M¨²nich reclama su cetro oper¨ªstico
Un brillant¨ªsimo concierto retrospectivo y un ¡®Tristan und Isolde¡¯ con luces y sombras cierran el Festival de verano y toda una ¨¦poca de la ?pera Estatal de Baviera
Pocas ciudades del mundo pueden jactarse de una relaci¨®n con la ¨®pera tan sostenida y tan gloriosa como M¨²nich. Aqu¨ª se han dado a conocer, por ejemplo, desde Idomeneo de Mozart hasta Babylon de J?rg Widmann, de Palestrina de Hans Pfitzner a ...
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Pocas ciudades del mundo pueden jactarse de una relaci¨®n con la ¨®pera tan sostenida y tan gloriosa como M¨²nich. Aqu¨ª se han dado a conocer, por ejemplo, desde Idomeneo de Mozart hasta Babylon de J?rg Widmann, de Palestrina de Hans Pfitzner a Capriccio de Richard Strauss, de La armon¨ªa del mundo de Paul Hindemith a Lear de Aribert Reimann, de Los p¨¢jaros de Walter Braunfels a Venus y Adonis de Hans Werner Henze, por no hablar de su inigualable curr¨ªculo de estrenos wagnerianos: Trist¨¢n e Isolda, Los maestros cantores de N¨²remberg, El oro del Rin, La valquiria. La ¨®pera no es aqu¨ª un aditamento, sino una conquista de la ciudad, que sigue luciendo orgullosa, d¨ªa tras d¨ªa, en su Teatro Nacional de la Max-Joseph-Platz. En la capital b¨¢vara han sido directores musicales nada menos que Hans von B¨¹low, Hermann Levi, Richard Strauss, Bruno Walter, Hans Knappertsbusch, Clemens Krauss, Georg Solti, Joseph Keilberth, Wolfgang Sawallisch, Zubin Mehta o Kirill Petrenko, que acaba de ceder el testigo a Vlad¨ªmir Jurowski. Y M¨²nich fue tambi¨¦n durante a?os el principal centro de operaciones de Carlos Kleiber, el m¨¢s genial y el m¨¢s esquivo de los modernos directores de orquesta.
Algunos de estos m¨²sicos fueron tambi¨¦n en su d¨ªa intendentes, es decir, responsables de la direcci¨®n art¨ªstica del teatro de ¨®pera, como hicieron Knappertsbusch o Sawallisch, a quien sucedi¨® en 1993 el brit¨¢nico Peter Jonas, responsable de una radical modernizaci¨®n y transformaci¨®n del repertorio de la actual ?pera Estatal de Baviera (la antigua ?pera de la Corte de Wagner o Strauss) durante los 13 a?os que estuvo en el cargo, los mismos que ha pasado pr¨¢cticamente su ¨²ltimo ocupante, el austr¨ªaco Nikolaus Bachler, digno continuador de su legado. A¨²n pendiente el debido homenaje a Jonas, fallecido el a?o pasado en pleno confinamiento generalizado, que ha tenido que posponerse en un par de ocasiones por la crisis sanitaria, el viernes se vivi¨® la despedida de Bachler con una suerte de gala oper¨ªstica que no se ha parecido en nada a los bodrios anodinos y previsibles en que suelen convertirse las largas secuencias de arias interpretadas por grandes nombres.
