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Acabaron con el reinado de Magic Johnson y Larry Bird y desquiciaron a Michael Jordan: as¨ª eran los Detroit Pistons de los ochenta

Una pandilla de forajidos de Detroit estuvo a punto de frenar la conversi¨®n de la la NBA en algo sofisticado y universal practicando baloncesto de clase obrera. Se les conoc¨ªa como los 'chicos malos' y su leyenda se forj¨® a base de resistencia, orgullo y alg¨²n pu?etazo

Billy Laimbeer, una de las estrellas de aquellos Detroit Pistons que aterrorizaron a todos los dem¨¢s equipos de la NBA a finales de los ochenta.
Billy Laimbeer, una de las estrellas de aquellos Detroit Pistons que aterrorizaron a todos los dem¨¢s equipos de la NBA a finales de los ochenta.Getty Images

La NBA est¨¢ a punto de reanudarse en la burbuja de Miami con 22 equipos aspirando al t¨ªtulo y con ausencias muy llamativas. Junto a los Golden State Warriors, grandes dominadores del ¨²ltimo lustro y hoy inmersos en su propio (incomprensible) laberinto, se han quedado fuera, sin ir m¨¢s lejos, franquicias con tanta m¨ªstica y leyenda como los Chicago Bulls, los New York Knicks y los Atlanta Hawks. Sin embargo, en opini¨®n de un tal Isiah Thomas, ayer deportista brillante, hoy dirigente deportivo tirando a mediocre, la ausencia m¨¢s dolorosa es sin duda la del favorito sentimental de los que a¨²n creen en el baloncesto de clase obrera: los Detroit Pistons.

Lo explica el cronista deportivo Kyle Wright en su estupendo libro The NBA Top to Bottom: hasta finales de la d¨¦cada de 1970, el baloncesto era apenas el quinto deporte m¨¢s popular en Estados Unidos, a notable distancia del b¨¦isbol, el f¨²tbol americano, el boxeo e incluso el hockey sobre hielo. La principal de sus ligas, la NBA, hab¨ªa producido ya un gran icono deportivo de consumo interno, Wilt Chamberlain, pero la proyecci¨®n internacional del deporte de la canasta depend¨ªa sobre todo de ese circo ambulante de cinco pistas que eran los Harlem Globetrotters, grandes impulsores del estilo de juego afroamericano, mucho m¨¢s ¨¢gil, vistoso y acrob¨¢tico que el tradicional.

El salto cualitativo que convertir¨ªa la NBA en una competici¨®n global (y al baloncesto en el ¨²nico deporte de matriz estadounidense capaz de competir en popularidad planetaria con el f¨²tbol) se produjo en la temporada 1979-80, con la introducci¨®n de la l¨ªnea de tres puntos y la entrada en la liga de un par de talentos imberbes llamados Larry Bird y Earvin ¡®Magic¡¯ Johnson. La rivalidad entre sus respectivos equipos, el orgullo irland¨¦s de los Boston Celtics contra la sonrisa californiana de Los ?ngeles Lakers, fue el punto de inflexi¨®n que transform¨® un deporte hasta entonces gremial y tirando a minoritario en un electrizante espect¨¢culo de masas, preparando el camino para la irrupci¨®n, pocos a?os despu¨¦s, del atleta m¨¢s c¨¦lebre de la historia, un tal Michael Jeffrey Jordan.

Los Pistons contra los Lakers en la final de 1988. A los primeros les gustaba m¨¢s agarrar cabezas que balones.
Los Pistons contra los Lakers en la final de 1988. A los primeros les gustaba m¨¢s agarrar cabezas que balones.Getty Images

El detalle que no acaba de encajar del todo en esta triunfal cr¨®nica del auge de una liga m¨ªtica es lo que ocurri¨® entre 1988 y 1990, los a?os de la corta pero inolvidable hegemon¨ªa de un equipo de meritorios con mucho talento pero sin apenas lustre, los Detroit Pistons. En ese par de temporadas de excepci¨®n, el equipo de la ciudad del motor se resisti¨® a su papel de comparsa en una competici¨®n tiranizada por equipos m¨¢s grandes que la vida. Conden¨® al desguace a los Celtics de Larry Bird, usurp¨® la corona a unos Lakers que parec¨ªan incombustibles y hasta fue capaz de retrasar el acceso a la cumbre de los Chicago Bulls de Jordan.

