever una cierta comprensi¨®n hacia la desobediencia civil frente a algunas leyes aprobadas por el actual Gobierno espa?ol con las que no estaba de acuerdo.
A la vista de los crecientes peligros que se ciernen sobre los sistemas democr¨¢ticos, de los que no cabe excluir la sucesi¨®n de elecciones donde, seg¨²n algunos partidos que concurren, est¨¢ en juego su ser o no ser, es dif¨ªcil no evocar sin un punto de sarcasmo los versos de La Internacional en los que sus autores, Eug¨¨ne Pottier y Pierre Degeyter, llamaban a agruparse en una lucha final a favor de la causa proletaria. Qui¨¦n pod¨ªa imaginar en el momento de la ca¨ªda de la Uni¨®n Sovi¨¦tica que una de las huellas m¨¢s perdurables del comunismo sobre los sistemas democr¨¢ticos se resumir¨ªa precisamente en ese verso de La Internacional. A fuerza de actuar como si cada elecci¨®n fuera, en efecto, una lucha final, no habr¨ªa que descartar que esa lucha llegue, sobre todo cuando la amenaza nuclear ha hecho acto de presencia. Pero aun as¨ª, tampoco ser¨¢ final, sino un punto y aparte tras el que el mundo, quiz¨¢ otro mundo, seguir¨¢ su curso indiferente, y quienes sobrevivan, si es que alguien lo hace, se ver¨¢n obligados a comenzar desde el principio. Es decir, a establecer normas que, decidiendo entre programas pol¨ªticos en procedimientos constitucionales reglados y hasta rutinarios, ajenos a cualquier escatolog¨ªa, preserven la paz, la libertad y la igualdad, o lo que de ellas haya quedado.
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