De entrada, aunque nada dec¨ªa el programa de mano al respecto, el concierto tomaba su t¨ªtulo, Der wendende Punkt (El punto de inflexi¨®n), de un verso de los Sonetos a Orfeo de Rilke, que ser¨ªan luego a su vez el eje de la contadas intervenciones habladas del propio Bachler desde el escenario. En concreto, la cita proced¨ªa del decimosegundo soneto de la segunda parte: ¡°Quiere la transformaci¨®n. Oh, entusi¨¢smate por la llama, / dentro hay algo que se te escapa, que luce transformaciones, / aquel esp¨ªritu que proyecta, que tiene la maestr¨ªa de lo terrestre, / nada ama tanto en la curva de la figura como el punto de inflexi¨®n¡± (en la cl¨¢sica traducci¨®n de Eustaquio Barjau). Esto ya ten¨ªa muy poco que ver con las galas al uso, donde las sutilezas brillan por su ausencia y mandan los caprichos de los divos, pero Bachler fue incluso mucho m¨¢s all¨¢, dando cabida a varias de las ¨®peras que han conocido nuevas producciones en estos ¨²ltimos a?os bajo sus auspicios y articulando una leve pero inteligent¨ªsima dramaturgia (v¨ªdeos de las tripas del teatro incluidos) para que el conjunto no fuera un tapiz deshilachado, tedioso y confuso, sino que tuviera ilaci¨®n, inter¨¦s, agilidad y l¨®gica interna.
Su propuesta cont¨® con la complicidad de un extraordinario grupo de cantantes y directores, todos vinculados en mayor o menor medida con el teatro. No hab¨ªa duda con respecto a los que se pusieron al frente de la orquesta: Kent Nagano fue el antecesor de Bachler en el breve interregno que separ¨® su intendencia de la de Jonas y fue su primer director musical; Ivor Bolton ha construido, desde la conciencia estil¨ªstica, el envidiable bagaje barroco y cl¨¢sico que ha ido atesor¨¢ndose durante las tres ¨²ltimas d¨¦cadas; Asher Fisch, que dirigi¨® el inolvidable Capriccio del Teatro Real en Madrid, es el perfecto comod¨ªn, capaz de brillar en cualquier repertorio, que desea para s¨ª cualquier teatro; y Kirill Petrenko, como ha quedado dicho, ha sido el director musical durante buena parte del mandato de Bachler, elevando a¨²n m¨¢s, si cabe, la calidad de una orquesta que, junto con la Filarm¨®nica de Viena, se sit¨²a en lo m¨¢s alto del escalaf¨®n mundial de las formaciones vinculadas a un teatro de ¨®pera. El colmo de los lujos ha sido contar brevemente, y tan solo como pianista, con el director griego Constantinos Carydis, que ha estado dirigiendo magn¨ªficamente Idomeneo este verano en M¨²nich.
Lo que podr¨ªamos llamar la dramaturgia conceptual llev¨® a abrir el concierto con el Preludio de El oro del Rin: el comienzo del mundo, el comienzo de todo. La v¨ªspera de El anillo del nibelungo vio la luz en M¨²nich el 22 de septiembre de 1869 y la nueva producci¨®n de la tetralog¨ªa de Andreas Kriegenburg ha sido una de las grandes apuestas del teatro en esta ¨²ltima d¨¦cada. ?Cab¨ªa acaso un inicio diferente a este? Luego se sucedieron ¨®peras infrecuentes: Di¨¢logos de carmelitas de Poulenc, La mujer silenciosa de Strauss, L¡¯Orfeo de Monteverdi o Rusalka de Dvo?¨¢k, que compartieron la primera parte con t¨ªtulos m¨¢s habituales, como Le nozze di Figaro, Suor Angelica o Andrea Ch¨¦nier. Hubo tambi¨¦n hueco para un Lied (Abendempfindung de Mozart) y un cuarteto de cuerda (el final del movimiento lento del op. 132 de Beethoven, que invitaba a pensar en el teatro de ¨®pera como un convaleciente que empieza a recuperarse de una larga y grave enfermedad que lo ha tenido postrado y en silencio), que tocaron cuatro instrumentistas de la orquesta encerrados en tres jaulas colgadas en lo alto.