Todo, recurriendo a armas por entonces tan contraculturales como el juego coral, el esfuerzo gregario, la exuberancia f¨ªsica y cierta dosis de violencia y de cinismo. Juego sucio, en opini¨®n de algunos. Las armas con que David derrot¨® a Goliat, en la de otros. Ya dec¨ªa el general Juan Domingo Per¨®n que la guerra de guerrillas es el recurso t¨¢ctico de los que no pueden aspirar a la victoria en un combate decisivo a campo abierto. De la mano de Chuck Daly, estratega de un pragmatismo descarnado, los Pistons fueron la gran montonera rebelde de la historia del deporte profesional, la guerrilla mao¨ªsta que triunf¨® sembrando de minas los ra¨ªles de las locomotoras rivales.

A Daly, entrenador de notable ¨¦xito en universidades de ¨¦lite como Duke y Pensilvania, le hab¨ªa tocado sufrir ya en la madurez, con 50 a?os cumplidos, la tiran¨ªa deportiva de Celtics y Lakers en su papel de asistente en el cuerpo t¨¦cnico de los Sixers de Filadelfia. En 1982, fracas¨® con estr¨¦pito en su debut como primer entrenador en un banquillo profesional, el de los por entonces humildes y quejumbrosos Cleveland Cavaliers. Fue cesado a las pocas semanas y tuvo que reciclarse como comentarista deportivo. En marzo de 1983, durante la transmisi¨®n de un partido entre los Lakers y los Indiana Pacers en el que los primeros se estaban imponiendo por derribo, Daly dej¨® caer un par de frases que ser¨ªan prof¨¦ticas: ¡°Los Pacers se est¨¢n equivocando: no puedes proponerle a los Lakers un intercambio de canastas, as¨ª te van a ganar siempre. Tienes que aumentar la intensidad defensiva y convertir el partido en una guerra de trincheras¡±.

La prensa deportiva empez¨® a referirse a ellos como los Bad Boys de Detroit, una banda de forajidos, corsarios de la canasta, disidentes contra la cultura del baloncesto de guante blanco que representaban Lakers y Celtics

Pocos meses m¨¢s tarde, los Detroit Pistons contrataron a Daly con la esperanza de que llevase sus teor¨ªas a la pr¨¢ctica. Los Pistons del entrenador de Pensilvania fueron un equipo de combusti¨®n lenta. Part¨ªan de muy abajo, y el gerente de la franquicia, Jack McCloskey, ofreci¨® a Chuck la oportunidad de trabajar sin grandes urgencias, sin m¨¢s objetivo que construir una escuadra competitiva a medio plazo. Aquellos Pistons que estrenaban estadio, el imponente Silverdome de Pontiac, con capacidad para 82.000 espectadores, (en 1988 se mudar¨ªan al m¨¢s modesto Palace de Auburn Hills), contaban ya con el talento emergente de su joven base Isiah Thomas y empezaban a rodearle de secundarios con el gen competitivo de Vinnie Johnson o Bill Laimbeer.

En 1985 alcanzaron su primera cumbre del Himalaya, la semifinal de la conferencia Este, en la que se las ingeniaron para resistir hasta el sexto partido contra unos Celtics a¨²n en estado de gracia. Fue una eliminatoria bronca y ¨¢spera, con marcadores bajos, faltas continuas y frecuentes trifulcas, en un ejemplo pr¨¢ctico de lo que Daly y su escuadr¨®n de audaces entend¨ªan ya entonces por baloncesto de trincheras. La prensa deportiva empez¨® a referirse a ellos como los Bad Boys de Detroit, una banda de forajidos, corsarios de la canasta, disidentes contra la cultura del baloncesto de guante blanco que representaban Lakers y Celtics.

