Los caminos de las tinieblas
Los libros de Joseph Conrad y Jos¨¦ Eustasio Rivera viajan a esos territorios de oscuridad de nuestras geograf¨ªas, pero tambi¨¦n de la condici¨®n humana
A los dioses de la literatura les gustan las coincidencias. A mediados de este a?o, la editorial que publica mis novelas public¨® un libro que no es m¨ªo, pero al que le tengo tanto cari?o como a los que s¨ª lo son: mi traducci¨®n de El coraz¨®n de las tinieblas, una de las varias obras maestras de Joseph Conrad. La hice ya hace varios a?os por encargo del editor Pere Sureda, pero la he revisado con esmero para esta nueva encarnaci¨®n, y he confirmado que pocas veces he aprendido tanto como tratando de verter al espa?ol la prosa dificil¨ªsima de Conrad y conociendo, como solo conoce un traductor, los vericuetos de esta novela implacable y clarividente. Conrad cumpli¨® hace poco cien a?os de muerto, y sus lectores militantes hemos estado hablando de ¨¦l y de sus libros con frecuencia. Pero en estos d¨ªas otra conversaci¨®n se cruz¨® con estas, tambi¨¦n motivada por un aniversario. Y esta es la coincidencia que quiero compartir con mis lectores.
Comienzo con un episodio de espanto. Lo cuenta Maya Jasanoff en su extraordinario libro sobre Conrad: La guardia del alba. Hacia 1891, desesperado porque la explotaci¨®n libre del Congo no estaba produciendo riquezas suficientes para cubrir la inversi¨®n, el rey belga Leopoldo II decidi¨® declarar amplias zonas de su territorio africano propiedad privada. Ya no ser¨ªan espacios abiertos para que vinieran a explotarlos todos los europeos que quisieran un pedazo de la inmensa industria del marfil, a veces disfrazada obscenamente de misi¨®n civilizadora, a veces desnuda en su codicia y prescindiendo de todo disfraz. Ahora la explotaci¨®n ser¨ªa privilegio real. Los abogados de Leopoldo II redactaron justificaciones considerando que aquellas tierras africanas eran tierras bald¨ªas, con lo cual el rey se pod¨ªa apropiar leg¨ªtimamente de ellas y explotarlas como quisiera. Y a eso se dedic¨® con esmero.
Pronto comprendi¨® la posibilidad de explotar no solo los recursos naturales, sino tambi¨¦n los humanos. Empez¨® a cobrar impuestos a los congoleses; pero los impuestos no pod¨ªan pagarse con dinero (porque el r¨¦gimen colonialista hab¨ªa instaurado deliberadamente una econom¨ªa de trueque), y tampoco pod¨ªan pagarse explotando la tierra (porque los derechos exclusivos le pertenec¨ªan al rey), de manera que el gobierno, en su infinita creatividad, propuso una tercera opci¨®n: que se pagaran con trabajo. Impuso entonces un sistema de trabajos forzados en que los agentes del Estado reclutaban por la fuerza a los hombres, y, cuando los hombres escapaban a la selva para evitar el reclutamiento, secuestraban a sus mujeres y a sus hijos hasta que volvieran a someterse. Enseguida, como las infelicidades no vienen solas, los agentes de Leopoldo cayeron en la cuenta de que no solo de marfil vive el hombre: sus nuevos terrenos eran ricos en caucho, un material que Europa estaba devorando a toneladas.
Fue un golpe de fortuna: el caucho rescat¨® la econom¨ªa colonialista que hab¨ªa estado a punto de quebrar pocos a?os atr¨¢s. Como la extracci¨®n era ardua, un esclavismo legalizado se puso en marcha: los impuestos se pagaban con caucho, y el trabajador que no cumpliera con su cuota era castigado brutalmente, a veces con un tiro en la cabeza. Se puso de moda entre los agentes colonialistas cortar la mano de los trabajadores incumplidos y asesinados, pues as¨ª llevaban ante sus superiores la justificaci¨®n de su esfuerzo recaudador, y pronto, para ahorrar balas, comenzaron a cortar las manos de los vivos tambi¨¦n. Las mutilaciones se volvieron cotidianas, pero nada de eso se sab¨ªa en Europa, y quienes lo sab¨ªan miraban para otro lado. Hasta 1902: cuando un tal Edmund Dene Morel, un funcionario cualquiera aquejado de decencia o de mera humanidad, denunci¨® en varios panfletos lo que llam¨® ¡°Estado esclavista del Congo¡± y acompa?¨® su denuncia de fotos de j¨®venes mutilados. Y la Corona brit¨¢nica decidi¨® enviar a su c¨®nsul, un irland¨¦s llamado Roger Casement, para recabar informaci¨®n sobre las atrocidades. Casement volvi¨® de sus investigaciones cargado de pruebas incontrovertibles del infierno.