Todos cantaron bien o extremadamente bien: siguiendo el mismo orden anterior, Anne Schwanewilms, Georg Zeppenfeld, Christian Gerhaher, Diana Damrau, Anne Sofie von Otter, Pavol Breslik, G¨¹nther Groissb?ck, Ermonela Jaho y Jonas Kaufmann (Anna Netrebko no pudo viajar a M¨²nich por las restricciones actuales, pero pocos debieron de echar de menos su ¡°Vissi d¡¯arte¡±). Ah¨ª es nada. Pero, m¨¢s all¨¢ de la interpretaci¨®n, el inter¨¦s radic¨® en las conexiones internas entre las arias y en la manera de presentarlas en el escenario. Sir Morosus, el protagonista de La mujer silenciosa, detesta la m¨²sica y as¨ª lo deja claro en su mon¨®logo del tercer acto: ¡°?Qu¨¦ hermosa es realmente la m¨²sica! ?Pero qu¨¦ hermosa es cuando ha dejado de sonar!¡±. Y Georg Zeppenfeld acab¨® tumb¨¢ndose en el suelo, dispuesto a dormir, mientras exclamaba ¡°?S¨®lo silencio!¡± y doblaba su chaqueta para utilizarla a modo de almohada. Justo a continuaci¨®n, Christian Gerhaher exprim¨ªa, en cambio, todos los recursos de Orfeo como m¨²sico y como cantante para convencer a Caronte de que le ayudase a cruzar la laguna Estigia. Dos monjas expresaron sentimientos muy diferentes en ambos extremos de esta parte, al igual que sucedi¨® con el pr¨ªncipe y Vodn¨ªk en las dos arias de Rusalka, cantadas a cu¨¢l mejor por Pavol Breslik y G¨¹nther Groissb?ck frente a un vestido blanco sumergido en parte en agua en un recipiente transparente como s¨ªmbolo de la ninfa acu¨¢tica. Algunos cantantes salieron caracterizados, otros vestidos de manera formal o informal, a veces permanecieron en escena para escuchar a sus compa?eros (Diana Damrau durante el Lied intimista de Anne Sofie von Otter, en el tramo final¨ªsimo de su carrera, pero inolvidable Oktavian en este teatro bajo la direcci¨®n de Carlos Kleiber) o cantaron en el proscenio para que, tras ellos, se retocara el escenario antes de abordar, sin tiempos muertos, la siguiente pieza.
El comienzo de la segunda parte acab¨® redimi¨¦ndonos del pretencioso Don Giovanni que acababa de estrenarse en Salzburgo, ya que Alex Esposito y Ivor Bolton devolvieron al aria del cat¨¢logo de Leporello su br¨ªo y comicidad originales sobre un v¨ªdeo en el que el bar¨ªtono italiano se caracterizaba ¨¦l mismo como varias de esas conquistas femeninas de su amo. El¨©na Garan?a, frente a un crucifijo de luz, exhibi¨® poder¨ªo en ¡°O mon Fernand!¡±, de La favorite, una de sus grandes especialidades: es dif¨ªcil imaginarla mejor cantada. La inevitable cuota wagneriana, insoslayable en M¨²nich, tuvo cuatro protagonistas de excepci¨®n: Anja Kampe (Sieglinde), Simon Keenlyside (Wolfram, que sustitu¨ªa a la despedida de Wotan que deber¨ªa haber cantado el enfermo Bryn Terfel), Nina Stemme (Isolde) y Wolfgang Koch (Sachs); otro cuarteto dif¨ªcilmente superable. Y entre el mon¨®logo de la ilusi¨®n o la locura del tercer acto de Los maestros cantores y la escena final de Salome se produjo una de las genialidades de la tarde: escondida en el carromato del zapatero (tomado de la producci¨®n de David B?sch) se encontraba escondida Marlis Petersen, que sali¨® para convertirse en Salome al tiempo que Wolfgang Koch (el Jokana¨¢n de la producci¨®n de M¨²nich, que ha podido volver a verse este verano) depositaba en sus manos la cabeza del profeta.