Daly, como el Jos¨¦ Mourinho de sus mejores a?os, cre¨ªa que el desequilibrio deportivo en la cancha pod¨ªa corregirse creando circunstancias excepcionales, tensando los partidos hasta el l¨ªmite del reglamento y desequilibrando emocionalmente a sus rivales. Para que David venza a Goliat, es necesario sacar de su zona de confort al gigante filisteo. En verano del 85, Daly completaba el primero de sus magistrales sudokus incorporando al equipo a un carnicero sin escr¨²pulos, Rick Mahorn, y a un cruce ins¨®lito entre duro fajador y fino estilista, Joe Dumars, un virtuoso siempre dispuesto a vaciarse en defensa. El estilo se hab¨ªa ido endureciendo de manera gradual, pero sin llegar a la intensidad y la aspereza de a?os posteriores.

Chuck Daly, subido a un taxi para rodar un anuncio en Detroit a finales de los ochenta. No va a dejar propina.
Chuck Daly, subido a un taxi para rodar un anuncio en Detroit a finales de los ochenta. No va a dejar propina.Getty Images

En esa temporada 1985-86, los Pistons dieron un inesperado paso atr¨¢s, descabalgados en la primera eliminatoria de los play-off por unos Atlanta Hawks que tambi¨¦n empezaban a apostar por el juego coral y la exuberancia f¨ªsica. Pero McCloskey y Daly no perdieron los nervios y siguieron fieles a su plan quinquenal de persecuci¨®n de la excelencia deportiva. Una vez repuestos de la decepci¨®n, incorporaron a la banda a otros tres gladiadores renegados, un tr¨ªo que resultar¨ªa crucial en su asalto a los cielos: un muro de ladrillo (John Salley), un estibador infatigable (Dennis Rodman) y un escolta de mu?eca letal (Adrian Dantley). Luego se trajeron de los Phoenix Suns el mostacho y el encomiable estoicismo de James ¡®Buda¡¯ Edwards, otro guerrillero con instinto asesino.

Los Pistons, transformados ya por completo en un equipo tosco y aborrecible, en opini¨®n de sus detractores, dieron lo mejor de s¨ª mismo en la legendaria serie final del a?o 1988. Una tragedia isabelina en siete actos que les enfrent¨® a la ¨²ltima versi¨®n de los imbatibles Lakers, los del showtime angelino, en el que un Magic Johnson a¨²n no del todo crepuscular jugaba arropado por una constelaci¨®n de talentos como James Worthy, Byron Scott, A.C. Green o Karem Abdul-Jabbar. Ganaron los Lakers, favorecidos por un error arbitral decisivo en el que muchos quisieron ver un acto de justicia po¨¦tica. Pero los Pistons triunfaron en su intento de competir desde una cierta inferioridad asumida con sensatez y realismo, desde la ambici¨®n, desde la falta de prejuicios y, por qu¨¦ no decirlo, de verg¨¹enza y de escr¨²pulos.

El ¨¦xito llegar¨ªa el a?o siguiente, pero el verano del 88 fue el instante en que cristaliz¨® una leyenda y se consolid¨® un estilo. Aquellos Pistons fueron los genuinos herederos de la cultura del catenaccio italiana que se remonta a la Triestina de Nereo Rocco y al Inter de Mil¨¢n de Helenio Herrera, continuadores tambi¨¦n del cinismo proletario de Estudiantes de la Plata, del ajedrez cauto, profil¨¢ctico y taimado de Tigran Petrosian, de la selecci¨®n inglesa de los ochenta, llena de esforzados matarifes futbol¨ªsticos como el defensa central Terry Butcher. Del deporte de clase obrera, en definitiva, tal y como sostienen que ha sido siempre Steve Addy y Jeffrey F. Kazen en su pol¨¦mico y entusiasta libro The Detroit Pistons: More Than Four Decades of Motor City Memories.

