Describir la guerra con im¨¢genes
Para ofrecer un retrato fidedigno de un conflicto b¨¦lico hay que estar muy cerca, pero hay que tener en cuenta tambi¨¦n que no es posible mantenerse al margen del acontecimiento cuando se mira
Pienso ahora, al sentarme a escribir, c¨®mo llevo m¨¢s de un mes haciendo tiempo para que la realidad cambie y convierta en obsoleto un texto sobre im¨¢genes de la guerra, a pesar de que cuando la guerra formal acaba le siguen otros acontecimientos desgarradores que despliegan las contiendas. Entonces, al callar las bombas y apagarse los fuegos y los gritos, sobre todo entonces, el mundo se queda mudo y retumba el silencio, aquel que habla de las dos orillas ¨Dantes y despu¨¦s¨D; el silencio que, completado el fragor de la batalla, catapulta hacia una tarea m¨¢s compleja si cabe que ilustrar la guerra: encontrar un nombre para lo que ha dejado la guerra tras su paso. No suele ser f¨¢cil. Al contrario.
Bien visto, describir la guerra con im¨¢genes no es tan complicado. Lo hace Paolo Uccello en el Quattrocento: la Batalla de San Romano rememora la contienda entre florentinos y sieneses. Tambi¨¦n el argentino C¨¢ndido L¨®pez, enrolado como teniente de Infanter¨ªa en la Guerra del Paraguay durante los a?os 60 del XIX, pinta la guerra durante sus ratos libres en el frente minuciosas escenas b¨¦licas de las cuales habla Mar¨ªa Gainza en El nervio ¨®ptico (Anagrama, 2017). L¨®pez fue dejando estos documentos, piezas incomparables de la vida cotidiana en el frente ¨Dqu¨¦ loco ox¨ªmoron¨D, hasta que una granada le arranc¨® el brazo derecho. Luego las cosas no volvieron a ser igual jam¨¢s.
Sin embargo, es cierto que para ofrecer una imagen fidedigna de la guerra hay que estar muy cerca, por mucho que conozcamos de memoria las im¨¢genes. Tantas veces se han escenificado desde Uccello a las impactantes fotograf¨ªas de Susan Meiselas en Nicaragua o El Salvador; o en pel¨ªculas que apostaron por una de las guerras m¨¢s ¡°fotog¨¦nicas¡±, Vietnam, por lo que tuvo de absurdo, como Apocalypse Now o Platoon, por citar dos ejemplos. Y estar cerca entra?a riesgos. Lo dejaba claro la frase que se suele atribuir a Robert Capa, autor de tantas fotos memorables en la Guerra Civil espa?ola: ¡°Si la foto no ha salido bien es que no estabas lo suficientemente cerca.¡± En busca de su mejor foto, Gerda Taro mor¨ªa aplastada por un tanque republicano en la batalla de Brunete.
Pese a todo, ella misma y otros hombres y mujeres fot¨®grafos de guerra ¨Ddesde Kati Horna hasta Lee Miller o Gervasio S¨¢nchez¨D tiraron tant¨ªsimas fotograf¨ªas, incluso algunas donde se subrayaba el ox¨ªmoron, propiciado por unas c¨¢maras manejables, acordes con la pulsi¨®n de mirar de cerca. Ah¨ª est¨¢ el soldado, en la trinchera. Se est¨¢ fumando un cigarrillo ¨Den las guerras debe haber tiempos muertos, esperas tensas¨D.
Acercarse al acontecimiento, acercarse lo bastante y para verlo muy cerca y sin intermediarios, ha parecido garant¨ªa para ocupar el papel privilegiado de testigo, el que plasma la ¡°verdad¡±, lo ¡°aut¨¦ntico¡±. Sin embargo, la ¡°autenticidad¡± es un pacto cultural, del mismo modo que el testigo no asegura la ¡°verdad¡±. Fue la reflexi¨®n abordada por Shoshana Feldman, ya en el a?o 1992, en Testimony: Crises of Witnessing in Literature Psychoanalysis and History, a prop¨®sito del descr¨¦dito del testigo: se recuerda lo que se puede recordar como se puede recordar. Adem¨¢s, mirar es contaminarse sin remedio. No es posible mantenerse al margen del acontecimiento cuando se mira. Al mirar pasamos a formar parte de la escena, de forma que el trabajo documental tiene bastante de autobiogr¨¢fico. Y ?c¨®mo nombrar la ¡°verdad¡± cuando hablamos de nosotros mismos?