Volvi¨® Jonas Kaufmann para cantar un aria de Paul de Die tote Stadt de Korngold, uno de los grandes ¨¦xitos del teatro en estos ¨²ltimos a?os, y el apartado oper¨ªstico se cerr¨® con el mon¨®logo sobre el tiempo de la mariscala del primer acto de El caballero de la rosa, en el que Adrianne Pieczonka sustituy¨® a la anunciada Anja Harteros y termin¨® apoyada melanc¨®licamente en el gran reloj de la producci¨®n de Barrie Kosky estrenada este mismo a?o (aunque sin sentarse en su p¨¦ndulo, como hizo Marlis Petersen en una imagen imposible de olvidar). Nikolaus Bachler recit¨® entonces, enlazando con el principio, el decimotercer Soneto a Orfeo, que el propio Rilke consideraba como ¡°el que est¨¢ m¨¢s cerca de m¨ª y, en definitiva, es el que m¨¢s valor tiene¡±: ¡°Adel¨¢ntate a toda despedida, como si la hubieras dejado / atr¨¢s, como el invierno que se est¨¢ marchando. / Pues bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno / que, si lo pasas, tu coraz¨®n resistir¨¢¡±. Y entonces volvi¨® el otro ¨ªdolo local, Christian Gerhaher, acompa?ado por su fiel Gerold Huber, y cant¨® Abschied (Despedida), el Lied de Franz Schubert que ellos mismos interpretaron hace m¨¢s de un a?o en los conciertos que, lunes tras lunes, ofreci¨® el teatro en streaming gratuito para mantener encendida la esperanza y la llama de su actividad. Era el adi¨®s de Bachler, el inminente de Petrenko y, ojal¨¢, el final de la etapa m¨¢s dif¨ªcil del propio teatro, cerrado y a medio gas durante el ¨²ltimo a?o y medio (y a¨²n con una limitaci¨®n del cincuenta por ciento de su aforo). ?C¨®mo no recordar su texto de Johann Mayrhofer? ¡°Avanz¨¢is por monta?as, lleg¨¢is a muchos verdes lugares; yo tengo que volver completamente solo; ?Adi¨®s! As¨ª es como ha de ser. Partir, separarse de quien se ama, ?ah, c¨®mo aflige el esp¨ªritu! Lagos como espejos, bosques y prados: todo desaparece; el eco de vuestras voces oigo desvanecerse. ?Adi¨®s! ?Qu¨¦ triste suena, ah, c¨®mo entristece al coraz¨®n! Partir, separarse de quien se ama¡±.
Nadie canta este Lied como Gerhaher, capaz de expresar el dolor de la despedida con contenci¨®n y emoci¨®n m¨¢ximas. En cualquier gala oper¨ªstica al uso, estos tres minutos habr¨ªan sido el perfecto anticl¨ªmax, una renuncia a la apoteosis, al sufrido brindis de La traviata, con semejante plantel de cantantes entre bambalinas y una orquesta portentosa en el foso. Aqu¨ª fueron justo lo contrario: el final so?ado, el broche perfecto. Todos los participantes salieron a saludar y el p¨²blico, sabedor de que no habr¨ªa propinas, porque no eran posibles en una concepci¨®n inteligente y no pachanguera de lo que debe ser una gala oper¨ªstica, reclam¨® su salida una vez m¨¢s, y otra, y otra. Solo as¨ª pod¨ªan dar las gracias por el regalo de m¨¢s de tres horas que acababan de recibir. Nina Stemme sac¨® a escena al mu?idor del prodigio, Nikolaus Bachler, aplaudido por p¨²blico, cantantes, orquesta y directores al un¨ªsono. Pero su triunfo iba m¨¢s all¨¢ de lo personal: era la victoria de la instituci¨®n, de la ¨®pera como g¨¦nero, de la ciudad como su orgulloso, invencible e inagotable escaparate.
Curiosamente, este Punto de inflexi¨®n tuvo mucho m¨¢s inter¨¦s y enjundia que la nueva producci¨®n de Trist¨¢n e Isolda de Wagner, que ha provocado este verano peregrinajes masivos a M¨²nich para escuchar la primera encarnaci¨®n de los papeles protagonistas por parte de Jonas Kaufmann y Anja Harteros, al tiempo que supon¨ªa la despedida definitiva de Kirill Petrenko y Nikolaus Bachler como directores musical y art¨ªstico, respectivamente, de la ?pera Estatal de Baviera. El pasado s¨¢bado, en la que era su ¨²ltima funci¨®n de este a?o, hab¨ªa a¨²n decenas de personas en la entrada del Teatro Nacional en busca de una entrada.