En 1967 se produjeron unos disturbios raciales en Detroit de tal magnitud que as¨ª se tuvo que emplear la Guardia Nacional. Ah¨ª saben c¨®mo armarla gorda.
En 1967 se produjeron unos disturbios raciales en Detroit de tal magnitud que as¨ª se tuvo que emplear la Guardia Nacional. Ah¨ª saben c¨®mo armarla gorda.Getty Images

Porque el deporte no se puede desligar del contexto social en que se practica, y los Pistons de finales de los ochenta eran la m¨¢s llamativa expresi¨®n del orgullo de Detroit, una ciudad deprimida, arrastrada por el fango de la desindustrializaci¨®n, reducida a a?icos. La ciudad del estrecho, la capital del condado de Wayne y principal urbe de Michigan, hab¨ªa crecido al calor del gran ¨¦xodo afroamericano de las primeras d¨¦cadas del siglo XX. Sede de la General Motors, la Ford y la Chrysler, la ciudad del motor fue una boyante factor¨ªa industrial sembrada de rascacielos, el arsenal de la democracia en que Estados Unidos fabricar¨ªa las bombas que libraron al mundo de los imperialismos fascistas. Tambi¨¦n la ciudad de la Tamla Motown, esa sublime cadena de producci¨®n cultural que inund¨® de m¨²sica negra los hogares de la Am¨¦rica blanca.

Aquel ecosistema urbano se fue a pique con la crisis econ¨®mica y la reconversi¨®n de los setenta, primera fase de un periodo de decadencia acelerada en que Detroit inici¨® su declive demogr¨¢fico (de 1.800.000 habitantes en 1950 a menos de 700.000 en la actualidad) y se convirti¨® en una de las ciudades m¨¢s violentas, insalubres y con ¨ªndices de desempleo m¨¢s altos de Estados Unidos. Seg¨²n Addy y Kazen, ¡°en la Detroit desballestada de finales de los ochenta, que apareciese un equipo capaz de competir con los mejores y que lo hiciese con sus propias armas, sin arrugarse y sin pedir perd¨®n, era un ins¨®lito rayo de esperanza¡±. Daly, tan populista como vienen siendo los grandes estrategas desde Pericles, ya lo dijo tras esa derrota ¨¦pica de la final de 1988: ¡°Somos el orgullo de una comunidad que sabe sufrir y nunca renuncia a nada¡±.

Helenio Herrera recurri¨® al catenaccio (¡°el sublime invento¡±, como ¨¦l lo llamaba) en los a?os sesenta para hacer campe¨®n a un Inter de Mil¨¢n que lleg¨® a sentirse paup¨¦rrimo, incapaz de competir no ya contra la imparable Juventus, sino ni siquiera contra su rival ciudadano, el orgulloso y aristocr¨¢tico AC Milan de Schiaffino, Carlo Galli y Cesare Maldini. Existe una corriente de opini¨®n, inspirada en el ejemplo de Brasil y su ya un tanto periclitado jogo bonito, que asocia el deporte de clase obrera con un estilo de juego l¨²dico, vistoso y ofensivo. El f¨²tbol de Garrincha, ¨ªdolo popular, orgullo de la favela.

El deporte no se puede desligar del contexto social en que se practica, y los Pistons de finales de los ochenta eran la m¨¢s llamativa expresi¨®n del orgullo de Detroit, una ciudad deprimida, arrastrada por el fango de la desindustrializaci¨®n, reducida a a?icos

Contra ese relato voluntarista, tal vez ingenuo, se impone la evidencia hist¨®rica de que los equipos de extracci¨®n proletaria, los perif¨¦ricos, los que no producen talento a espuertas o no pueden comprarlo a golpe de talonario, recurren muy a menudo a un estilo turbio y esquinado, bronco cuando conviene, irreductible siempre. M¨¢s sangre, sudor y l¨¢grimas que diversi¨®n y espect¨¢culo. Como la Grecia de Otto Rehagel, que fue campeona de la Eurocopa 2004 a base de c¨¢lculo, de cinismo y de mezquindad futbol¨ªstica, sin duda, pero tambi¨¦n de encomiable fe en una idea colectiva: la del esfuerzo que no se negocia.