C¨®mo nombrar, sobre todo, lo que nadie pens¨® que pudiera ocurrir o nunca de una manera tan atroz. C¨®mo encontrar un modo de narrar lo que por su naturaleza y su espanto hace dif¨ªcil la tarea de encontrar las palabras. De qu¨¦ manera encontrarlas cuando no se han inventado a¨²n, guerra tras guerra, porque lo que se tiene delante es tan cruel que las palabras se quedan en la garganta, igual que ocurre en una de las pel¨ªculas b¨¦licas m¨¢s famosas, El acorazado Potemkin, de 1925, que tiene como escenario ¨Ddemasiado actual hoy, tristemente¨D el puerto de Odesa. La mujer, cuyo hijo ha sido disparado, pide clemencia: no la obtiene en la majestuosa escalinata. Debe de estar gritando, pero al no tener la pel¨ªcula sonido, su grito queda en el silencio. O queda en el silencio, quiz¨¢s, porque la voz no le sale, tan grande es su angustia. Lacan describe la sensaci¨®n en el seminario sobre la Ansiedad.
Fue parte del problema cuando los testigos de primera mano estuvieron listos para hablar del Holocausto. Para las personas entrevistadas en el documental Shoah (1985), de Claude Lanzmann, hablar del horror era parte de un ¡°deber¡± cuando era tan doloroso buscar las palabras. No exist¨ªan. Una realidad terrible abr¨ªa el debate sobre si es l¨ªcito o no tratar de encontrar esas palabras, sobre las ¡°verdades¡± que cuentan los documentos en realidad. De alguna manera, Didi-Huberman recog¨ªa el debate en su libro Im¨¢genes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, publicado en 2003. Aunque, ?c¨®mo puede una imagen ayudarnos a comprender mejor los acontecimientos si, dijo alguien, la diferencia entre la muerte y su representaci¨®n es la misma que entre la comida y el men¨²?
Ese conflicto a la hora de encontrar las palabras, palabras que cuentan la historia como debi¨® ser, sobrevuela El dolor, de Marguerite Duras, un libro que la autora tard¨® a?os en dar por concluido, parte sus diarios escritos en plena ocupaci¨®n y posterior liberaci¨®n de Par¨ªs, con el marido preso en Dachau. Duras expresa como pocos esa sensaci¨®n de silencio cuando acaba la contienda, cuando a la adrenalina le sigue la incapacidad de nombrar el nuevo mundo, los nuevos nosotros. No hay palabras capaces de describir el horror visto, el imaginado que se queda cada vez corto, impreciso, exagerado, irreal¡ Por eso la negociaci¨®n es complicada a la hora de nombrar; por eso tarda en escribir el libro, sabiendo adem¨¢s que se recuerda lo que se puede recordar como se puede recordar, igual que aquella carta en The New York Times en la cual, en plena guerra de los Balcanes, un hombre explicaba el cambio en su percepci¨®n de los edificios emblem¨¢ticos y familiares de su ciudad: ahora los ve¨ªa como objetivos militares.
En una ventana del Edificio de Humanidades de la UNED ¨Den el campus de la Complutense en Madrid (UCM), uno de los frentes del Madrid sitiado en la Guerra Civil¨D, Fernando S¨¢nchez Castillo instal¨® el pasado marzo una barricada de libros, vol¨²menes de metal agujereado como los agujeros reales que se guardan en los libros de la biblioteca de la UCM. La extra?a barricada de libros que se abre al jard¨ªn, discreta, un respiro, una conversaci¨®n abierta. Pienso de pronto en la Casa de la Fontanka, en San Petersburgo. Ahmatova mira hacia ese otro jard¨ªn desde el exilio interior impuesto por los Soviets. Busca las palabras que le faltan en su nueva poes¨ªa, la que nace entre las dos orillas.
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