Nadie es perfecto y, a pesar de los fiascos continuados en numerosos teatros de Europa, Nikolaus Bachler hab¨ªa confiado la nueva producci¨®n de la obra que cambi¨® para siempre la historia de la ¨®pera (si es que no de la m¨²sica) a Krzysztof Warlikowski, un director sobrevalorado hasta lo indecible y que, sorprendentemente, a pesar de alg¨²n hallazgo puntual (La mujer sin sombra de Strauss, aqu¨ª en M¨²nich) sigue gozando de cr¨¦dito entre los principales responsables de los grandes teatros europeos. En el estreno fue abucheado sin piedad por un p¨²blico que algo sabe de Richard Wagner y que lleva muy a gala que Tristan und Isolde se estrenara aqu¨ª en 1865. Como suele ser habitual en sus montajes, el director polaco juega al despiste: como no tiene nada que decir, y basta escucharlo para constatarlo, se refugia en la introducci¨®n de elementos abstrusos para dejar al espectador desprevenido con la sensaci¨®n de que es ¨¦l quien entiende realmente la ¨®pera de turno. No alcanzar a comprender en su flamante Tristan qu¨¦ pinta en escena ese extra?o anciano con melena y bast¨®n que vemos al comienzo y al final de la ¨®pera, por qu¨¦ los dos personajes protagonistas tienen, ya mientras suena el preludio, otros tantos dobles con aspecto de maniqu¨ªes, o qui¨¦nes son esos ni?os sentados a la mesa (de nuevo maniqu¨ªes o mu?ecos, esta vez inm¨®viles) durante todo el acto tercero parecen lanzar el mensaje, invirtiendo las tornas, de que ¨¦l es el listo y nosotros los tontos.
Pero sus trucos son viejos y, a fuer de reiterarlos (su horripilante Elektra del a?o pasado en Salzburgo tambi¨¦n recurr¨ªa a los mu?ecos como figurantes casi omnipresentes), est¨¢n ya muy desgastados. Otro que frecuenta mucho es el de la proyecci¨®n de v¨ªdeos que generan una acci¨®n paralela, casi siempre absurda, cuando no abiertamente contradictoria con la esencia de la obra: imposible olvidar y perdonarle el de la entrevista a Lady Di en el Alceste de Gluck del Teatro Real. Las im¨¢genes coloristas y psicod¨¦licas que tenemos que padecer en uno de los momentos m¨¢s extraordinarios de la ¨®pera, despu¨¦s de que Trist¨¢n e Isolda hayan bebido el filtro amoroso en el primer acto, resultar¨ªan torpes y risibles aun en una fiesta jipi de los a?os sesenta. Y si Wagner viera a sus dos grandes creaciones convertidas en toscos suicidas reincidentes pensar¨ªa, con raz¨®n, que Warlikowski hab¨ªa bebido la poci¨®n de la estulticia. Lo que en Wagner es ambig¨¹edad, zonas de sombra, espacio para la interpretaci¨®n, niebla, el polaco lo convierte en luz fluorescente (espantosa la que ilumina la agon¨ªa de Trist¨¢n en el tercer acto), cart¨®n piedra, camelo, enga?ifa.