As¨ª fueron los Pistons de Daly. Y as¨ª triunfaron. Los guerrilleros consiguieron completar por fin su movimiento insurreccional y derrocaron al poder establecido en 1989, aplastando a los Lakers en la serie final por un contundente 4 a 0, en una emocionante exhibici¨®n de baloncesto blindado. Adrian Dantley, un verso suelto que no supo o no quiso encajar en la epopeya proletaria que estaba escribiendo su equipo, hab¨ªa abandonado la nave meses antes, sustituido por otro mariscal con alma de gregario, Mark Aguirre, y esa fue la pieza que complet¨® el puzle. Al a?o siguiente fueron los admirables Portland Trail Blazers de Clyde Drexler los que hincaron la rodilla ante la m¨¢quina de triturar ambiciones ajenas en que se hab¨ªan convertido los Bad Boys.

Lo artero de sus t¨¢cticas de guerra psicol¨®gica y lo gran¨ªtico y visceral de sus ejercicios defensivos hicieron que muchos perdieran de vista que aquel era tambi¨¦n un equipo con mucho talento, empezando por el baloncesto de escuadra y cartab¨®n de Isiah Thomas (el asesino con cara de ni?o, como se le conoc¨ªa por entonces) o la mano de hierro en guante de seda del exquisito Joe Dumars. Pero eran la intensidad marcial de Dennis Rodman o la virulencia barriobajera de Laimbeer y Salley las que de verdad imprim¨ªan car¨¢cter a este equipo desaforado y sin tregua, una piedra en el zapato para cualquiera que se cruzase con ellos. La obra maestra de ese matador de reyes que fue Chuck Daly.

Michael Jordan, rodeado de jugadores de los Pistons en uno de sus m¨ªticos enfrentamientos de finales de los ochenta.
Michael Jordan, rodeado de jugadores de los Pistons en uno de sus m¨ªticos enfrentamientos de finales de los ochenta.Getty Images

Para la cr¨®nica deportiva con may¨²sculas quedan tambi¨¦n las tres veces (en 1988, 89 y 90) en que aquellos Pistons se resistieron al signo de los tiempos y frenaron la entronizaci¨®n definitiva de los Bulls de Michael Jordan. Tres eliminatorias disputadas a un ritmo fren¨¦tico y marcadas por las c¨¦lebres Jordan rules (reglas de Jordan), la serie de artima?as defensivas y juegos mentales con las que Daly, aprovech¨¢ndose tambi¨¦n de una cierta tolerancia arbitral al contacto f¨ªsico muy de la ¨¦poca, consigui¨® desquiciar al mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, reduciendo as¨ª su impacto en el juego.

Treinta a?os despu¨¦s, Jordan reconoce en The Last Dance, el documental en que se rinde homenaje a s¨ª mismo, que siempre detest¨® a los Pistons, empezando por el hip¨®crita y odioso Isiah Thomas. Pese a todo, Michael admite tambi¨¦n que nadie consigui¨® defenderle como lo hizo Joe Dumars y que cruzarse una y otra vez en eliminatorias decisivas con un rival tan inc¨®modo como los de Detroit fue clave en su carrera, porque le oblig¨® a exigirse a¨²n m¨¢s y a entender mejor el baloncesto. Del cruce entre el dios del Olimpo y un grupo de pandilleros descastados emergi¨® tambi¨¦n un Jordan a¨²n m¨¢s completo, el que entendi¨® por fin las virtudes del juego en equipo y encaden¨® as¨ª seis t¨ªtulos de la NBA. Otro motivo para sentirse en deuda con los Bad Boys de la ciudad reducida a escombros.

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