Programas y pactos
Ning¨²n acuerdo entre partidos puede figurar de antemano en una propuesta electoral porque es el resultado de la fuerza de cada uno en las urnas. Las renuncias son inevitables cuando no hay mayor¨ªa absoluta

Los pol¨ªticos ans¨ªan el poder. Decir esto parece una obviedad, pero merece la pena comenzar por aqu¨ª. Hay algunos que quieren gobernar por pura vanidad sin convicciones, que son arribistas carentes de escr¨²pulos. Hay otros que necesitan el poder no tanto como un fin en s¨ª mismo, sino como un medio para desarrollar su proyecto de sociedad. Si uno concibe el poder en sentido amplio, este es un punto de partida para entender a nuestros representantes, pero tambi¨¦n es una premisa que nos resulta inc¨®moda. Stephen Medvic, en In defense of politicians, argumenta que nuestro malestar con los pol¨ªticos tiene mucho que ver con eso, con una trampa de expectativas entre lo que les pedimos a nuestros gobernantes y lo que realmente pueden darnos. Esto explicar¨ªa nuestra permanente insatisfacci¨®n con ellos, nuestro malestar democr¨¢tico.
Hay una primera tensi¨®n que se vincula con la sustancia de nuestros pol¨ªticos. ?Qu¨¦ preferimos, gobernantes que sean excelentes, formados y expertos en su materia? Por el contrario, ?es mejor que sean cercanos a la gente com¨²n, que se parezcan a nosotros? Desde este dilema se zarandean los modelos representativos. El polo tecn¨®crata, el de los expertos, tuvo su momento dulce antes de la Gran Recesi¨®n. La impugnaci¨®n populista, que eclosion¨® justo despu¨¦s, moraliz¨® y sacudi¨® todos nuestros sistemas de partidos. El equilibrio entre ambos extremos no tiene soluci¨®n, pero permite a los ciudadanos criticar al mismo tiempo que alguien ¡°no baje del coche oficial y solo mire las cifras¡± y que ¡°no tenga la suficiente formaci¨®n, que el cargo le venga grande¡±.
Otro dilema tiene que ver con la orientaci¨®n de los pol¨ªticos hacia la acci¨®n. ?Preferimos gobernantes que tengan unas preferencias claras, unos principios rocosos y un proyecto de sociedad definido o, por el contrario, que sean receptivos a la opini¨®n p¨²blica? Esta cuesti¨®n tiene mucho que ver con el contexto. Se supone que escogemos representantes con un proyecto definido de sociedad, pero, ay, el ciudadano tiene preferencias cambiantes sobre distintos temas ?Debe el gobernante dejarse guiar por lo que desea la mayor¨ªa o aplicar pol¨ªticas consecuentes con lo que piensa, aun siendo impopulares? Los pol¨ªticos, de nuevo, ser¨¢n criticados tanto por ser ¡°electoralistas y solo estar pendientes de las encuestas¡± como por ¡°no escuchar a la calle¡±.
Pero hay una tercera cuesti¨®n que ahora nos compete y que tiene que ver con los compromisos pol¨ªticos. De entrada, cuando votamos hacemos muchas cosas, pero entre ellas est¨¢ elegir proyectos de sociedad en competencia. Uno esperar¨ªa que, cuando est¨¢ escogiendo a sus representantes, estos se peguen a sus principios. En ecos lejanos del 15-M se reivindicaba aquello de que los programas pol¨ªticos fueran un contrato vinculante con la ciudadan¨ªa. Incluso hemos presenciado visitas al notario para certificar la voluntad de no pactar con determinados partidos.
Sin embargo, al mismo tiempo, los ciudadanos piden a los pol¨ªticos que lleguen a grandes acuerdos (y en Espa?a, con el eterno mito de la Transici¨®n, particularmente). Ahora bien, resulta complicado que un gobernante pueda llegar a pactos con formaciones diferentes sin dejarse cosas por el camino, es decir, sin renunciar a cumplir parte de sus compromisos electorales. As¨ª pues, ?queremos pol¨ªticos pegados a sus promesas como Ulises atado al m¨¢stil o que sean pragm¨¢ticos buscando acuerdos con diferentes? De nuevo, es una tensi¨®n que permite criticar a nuestros representantes tanto por ¡°ceder al chantaje de otros partidos¡± como por ¡°no querer llegar a pactos¡±.