Como es habitual en sus montajes, en la propuesta de Warlikowski se acumulan las contradicciones. En su escenograf¨ªa ¨²nica (dise?ada por su fiel Ma?gorzata Szcz??niak, responsable tambi¨¦n de unos figurines anodinos y chocantes entre s¨ª), es imposible aclararse de si nos encontramos en un espacio p¨²blico o privado; la presencia constante del joven marinero con los ojos vendados e ¨ªnfulas de rey loco solo consigue distraer de la acci¨®n esencial y no aporta absolutamente nada; que Kurwenal se tumbe en el mismo canap¨¦ en el que acaba de hacerlo Isolda, una princesa, es un verdadero disparate; no tiene tampoco sentido que Brang?ne ¨Cora enfermera, ora camarera, cambiando de mandil¨C se autocastigue de cara a la pared mientras Trist¨¢n e Isolda beben la poci¨®n amorosa que ella misma les ha servido; resulta inexplicable, durante su larga agon¨ªa, el constante traj¨ªn de Tristan de la mesa (rodeada de mu?ecos, lejano remedo ¨Cparece¨C de La clase muerta de Tadeusz Kantor) al canap¨¦, alternando posiciones con su maniqu¨ª andante; y las muertes de Kurwenal y Melot merecen una plasmaci¨®n menos grotesca al final del tercer acto. Con todo, esta puesta en escena, torpe y huera como es, no resulta tan enervante como la de la citada Elektra salzburguesa.
Anja Harteros y Jonas Kaufmann ¨Cla ni?a y el ni?o de sus ojos para los fieles de este teatro¨C concentraron, como es natural, todas las miradas. A nadie se le escapa que ninguno de los dos posee la voz ideal que reclaman uno y otro papel, a los que han llegado al borde del toque de campana que marcar¨ªa la imposibilidad, f¨ªsica y ps¨ªquica, de acometerlos. A la voz de ella le faltan volumen y dramatismo; a ¨¦l, hero¨ªsmo y contundencia en los agudos. Pero ambos son artistas consumados y suplen lo que la f¨ªsica les niega con un alarde de inteligencia y su complet¨ªsimo arsenal de recursos t¨¦cnicos. Harteros tiende inevitablemente hacia el lirismo, que es el territorio donde se siente m¨¢s c¨®moda, por lo que revel¨® sus mayores carencias en la encarnaci¨®n de la mujer airada del primer acto y dio lo mejor de s¨ª en las secciones m¨¢s apacibles del segundo e, incluso, en su transfiguraci¨®n final, que ella convierte en una pieza intimista, serena y dibujada no al ¨®leo, sino con pinturas pastel. Kaufmann se las sabe todas y, como no le tiene miedo a nada, salva las actuales deficiencias y problemas de su voz, que no son pocos, con su extraordinaria intuici¨®n musical y, sobre todo, su arrojo. Grad¨²a con enorme astucia sus fuerzas en funci¨®n de las demandas de cada momento y consigue llegar a los momentos m¨¢s exigentes del tercer acto con reservas suficientes ¨Clas justas¨C para que no se resienta la credibilidad de su personaje ni debilite la mod¨¦lica construcci¨®n dramat¨²rgica wagneriana. Es en las medias voces donde luce sus mejores galones y donde su fraseo fluye con mayor naturalidad y convicci¨®n, igual que le sucedi¨® en su primer y esperad¨ªsimo Otello en la Royal Opera House de Londres, que dio lugar asimismo a sentimientos encontrados.
Su entendimiento natural con Harteros (en los ¨²ltimos a?os han recreado numerosas parejas oper¨ªsticas) consigue disimular varias de las carencias de la incongruente propuesta de Warlikowski. Es significativo, sin embargo, que en la reposici¨®n de la ¨®pera de Wagner en el Festival de 2022, no vayan a ser ya ellos quienes den vida a Trist¨¢n e Isolda, sino que ser¨¢n relevados por Nina Stemma y Stuart Skelton (los mismos que han estrenado en Aix-en-Provence este mismo verano la nueva producci¨®n de Simon Stone, que, disparatada como es, resulta infinitamente m¨¢s interesante y visualmente atractiva que esta tontuna de M¨²nich). Todo apunta, por tanto, a que lo que ha podido verse durante este mes de julio, quiz¨¢ como una cesi¨®n de Harteros y Kaufmann ante la despedida de Nikolaus Bachler, ha sido flor de un d¨ªa.
