Maltones, cholgas, choritos, erizos y otros mariscos australes
Cada recorrido por el mercado de Santiago abre la puerta a nuevos hallazgos de mariscos
El malt¨®n se me presenta como el capit¨¢n de los choros, que es como llamamos al mejill¨®n por esta parte del mundo. Este no es de los grandes, pero se basta para ocuparme la palma de la mano. ¡°De los otros ya no se ven¡±, me dicen cuando pregunto en la Pescader¨ªa Oriental, en el Mercado Central de Santiago. Es la que ofrece m¨¢s muestras de esos mariscos extra?os y dif¨ªcilmente repetibles que distinguen las aguas del litoral del pac¨ªfico, entre las costas del Per¨² y el sur de Chile y Argentina. Est¨¢n el picoroco y el piure, los m¨¢s extra?os que haya visto nunca. Como piedras llamativas y chocantes que proporcionan algunos de los bocados m¨¢s notables del mar. Y con ellos machas, navajuelas, caracoles, lapas, locos, jaibas y alguno m¨¢s. Se echan de menos los huepos, que vienen a ser el pariente austral de la navaja. Grande, carnoso y de sabor profundo, tambi¨¦n es conocido como concha navaja o esp¨¢rrago de mar. Lo extra?o desde el ¨²ltimo viaje a las cocinas de Chilo¨¦. A cambio no faltan los erizos, de buen tama?o, con lenguas carnosas, anaranjadas y suaves. Tan grasas ahora con el mar especialmente fr¨ªo que su textura me recuerda a la del foie-gras. Suaves, expresivas y suntuosas.
De vuelta al malt¨®n. Tengo bien presentes aquellos ejemplares que al jefe de la Oriental le resultan imposibles. Les dec¨ªan zapato de mar y los he visto del tama?o de un 45, talla europea. Un bivalvo descomunal que encerraba medio kilo de carne, yodo y mar en sus conchas negras, lisas y alargadas. Cada d¨ªa es m¨¢s dif¨ªcil verlos tan grandes en el contexto de un mercado que se resiste a dejar crecer a las especies. Lo que hace tres d¨ªas y medio se mostraba en su talla natural se devora hoy convertido en miniatura. Tampoco es f¨¢cil encontrar el malt¨®n en los restaurantes de Santiago. No es un molusco muy popular. Tengo que dar algunas vueltas antes de localizarlo en la cocina de 1756, el restaurante de Luis Aurelio Garay en Providencia, quien lo sirve cubierto de una mezcla de cebolla, vino y queso fundido. Le pido que abra uno al vapor para conocerlo tal cual y cuando llega empiezo a entender los disfraces; en cuanto le aplicas calor, el animal se contrae, acaba rompi¨¦ndose y pierde la exultante carnosidad que mostraba en crudo. En eso me recuerda mucho a los choros que maneja la cocina peruana, mucho m¨¢s chicos que el malt¨®n pero con las mismas querencias.
En Chile y Per¨² tambi¨¦n le decimos choro al maleante y al desaprensivo, pero hoy nos quedamos en la parte del mar que sigue a salvo de esos otros choros, buscando el encuentro de una familia que se estructura por tama?os. El malt¨®n es el m¨¢s grande y tambi¨¦n el menos agradecido. En el extremo contrario de la escala de formatos est¨¢ el chorito, que ser¨ªa una versi¨®n en miniatura si no fuera por un radical cambio en el comportamiento. Bien trabajado, se mantiene carnoso, henchido y exultante. Me gusta lo que ofrece en la mesa a pesar de la parquedad de sus carnes. Entre medias est¨¢ la cholga, haciendo algunas diferencias. La primera es una concha que ser¨ªa calcada a la del choro si no fuera por las estr¨ªas que la recorren de punta a punta y un tama?o que cuadruplica el del chorito, aunque queda lejos del descomunal malt¨®n. La segunda es una carne que reivindica su naturaleza con un sabor intenso y familiar. Me recuerda mucho al mejill¨®n atl¨¢ntico.
Cada recorrido por el mercado de Santiago o los de las caletas de pescadores que marcan las referencias imprescindibles en el litoral chileno, abre la puerta a nuevos hallazgos. Con el langostino dorado, el colorado o el nylon, por ejemplo. El rojo es frecuente en las pescader¨ªas del Mercado Central de Santiago, aunque no tanto en los restaurantes. No deja de sorprender, porque su carne suave, dulce y potente recuerda mucho m¨¢s al de las gambas mediterr¨¢neas que a los langostinos que ofrecen las aguas del Pac¨ªfico. Me los sirven en el ¨²ltimo men¨² de Borag¨®, rellenando una sorprendente flor de Copihue y me sorprende que un tesoro como ese pase inadvertido.
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