Esta trampa de las expectativas no es algo propio solo de nuestro contexto; sin duda hay un hilo rojo que vertebra el malestar democr¨¢tico en todo Occidente. No puede ser casualidad que veamos pautas similares en todas partes: retroceso autoritario, parlamentos fragmentados, tensi¨®n pol¨ªtica y social, volatilidad electoral o emergencia de nuevas formaciones extremistas. Ahora bien, en Espa?a se manifiesta con sus propios acentos.
Nuestra cultura pol¨ªtica, tradicionalmente desafecta, sirve como un combustible que aumenta el rechazo y pasividad hacia nuestros gobernantes. En el ¨²ltimo Eurobar¨®metro, un 43% de los espa?oles declar¨® que no habla nunca de pol¨ªtica nacional con amigos y familiares. Esto son 22 puntos m¨¢s que la media europea y, lejos de la ¨¦poca de 2015 a 2019, hoy estamos tan enajenados de lo p¨²blico como en 2011. Los ¡°problemas pol¨ªticos¡± son, seg¨²n el CIS, la segunda preocupaci¨®n del pa¨ªs. Se trata de un hast¨ªo que recuerda c¨®mo el ciclo de los nuevos partidos tambi¨¦n ha malogrado muchas expectativas de cambio. Nada de aquel periodo ha contribuido ni a una mejor institucionalidad ni a m¨¢s pedagog¨ªa democr¨¢tica.
Esto lo volvemos a ver ahora en el debate sobre la investidura. Nuestro sistema institucional es parlamentario, as¨ª que gobierna quien consigue los apoyos necesarios en el Congreso. Pues bien, pese a ello, cada elecci¨®n vuelve el mantra de la lista m¨¢s votada, un eslogan que solo se aplica cuando su promotor es primera fuerza. Del mismo modo, cuando se discute sobre acuerdos pol¨ªticos, cualquier pacto se considera una traici¨®n inaceptable a la ciudadan¨ªa. De nuevo, urge recordar que cuando un partido no tiene mayor¨ªa absoluta es imposible que aplique la totalidad de su programa electoral. Debe hacer renuncias para buscar apoyos parlamentarios, a veces incorporando a otros socios en el Gobierno, como el PSOE con Sumar o el PP con Vox, o con apoyos externos, como han sido los del nacionalismo vasco y catal¨¢n a derecha e izquierda.
Esto explica por qu¨¦ ning¨²n pacto puede estar ex ante en un programa: es el resultado de la fuerza que cada partido ha recibido en las urnas. Por tanto, la cr¨ªtica a un acuerdo pol¨ªtico no deber¨ªa enredarse en esta cuesti¨®n, sino ir al fondo, a la sustancia misma de lo pactado. El debate deber¨ªa ser sobre si el acuerdo es justo, conveniente o beneficioso. No podemos esperar un resultado que no sea una transacci¨®n cuando hay parlamentos plurales. Cosa diferente es c¨®mo reaccionen despu¨¦s los ciudadanos. En nuestro modelo parlamentario son los partidos los que administran el caudal de confianza que reciben de sus votantes y les corresponder¨¢ a estos ¨²ltimos, cuando llegue el momento, ajustar cuentas en las urnas. El subterfugio de las consultas a la militancia no cambia esta realidad.
?Castigan los votantes a un partido que se desv¨ªa de su programa? ?Penaliza el pacto? Dependiendo del contexto, el electorado puede ser indulgente. En algunas ocasiones, porque la medida emprendida al final se demostr¨® eficaz; en otras, porque las elecciones no tienen siempre por qu¨¦ versar sobre un tema determinado. Lo hemos visto en lo que va de los comicios del 28 de mayo a los del 23 de julio. Adem¨¢s, en tiempos de polarizaci¨®n el votante es menos cambiante, dado que se induce un miedo existencial a que gobierne el rival. El argumento de que ¡°al menos no gobiernan los otros¡± se ha vuelto una moneda de uso corriente.
Aun as¨ª, todos estos argumentos son resultadistas. Cuando en un sistema representativo alguien modifica su mandato, un partido se desv¨ªa de su programa, la carga de la prueba recae sobre ¨¦l. Tiene la obligaci¨®n de explicarle a la ciudadan¨ªa por qu¨¦ lo hace o, por el contrario, no solo se arriesga al castigo electoral, sino, lo que es m¨¢s preocupante, a da?ar la confianza en la democracia misma.
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