Kurwenal no es el mejor papel para Wolfgang Koch (mucho mejor como Sachs el d¨ªa anterior), ni Mika Kares (el Comendador del Don Giovanni de Salzburgo) es tampoco el Rey Marke noble y hondamente dolorido que imaginamos, y del que s¨ª dio perfecta y emocionante cuenta Franz-Josef Selig en Aix-en-Provence. El bajo finland¨¦s ahueca demasiadas notas y sus largas frases llegan surcadas de discontinuidades. Okka von der Damerau es una Brang?ne r¨ªgida, algo fr¨ªa, a la que le falt¨® explayarse y dejar que su voz resonara algo m¨¢s en sus maravillosas llamadas de advertencia en el segundo acto, lo que qued¨® compensado en parte con su magn¨ªfica intervenci¨®n en el tercero, en el que Warlikowski la presenta como una trajeada pla?idera, velo negro incluido. En sus dos brev¨ªsimas intervenciones, caus¨® una excelente impresi¨®n Dean Power como el pastor.
Lo mejor que puede decirse de la direcci¨®n de Kirill Petrenko es que nos brinda un esc¨¢ner perfecto de la partitura: se oye todo, perfectamente desmenuzado y amalgamado, y no hay una sola pieza del complej¨ªsimo puzle, en constante metamorfosis, que est¨¦ fuera de lugar. Marca con una claridad meridiana y la orquesta, que tan bien lo conoce despu¨¦s de tantas horas de convivencia, lo sigue con obediencia ciega. No obstante, en su propuesta falta carne, flexibilidad, abandono, espontaneidad e incluso, en algunos momentos, intensidad, las virtudes que caracterizan la direcci¨®n del mayor director vivo de la partitura wagneriana: Daniel Barenboim. Tras un Preludio mod¨¦lico, en el que dej¨® que los silencios hablaran tambi¨¦n con elocuencia, dirigi¨® un primer acto demasiado contenido y controlado, aunque recuper¨® sus mejores esencias en el tramo final. En el segundo volvi¨® a alzar el vuelo en los momentos m¨¢s l¨ªricos y remansados del d¨²o de amor, mientras que en el tercero estuvo muy atento a que Kaufmann se sintiera c¨®modo en su inhumano tour de force, volviendo a tejer un perfecto y delicado tapiz sonoro para la transfiguraci¨®n final de Isolda. El s¨¢bado le lanzaron bravos aun antes de que marcara la entrada del primer comp¨¢s, tal es el entusiasmo y la admiraci¨®n que ha conseguido suscitar durante sus a?os muniqueses.
Lo que quiz¨¢ no se esperaba es que, cuando le toc¨® el turno de recibir los aplausos finales, orquesta y p¨²blico (agitando en alto sus pa?uelos) le obsequiaran con Muss i den, una canci¨®n folcl¨®rica alemana en dialecto suabo en la que, antes de su tradicional Wanderjahr, un hombre se despide de su amada hasta que regrese para casarse con ella. Petrenko se va ¨Cya se fue hace tiempo, en realidad¨C a Berl¨ªn y era la manera de despedirlo no solo a ¨¦l, sino tambi¨¦n a Nikolaus Bachler, enfocado tambi¨¦n durante la canci¨®n en su palco de proscenio. Para ahuyentar la nostalgia final, la orquesta atac¨® un par de animados valses de El caballero de la rosa, bailados espont¨¢neamente por algunos de los cantantes y poniendo fin a dos d¨ªas de m¨¢xima intensidad en M¨²nich, en los que se ha mostrado hasta d¨®nde puede llegar la comuni¨®n de un p¨²blico con el teatro de ¨®pera de su ciudad; y con su orquesta, con sus cantantes, con sus gestores. Concierto y representaci¨®n oper¨ªstica se ofrecieron simult¨¢neamente en directo en pantallas gigantes en la vecina Marstallplatz bajo el lema de ¡°?pera para todos¡±. Lo que en otros sitios podr¨ªa sonar a impostura, a eslogan bonito y vendible de cara a la galer¨ªa, aqu¨ª en M¨²nich, como avalan casi tres siglos de idilio entre su teatro de ¨®pera y los habitantes de la ciudad, tiene todos los visos de ser una fiel descripci¨®n de la realidad.
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