Y aqu¨ª empieza la coincidencia a la que me refer¨ªa al comienzo de esta p¨¢gina. Otras de las grandes zonas productoras de caucho era la selva amaz¨®nica, y una empresa peruana se hab¨ªa comenzado a adue?ar de la explotaci¨®n en los terrenos fronterizos de Colombia, Per¨² y Brasil. La casa Arana hab¨ªa descubierto, igual que los colonialistas belgas, la maravillosa posibilidad del esclavismo: reclutaba trabajadores forzados entre las tribus ind¨ªgenas de la zona, y, con el mismo pretexto civilizador de los europeos, implant¨® un universo de horror en que los trabajadores ten¨ªan que llegar a cuotas imposibles para no recibir castigos inhumanos. El esc¨¢ndalo mundial estall¨® cuando un ingeniero norteamericano, de viaje por la zona en 1909, vio lo que suced¨ªa y lo denunci¨®. Lo que molest¨® al gobierno brit¨¢nico no fue tanto la revelaci¨®n de las atrocidades, sino un titular de prensa: ¡°Un Congo de propiedad brit¨¢nica¡±. Pues la Casa Arana, tambi¨¦n llamada Peruvian Amazon Company, ten¨ªa una junta directiva que funcionaba en Londres con miembros ingleses. El esc¨¢ndalo, por lo tanto, era brit¨¢nico tambi¨¦n. La Corona decidi¨® investigar las denuncias y le encomend¨® la tarea al hombre que entretanto se hab¨ªa convertido en su c¨®nsul en Brasil: Roger Casement.
Casement fue a las selvas del Putumayo, recopil¨® pruebas y present¨® un informe demoledor contra la Casa Arana. Y s¨ª, la empresa acab¨® cayendo: pero mucho despu¨¦s, como un efecto diferido. Entretanto, un hombre que no conoci¨® a Roger Casement hizo su propio viaje a las entra?as de la selva del Putumayo, explor¨® esos territorios violentos y oy¨® historias atroces y conoci¨® a sus protagonistas, y luego escribi¨® una novela que era, por lo menos en parte, otro enjuiciamiento de lo que llam¨® el infierno verde. Era un abogado colombiano llamado Jos¨¦ Eustasio Rivera; su novela, La vor¨¢gine, conten¨ªa varias historias en sus p¨¢ginas de espanto, pero una de ellas me ha interesado m¨¢s que otras. Es la historia de un franc¨¦s que en la novela solo aparece como ¡°el mosi¨²¡±: un fot¨®grafo que anda por la selva tomando fotos de las plantas, haciendo mediciones de los ¨¢rboles e inventariando insectos. A partir de cierto momento, el fot¨®grafo comienza a darse cuenta de que los explotadores del caucho son esclavistas, torturadores y asesinos, y comienza a fotografiar las espaldas de los ind¨ªgenas, cruzadas de cicatrices como los ¨¢rboles. Decide denunciar las atrocidades, pero sin fortuna: porque los due?os de la explotaci¨®n se han dado cuenta de sus indiscreciones. El franc¨¦s, misteriosamente, desaparece.
La vor¨¢gine se public¨® en noviembre de 1924: tres meses mal contados despu¨¦s de la muerte de Conrad. En este siglo se ha convertido en una de las novelas se?eras de la literatura latinoamericana, y los lectores la hemos celebrado de diversas formas. Que hayan coincidido en el mismo a?o los dos aniversarios, la muerte de Conrad y la novela de Rivera, es apenas una frivolidad cronol¨®gica; m¨¢s interesante es que se comuniquen por caminos tan extra?os sus dos mundos: m¨¢s extra?o es preguntarse qu¨¦ habr¨ªa pasado si Rivera hubiera conocido a Casement, o si hubiera le¨ªdo El coraz¨®n de las tinieblas. Yo encuentro un misterioso parentesco entre la novela de Conrad y La vor¨¢gine: guardadas varias distancias, los dos libros usan la ficci¨®n para viajar a esos territorios de oscuridad de nuestras geograf¨ªas, pero tambi¨¦n de la condici¨®n humana, y luego regresar para contar lo que han visto. Son como parientes lejanos que se encuentran y dialogan. Y lo que se dicen no deja nunca de merecer nuestra atenci¨®n: aunque pasen cien a?os.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.